lunes, 31 de diciembre de 2012

(Flor de espino albar)





Ahora lee un libro de Jordi Bonells. Lo ha encontrado en su desordenada biblioteca. Hay lectores que dicen ser selectivos. A menudo, uno se encuentra con alguien que dice dirigir sus lecturas. Los que dicen dirigir sus lecturas son un poco como los que dicen dirigir sus carreras profesionales. Hay quien piensa que controla su vida. Eso es imposible. Al menos, de ese modo suele opinar Ebbinghaus. El libro de Bonells ha llegado a sus manos casi por azar. Javier Morant buscaba algo, otro libro, otro librito pop, para no tener que leer siempre a Proust. Esto es una excusa barata. Se pasa el tiempo leyendo cosas que no tienen nada que ver con Proust. Y luego habla de Proust como si fuera su escritor favorito. Pobre idiota, Javier Morant. Es un presuntuoso. Buscaba un libro de Arnaldur Indridason, cualquiera de sus libros. Javier Morant los tiene todos. Es muy fan del islandés. No obstante, se encontró con una novelita corta de Jordi Bonells. A Javier Morant le cae fenomenal Jordi Bonells. Por su condición de expatriado. Y porque ya no escribe en castellano. Se ha hablado mucho de Vladimir Nabokov, de la genialidad de cambiar de lengua a mitad de su carrera literaria, o de Joseph Conrad, polaco, que escribía en inglés. Samuel Beckett también cambió de idioma; según se dice, el tipo creía tener demasiada habilidad con el idioma inglés, de manera que se puso a escribir en francés para amarrar su estilo, para hacerlo un poco más tosco, menos fluido. De todos ellos se ha hablado mucho. Pero ahí está Jordi Bonells, que lo mismo escribe una novela en castellano o en francés, y que, al parecer, es mucho más conocido en Francia que en España. Un buen escritor ninguneado en el mundillo literario español. Un exiliano, un afrancesado.

Se ha hablado de la fragilidad de Jordi Bonells. Tal vez por ello, Javier Morant lo ha elegido. Ha elegido leerlo cuando se lo ha encontrado en su biblioteca. Porque Javier Morant tiene una suficientemente extensa biblioteca, en la que descansan multitud de títulos que todavía no ha leído. Javier Morant suele comprar muchos libros. No obstante, nunca los lee de inmediato. Los libros necesitan un tiempo de maduración en la biblioteca.

Domingo y Javier Morant salen a pasear. Se nota revuelo en las calles. Parece que la gente quiera celebrar algo. A saber. Hace frío. Domingo siempre tiene frío. Corre, suda y se constipa. No aprende. Los niños no aprenden. Javier Morant escribe un mensaje en su teléfono, para Silvia Serrat: Estamos en el supermercado y te echamos de menos. Enviar.

domingo, 30 de diciembre de 2012




La lectura de poemarios y novelas ha pasado de ser un entretenimiento banal a algo mucho más relevante. El encuentro con una, digamos, realidad paralela, anticipatoria y supersticiosa. En efecto, los libros, para Javier Morant, tienen cualidades totémicas, producen, de alguna manera, experiencias mágicas. Cada lectura, cada buena lectura, es como una puerta abierta a una nueva forma de percibir las cosas. Supone una ayuda para soportar la experiencia cotidiana. Una ayuda mayor inclusive que la terapia del psicólogo. Marcel Proust y la parsimonia en la desesperación, Vladimir Nabokov y la belleza en la malignidad, Rodrigo Rey Rosa y la severidad en el desconcierto, Bret Easton Ellis y el exibicionismo escéptico. Una vez acabado de leer, Javier Morant guarda el libro ceremoniosamente, cogiéndolo con ambas manos, como si lo acunase y, propinándole las últimas caricias, lo deposita en su lugar en una estantería (que al fin y al cabo es una especie de nicho en el que el libro descansará, dejará de hablar o hablará de otra manera, con una voz reiterativa y soterrada, como si fuera un eco de ultratumba). El libro ya está dentro de uno, una vez leído. Hay libros que se releen, pero son una minoría. La mayor parte de lo que uno lee nunca vuelve a actualizarse, se interioriza y envejece dentro. De manera que, en el interior de uno, el libro se nutre de prejuicios posteriores (valga la contradicción; tal vez habría que llamarlos postjuicios); esto es, el libro cambia, evoluciona, es desplazado por otros libros y va muriendo poco a poco, hasta que se olvida. Javier Morant recuerda pocos libros de los muchos que ha leído. Si le da por revisar su biblioteca se da cuenta de que apenas le queda un recuerdo vago de cada uno de ellos, un recuerdo hecho de sensaciones, más que de juicios certeros. Los poemarios y las novelas, las buenas novelas, fundamentalmente, le dejan a uno un poso emocional, muchas veces arbitrario y, casi siempre, equivocado. Y, sin embargo, de ese tipo de emociones se alimenta uno (como complemento de las otras, las cotidianas, las que suscitan las personas reales). Cada lectura emprende su particular batalla contra el olvido. Pocas la ganan. Y no siempre vencen las lecturas más histéricas. A veces, hay voces que son mansas en apariencia y, sin embargo, por alguna extraña razón, generan un eco mucho más duradero. La prosa de Marcel Proust pertenece a este género, sin duda. Proust parece haber ahogado el grito, parece haberlo sepultado debajo de toneladas de fruslerías. No obstante, el aullido se revela con la conveniente claridad en el poso que, aunque resulte siempre engañoso y lleno de postreros prejuicios, tiene que ser suficiente.

Si hay alguien, en la historia de la cultura, que retoma el espíritu de Marcel Proust es, quizá, el pintor norteamericano Andy Warhol. En Warhol, Javier Morant cree haber descubierto un temperamento similar al de Proust. La misma mirada laxa o indolente, circundando el paisaje de una época. El mismo gusto por las escenas triviales. La preferencia por enfocar el plano superficial de las cosas, amagando significados más hondos. La misma tristeza resignada, afectada de banalidad, infinita en sus argumentos. Uno se imagina a Andy Warhol con la misma fragilidad que ha enfermado a Proust.

Javier Morant ha decidido entrar en un local liberal que hay cerca de la autoescuela en la que trabaja. Necesita traicionar de alguna manera a Silvia Serrat. Quiere pensar que es él quien se está distanciando y que comienza a poner tierra de por medio. El local se llama Tarot y abre justo cuando finaliza la jornada de trabajo de Javier Morant. Puede decirle a Silvia Serrat que he tenido que reunirse con su tío, o ha tenido que acompañarlo a algún sitio. Un amigo le ha hablado a Javier Morant de este tipo de locales. Ese amigo al parecer los frecuenta. Javier Morant entra sensiblemente cohibido. Le recibe una mujer rubia platino, no muy guapa y entrada en carnes, vestida con un body y unas mallas, toda de negro, muy ceñida. La sonrisa de esa mujer le resulta ligeramente desagradable. La mujer le conduce a una sala en la que deberá sentarse junto a una barra de bar. No hay nadie en la sala, excepto un camarero, tras la barra. Pide una Coca-Cola Zero. Tendrás que esperar a que llegue la gente, dice la mujer. Media hora. Tres cuartos de hora. Entran dos parejas. La rubia platino las sienta en unas butacas que Javier Morant tiene a su espalda. Necesitaría beber alcohol para matar el nerviosismo. Pero se reprime. Bah, volverá otro día que esto esté más concurrido, piensa. Al salir, mira de reojo a las mujeres que conversan animadamente con sus parejas. No son gran cosa, piensa Javier Morant. Calcula su edad. Más de cuarenta y cinco, seguro. A la salida, la rubia platino le interroga: ¿Todo bien, caballero? Claro, dice Javier Morant, es que tengo un poco de prisa. Ya en la calle se siente liberado de la presión de tener que hacer algo. La puta Coca-Cola le ha costado quince euros. ¿Todo bien, caballero?, ¿todo bien, caballero?... repite, mentalmente, la maldita pregunta de la rubia platino, mientras se aleja caminando. Es que tengo un poco de prisa, ja. Soy imbécil, no tengo remedio. La mirada curiosa de la gente con la que se cruza le indica a Javier Morant que ha debido estar hablando solo, en voz alta.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Javier Morant se ha tomado unos días de vacaciones. La autoescuela en la que trabaja no funciona como debería. Su tío lo achaca a la crisis económica. Existe una especie de círculo vicioso: pocas matrículas, poco dinero entrante y, por consiguiente, poca capacidad de reinvertir el dinero mejorando las instalaciones y renovando los coches. La oficina parece tercermundista, con ordenadores que apenas funcionan. El jefe, un familiar cercano de Javier Morant (hermano de su padre y, por tanto, su tío), ha tenido que despedir a una de las secretarias. Anteriormente había dos: una trabajaba de cara al público y la otra en un despacho interior, ocupada en tareas administrativas. Ahora, la segunda se ocupa de todo: de las cuentas de la empresa, de atender a la gente, de las matrículas, de todo. Ya solamente quedan tres profesores, de los siete que llegaron a trabajar. Javier Morant, asustado, se metió de súbito en el despacho de su tío y le preguntó si pensaba despedirle, si era así le gustaría saberlo anticipadamente. No, Javier, le dijo su tío, serás el último en salir de esta casa. Tú y yo aguantaremos hasta el final; al fin y al cabo, dijo, somos familia. Pero, prosiguió, si encuentras algo mejor, no dudes en largarte; pues, lo más probable es que tengamos que cerrar.

Aprovecha las vacaciones para comprarse algo de ropa. Se compra unos pantalones que no se prueba y, al llegar a casa, se da cuenta de que no le vienen bien. Son su talla, una cuarenta y ocho. Pero, al parecer, las tallas cambian con las modas; de manera que los pantalones ahora son más pequeños; demasiado ajustados y con la cintura tan baja que deja al descubierto eso que popularmente se conoce como la raja del culo. Ya no tiene cuerpo para esa clase de ropa. A Javier Morant le está sucediendo algo que no creía que le sucedería nunca: las nuevas modas ya no son un estímulo sino un engorro. Se siente ridículo con ellas.

Vuelve al centro de la ciudad, a cambiar los pantalones. Camina alegremente por las calles y, de pronto, cree reconocer a Silvia Serrat sentada en un café, con alguien. Se fija un poco más. La otra persona es la amiga de toda la vida de su mujer, es decir, Marta. De modo que Silvia Serrat y Marta se ven por la mañana en un día laborable, como éste. Duda un instante: si acercarse y saludarlas, disimulando su terrible excitación, o esconderse y vigilarlas a distancia, a ver si las pilla en alguna actitud que confirme sus sospechas. Se sienta en una terraza al otro lado de la calle, desde la que ve sus dos cabezas. Aunque antes se ha acercado lo máximo posible, aun a riesgo de ser descubierto, intentado averiguar si, como parece en la distancia, tienen las manos entrelazadas, extendidas por encima de la mesa. No lo puede ver con claridad; hay objetos en la mesa que le impiden ver ese detalle, las manos juntas, tal vez acariciándose, sintiendo el cosquilleo de sus pieles tersas de mujeres de mediana edad cuidadosas con su cuerpo y todavía hermosas. Sentado en aquella terraza (en pleno invierno, pelado de frío), Javier Morant tiene a la vista las dos cabezas parlanchinas, que se sonríen y gesticulan, para él mudas, a través del cristal y el barullo de la calle. Espera un rato, se toma algo y, cuando ellas salen, Javier Morant paga al camarero con premura y las sigue. Ellas dos caminan como dos amigas, sin que nada indique la clase de sentimientos que las une. Parecen, en efecto, un par de inocentes amigas de toda la vida, un par de mujeres de mediana edad que se conocen desde niñas y se citan para desayunar porque ambas trabajan cerca del centro de la ciudad. Por qué no desaynar juntas, por qué no verse por la mañana en un día laborable como éste; y por qué decírselo a sus mariditos. Por qué Silvia Serrat nunca le ha dicho, al llegar a casa por la tarde, que hoy ha visto a su amiga Marta y que, inclusive, ha desayunado o tomado café con ella. Por qué ocultarlo.

Las dos amigas llegan a la altura del lugar en el que Marta ha dejado aparcado su coche. Javier Morant se detiene en seco. Parece uno de esos detectives ridículos que aparecen en las comedias malas de detectives; le falta extender el periódico para que no se le vea la cara. Se ríe de sí mismo. Al menos aún le queda un poco de sentido del humor. Las dos amigas se despiden con un par de besos en las mejillas. Una despedida fría, sin pasión. Seguramente, no se atreven a mostrarla en público, piensa Javier Morant. Marta sube al coche y desaparece. Silvia Serrat sigue caminando, probablemente en dirección a su oficina. Pero eso a Javier Morant ya no le interesa. Ya se lo conoce. Javier Morant se queda parado en la calle, frente al escaparate de una zapatería, agotado como después de un coito. Se queda inmóvil, paralizado durante dos o tres minutos. Por su cabeza circulan imágenes inconexas; de su vida con Silvia Serrat, de Domingo, de su relación con Marta y su marido, de cuando Marta se lo presentó, siendo adolescentes, del nacimiento de sus hijos, de toda esa cara A de su vida, oficial, burguesa, confortable, aceptada, visible. No sabemos nada, piensa Javier Morant, y se aleja, desconcertado, de aquel lugar.


jueves, 27 de diciembre de 2012




Bret Easton Ellis tiene pinta de haber recibido muchas hostias siendo niño. Se está vengando. Era el empollón de la clase, amanerado y siempre por ahí con unos pantaloncitos cortos muy cursis. Los machorros de la clase le pegaban en el patio del colegio y a la salida. Sus padres se lo daban todo pero no le querían. No recibió afecto. El mundo ha hecho de él un tremendo cínico. Y de eso, del cinismo, Bret Easton Ellis es todo un campeón.

Javier Morant acaba la lectura de Lunar Park con una sensación ambigua. Todo el libro es una metáfora freudiana (bastante facilona, por cierto) sobre el escritor y sus fantasmas, sobre el rédito a pagar por esa venganza del mundo a través de la escritura, y la necesidad de pagarlo para seguir adelante y continuar escribiendo. Se lee fácil. Bret Easton Ellis escribe fluido. Pero Javier Morant opina que un libro así debería doler. Y no duele. Solamente entretiene.

La clave del libro, y tal vez de toda la literatura de Bret Easton Ellis, es la necesidad de darle espectáculo al pueblo. Un espectáculo hueco, una pirotécnia sanguinolenta que se quiere símbolo de algo (de la violencia latente en las sociedades opulentas, de lo corrupto en el modo de vida americano, lo que sea); de manera que Bret Easton Ellis, supuestamente, ejerce la crítica desde dentro. ¿Es esto posible? ¿Es posible seguir siendo uno de los Rolling Stones cuando ya sólo eres un viejete adinerado que tiene que representar funcionarialmente un papel para mantener la fortuna? ¿Qué nos está queriendo decir Bret Easton Ellis con sus ficciones? ¿Que las clases altas no tienen moral? ¿Que él mismo no tiene principios? ¿Para qué seguir con todo ese espectáculo cínico, corrosivo y explícito? Y, sin embargo, quién sino Bret Easton Ellis para burlarse de las clases adineradas norteamericanas, de sus excesos y sus vicios y la violencia contenida en ellos.

Marcel Proust, como Bret Easton Ellis, fue un representante de las clases altas de su época. Aquí empieza y acaba toda comparación posible entre los dos escritores. Tal vez, si hay algo que recriminarle a Proust es determinada complacencia en lo que respecta a su origen y su entorno en la infancia y la adolescencia. Proust describe muy bien la comodidad de los salones, los paseos y juegos amorosos. Si Marcel Proust destapa la decadencia de su clase no es por, digamos, conciencia social. Proust, en su confortable trono de hijo de papá, simplemente ignora a los más desfavorecidos. No son su problema. Marcel Proust llega al territorio de la crítica por una vía alternativa (no es, ni mucho menos, un negador); es alguien que somatiza los desórdenes de su clase. Proust es un tipo que enferma de tristeza y se aísla. Su literatura es el recorrido de un laberinto del que el escritor no es capaz de escapar. Culparle de su falta de rebeldía sería absurdo. Su decaimiento es más profundo. De nuevo, Javier Morant ha encontrado un nuevo vocablo para resumir la literatura de Proust. Esta literatura trata, según Javier Morant, sobre la enfermedad de Marcel Proust. En ella, Marcel Proust asume toda la carga de ser quien es, toma conciencia y supura el dolor de la lacra.

Javier Morant ha elegido leer Lunar Park, de Bret Easton Ellis, por puro entretenimiento. Una novelita en clave pop, ligera, que compense el peso de En busca del tiempo perdido. Tal vez se haya equivocado; Bret Easton Ellis no es un autor cualquiera. Bret Easton Ellis y Marcel Proust son dos pijos que toman caminos en cierto sentido contrapuestos. El ruido frente al silencio. El éxito contra la soledad.

martes, 25 de diciembre de 2012




Ebbinghaus se lo toma con parsimonia. El secreto de Ebbinghaus es la paciencia; la lentitud con la que impregna todo lo que hace, ritualizándolo, como si obrase al dictado de algo o de alguien, como queriendo tomar conciencia de cualquier movimiento, por mínimo que parezca. El mecanismo de Ebbinghaus, es decir, el engranaje de su propia actividad como psicólogo (y su fracaso, piensa Javier Morant) es pretender hacer consciente lo inconsciente. Destapar lo oculto, interpretarlo. La dificultad, el engorro, la contradicción, reside en la siguiente pregunta: ¿a qué puede uno recurrir para desvelar lo encubierto?, ¿a la razón (con lo cual, uno tropieza con la falta total de evidencias) o a la imaginación, es decir, a la intuición, (convirtiendo de ese modo la psicología en una rama del esoterismo)?

El lesbianismo de Silvia Serrat tal vez forme parte de todo eso oculto que no merece la pena desvelar, según Javier Morant. ¿Por qué indagar en algo que la propia Silvia Serrat probablemente desee mantener oculto? Javier Morant aprendió hace tiempo a no pedirle a la gente, en las relaciones de amistad, lo que la gente no puede o no quiere dar. Esta máxima le ha servido a lo largo del tiempo con la mayor parte de sus amigos; sobre todo para no sufrir decepciones. ¿Por qué no aplicarla a la persona que ama? ¿Por qué no vivir su relación con Silvia Serrat asumiendo todas esas zonas oscuras, todos aquellos aspectos de la persona amada que permanecen fuera de su alcance? ¿A qué viene esa voluntad de ir siempre más allá y desmenuzar la relación que uno tiene con las personas que ama hasta finiquitarla? Por la cabeza de Javier Morant pasan las innumerables ocasiones que Silvia Serrat y su amiga Marta han tenido para hacerse el amor, en las noches de fiesta que han vivido juntas desde la adolescencia, en los viajes que hicieron cuando ambas eran estudiantes universitarias (solían viajar solas al menos una vez todos los veranos), en las tardes que desaparecen para irse de compras, de cervezas o lo que sea. Silvia Serrat y Marta han podido mantener una relación paralela toda la vida, una relación amorosa lésbica al margen de sus maridos, de los hijos de ambas, sus familias y el mundo entero. Si así fuera sería cosa de ellas y nadie tendría nada que decir. Al fin y al cabo, Javier Morant nada tiene que objetar respecto del trato que su mujer le dispensa; siempre cordial y amoroso, siempre correcto y servicial, en la vida cotidiana y en la intimidad que ambos comparten. Es tal vez esa corrección lo que le incomoda y le hace sospechar. Esa especie de pasión calculada es lo que le hace pensar que su mujer oculta algo: una pasión tal vez mucho más poderosa y desatada, y desconocida para él.

En la sala de espera de la consulta de Ebbinghaus, Javier Morant cavila sobre todos estos aspectos de su vida, que sin dudarlo escapan a su entera comprensión. Todas esas zonas de sombra que no alcanza a ver con total claridad y que, al menos teóricamente, un psicólogo ayudaría a revelar. Pero, ¿es eso lo que de verdad le inquieta? ¿No debería centrarse en aquello que le motivó a buscar un terapeuta? El propio Ebbinghaus dice que poco importa el motivo por el que buscamos la asistencia de un psicólogo; seguramente, el malestar inicial, o la consciencia que uno tiene de ese malestar, oculte otras cuestiones que la terapia irá revelando. La psicología, según Ebbinghaus, es un método de autoexploración y, por lo tanto, de autoconocimiento. Más que un método de autoayuda. Yo no arreglo nada, suele decir Ebbinghaus. A pesar de todo, Javier Morant continúa siendo reticente a confesárselo todo a Ebbinghaus. Sigue sin abrirse a ese lenguaje que no arregla nada y juega a desvelar lo que la gente oculta.

Entonces, si no se fía, ¿qué hace allí, tres cuartos de hora o una hora semanalmente? Javier Morant entra en la consulta, siempre con una especie de guión prefijado, una serie de puntos a tratar. Pudoroso, a veces, por el hecho de empezar a hablar en voz alta y en primera persona. Nadie sino un profesional, un terapeuta remunerado, soportaría un yoísmo tan unilateral y acentuado.

Ebbinghaus se convierte en una máscara impersonal. Frente a él, Javier Morant y su angustia. La triste y normal vida de Javier Morant, vivida como una desgracia difícilmente aceptable. La pesadez de todos los días, de principio a fin. El abismo de las adicciones (los porros y el alcohol, pero también, y sobre todo durante las últimas tres o cuatro semanas, el sexo en internet, las imágenes de la gente normal follando, como una bacanal infinita). A Javier Morant le gustaría encontrarse a alguien conocido en alguna de esas webs de porno amateur. Una pareja de vecinos, alguno de sus amigos, alguien del pueblo o, tal vez, a su mujer, Silvia Serrat, con su amante, su amiga de toda la vida, Marta. Se está convirtiendo en algo enfermizo. Necesita contárselo a alguien.

Comienzan la sesión con la pregunta habitual. Ebbinghaus se apoltrona en su butaca y ensaya una pose intelectual, docta, antes de pronunciar esto: Bueno, Javier, ¿qué tal va?, ¿qué me cuentas? Siempre lo mismo. Se produce un inevitable silencio. Javier Morant se incomoda. Se imagina, curiosamente, al escritor Marcel Proust; se imagina una pose proustiana, mundana y superficial. Un aire liviano con el que confesar lo inconfesable. El ritual de la terapia, al fin y al cabo, le resulta demasiado ceremonioso, poco espontáneo y frío.

(Proust es el anti-psicólogo, piensa.)

Al poco rato, Ebbinghaus comienza a dispensar sus habituales consignas: distanciamiento, aislar aquello que te angustia, que no contamine los otros compartimentos estancos, encontrar parcelas de positivismo, motivaciones. Javier Morant traduce para sí mismo, mentalmente, lo que le dice Ebbinghaus: al fin y al cabo, echar balones fuera, reservarse lo bueno, disfrutarlo, encontrar diminutas píldoras de felicidad.

En eso que a Ebbinghaus le suena el móvil. Javier Morant se sobresalta, desconcertado. Ebbinghaus se disculpa: Lo siento, estaba esperando una llamada importante, si me disculpas... Y sale de la consulta. No me lo puedo creer, piensa Javier Morant. La sintonía del teléfono de Ebbinghaus reproduce una conocida canción de David Bisbal. Una tonada que contiene un estribillo que dice más o menos lloraré las penas de este corazón no sé qué ni sé cuántos. Una canción que probablemente se titule Lloraré las penas, o algo por el estilo. ¿A qué se debe esta sintonía absurda? ¿Es una coña marinera? ¿Una burla hacia su actividad de psicólogo? En verdad, Javier Morant no se esperaba que Ebbinghaus tuviese ni un ápice de sentido del humor.

viernes, 21 de diciembre de 2012



Youtube. YouTube. Yutub.

Busco en YouTube vídeos de Nabokov. Para oírle hablar. A ver si hay alguna entrevista o algo. Voilà. Una entrevista para una tele francesa, de una hora, subtitulada en castellano. Un Nabokov ya viejo contesta en perfecto francés al entrevistador. Al parecer, el escritor dominaba tres lenguas: la suya materna (el ruso, aunque dice haber aprendido antes a hablar inglés que ruso), el inglés (idioma que lo encumbra en los Estados Unidos) y, al parecer, el francés (el tipo fue criado por una institutriz suiza, creo haber entendido). Del francés dice que no sabe doblegarlo a su antojo. Desde luego, las otras dos lenguas le permiten todo tipo de contorsiones. (En la entrevista, Nabokov admite que con el idioma inglés matiza mejor las descripciones; es el idioma más rico en posibilidades, según su opinión.)

Me trago media hora de aburrida entrevista; en la que un par de entrevistadores franceses le hacen la ola al ruso. (Debía imponer, el tipo: su singularidad, su genio, esos aires de intelectual refinado y huidizo, su devastadora ironía.) (Pero, sobre todo, su obra, sus novelas míticas, sus memorias y conferencias.)

El tipo habla de su época de profesor de literatura rusa en Cornell. Dice que al empezar a impartir clases se dio cuenta de su ineptitud para hablar en público; dice que por ese motivo empezó a escribir sus famosas conferencias sobre literatura, que se limitaba a leer en las aulas a sus alumnos, evitando cualquier improvisación. Así era Nabokov. Debió ser un tipo tan obsesivo que era incapaz de admitir cualquier eventualidad. Todo bajo control, perfectamente calculado; inclusive, lo impartido en un aula.

En la entrevista que estoy viendo Nabokov parece leer las respuestas que da. Me fijo al escucharle confesar que guionizaba sus clases. En efecto, el tipo lee sus respuestas, brillantes, ocurrentes, inteligentísimas. El entrevistador formula una cuestión y Nabokov lee. Debió ser una condición para dejarse entrevistar. Todo bien atado, las respuestas calculadas y cuidadosamente escenografiadas.

Curiosamente, en la lista de documentos afines, en el lateral derecho de la pantalla del ordenador, aparece un vídeo de Charles Bukowski. Cuando me aburro de Nabokov le doy al vídeo de Bukowski. Un documental de hora y media, nada menos. El personaje que se creó el viejo Hank, desde luego, difiere mucho de Nabokov. A Bukowski no le cuesta improvisar. En cualquier entrevista o recital aparece amorrado a una botella, desbarrando y soltando sandeces. De alguna manera, Nabokov y Bukowski suponen dos estereotipos radicalmente contrapuestos. Digamos, la complejidad máxima, hipercalculada, incapaz de permitir que nada suceda por azar, frente a la simplicidad total, el payaso de vuelta de todo, supersentimental, dejándose vapulear por todos. Habéis llegado tarde, dice Bukowski, queréis que os hable de sexo y alcohol y tengo ganas de enviaros a la mierda. Los focos, la fama, el público, como dice Bukowski, llegaron tarde. Sin embargo, el escritor no se privó de representar su papel, el papel que todo el mundo esperaba de él. El borracho irreverente.

Quince minutos son suficientes. Al ver a Bukowski me acuerdo de Dovlátov. ¿Habrá cosas de Dovlátov en YouTube? Las hay. Pocas y en ruso, sin subtitular. Veo un vídeo que parece la grabación de una comida familiar. Este tipo, pienso, tiene una mirada muy franca. Tenía un físico grande y fuerte (medía, al parecer, más de dos metros). No obstante, manifiesta una gran fragilidad. El vídeo dura muy poco, tres o cuatro minutos. Sin puestas en escena, sin máscaras de intelectual perverso o de borracho díscolo. Una simple comida familiar. Un tipo honesto (al menos, en apariencia) diciendo algo en ruso. Tal vez, si Dovlátov se hubiese expuesto más no me parecería lo mismo. La franqueza gana, es lo que pienso. Hay algo imbatible en esa mirada, en esa actitud sin coartadas.




miércoles, 19 de diciembre de 2012




Uno siempre pretendería poner en solfa la literatura de Nabokov. El entomólogo perverso. El escritor perfecto, de la belleza sutil y la retórica milimétrica. Entre el infralevísmo de Duchamp y el esteticismo cerrado y concéntrico de Hitchcock. No me gusta, prefiero otras cosas no tan calculadas, prefiero lo burdo, la sal gorda, y no las exquisiteces que supuestamente uno encuentra observando minuciosamente el polvillo que recubre las alas de las mariposas. Yo creo que entiendo a Nabokov. Entiendo esa obsesión suya por la belleza esquiva y frágil. Observarla maravillado y, al instante, mancillarla cruelmente. Porque eso hace en sus libros. Crea una poética sutilísima y luego la destruye. Como ese rollo de las mariposas. La belleza de las mariposas solamente puede estudiarse detalladamente si uno las mata y las clasifica. La impiedad de ese nabokoviano hobby dice mucho de quien lo practica. Hemingway prefería cazar elefantes; que es, probablemente, un hobby mucho más atroz, por el tamaño del bicho, pero tal vez más franco. Henry Miller se iba de putas. Faulkner montaba a caballo. Nadie se salva. Pero, ¿qué significado tiene inmovilizar a una frágil mariposa? El deseo, tal vez, de establecer un control absoluto sobre aquello que se admira. La necesidad de fijar la belleza, constreñirla, someterla. Importa poco la tierna alegría del insecto revoloteando en el campo. El escritor elige dominar la rara perfección de las mariposas, fijarla para siempre. Pues, a mi modo de ver, eso mismo hace en sus libros. En sus libros hay una hermosa y rara poesía, pero ya sin vida. Hay la descripción de ambientes irreales, desconcertantes. Sus personajes son como marionetas que dibujan movimientos perfectos, cuidadosamente calculados. El autor actúa como un demiurgo total; es el dueño absoluto de lo que sucede en sus libros, al igual que un entomólogo que se apropia de la lindura de los insectos. No hay que pedirle a Nabokov otra cosa sino la guapura almidonada de sus libros. La belleza estrangulada, en el dolor y en la muerte.

No, no me gusta. Pero siempre lo vuelvo a leer, porque me fascina.


martes, 18 de diciembre de 2012




Me dan ganas de sobrevivir cuando observo cosas diminutas: gotas de lluvia o guantes de cuero encogidos por la humedad... Me dan ganas de morir cuando observo cosas demasiado grandes: el edificio del Congreso o un mapamundi...

lunes, 17 de diciembre de 2012

La importancia de Marcel Proust es la ambigüedad. O, para ser exactos, la inestabilidad. Otros escritores producen incertidumbre; Marcel Proust produce inestabilidad. Leer a Proust es como pisar una superficie deslizante y ser incapaz de mantener el equilibrio. No existen firmezas. El ser humano es moldeable, informe. La naturaleza es elástica, cambiante, incognoscible. Otros escritores golpean al lector. En otros escritores hay fuerza bruta, músculo. Marcel Proust aplica una química disolvente, difuminadora. No existe una separación entre los personajes y el fondo; no hay líneas de contorno. La narración es una especie de continuum anecdótico y banal. Trascendencia cero. Ligereza infinita. Las cosas, en manos del escritor Marcel Proust, pierden toda solidez, se degradan, se descomponen. Lo proustiano tiene una gravedad diminuta, atomizada, disgregada, infinitamente divergente. En Proust hay una fuga constante en la que las cosas pierden su apariencia. El escritor, en cierto sentido, juega a engañarnos. Pero no nos aniquila. No nos asfixia. Su juego es hacernos etéreos, diseminarnos. Ponernos frente a nuestra propia aleatoriedad. Hacernos ver lo que de nosotros hay en el otro. El otro siempre. El otro como un molde de nosotros mismos. La novela de Proust es como un juego de espejos. Por ese motivo, Marcel Proust pudo escribir como lo hizo sobre los sentimientos de Charles Swann. Marcel Proust supo ver, no solamente lo que de él mismo había en los demás, sino lo que de los demás había en él mismo. Uno sospecha que Marcel Proust escribió para disolverse, para cuestionarse, no para construir certezas, no para reafirmarse, no para elaborar tesis, sino para penetrar la realidad, como un hombre invisible que penetra las paredes. Es decir, como un fantasma que no conoce los límites físicos, sustanciales, de las cosas.

Ninguna lectura ha influenciado tanto a Javier Morant en su percepción del mundo como En busca del tiempo perdido. La realidad se ablanda, hasta el punto de creerse Javier Morant una ficción de sí mismo, un personaje inventado, imaginado, abocado a un destino cambiante, incierto, fantástico e imprevisible. Curiosamente, para Javier Morant todo esto constituye algo positivo. La voluntad y el deseo desaparecen. Cualquier insignificancia adquiere un sentido nuevo, una consistencia inesperada.


domingo, 16 de diciembre de 2012



La lectura de Marcel Proust, en efecto, ha acentuado los celos de Javier Morant. Se trata de unos celos muy velados, aunque muy profundos. Unos celos que han habitado, hasta ahora, en cualquier caso, alguna región semiinconsciente. Con Marcel Proust, es decir, con los avatares del amor de Charles Swann por Odette de Crécy, los celos de Javier Morant han aflorado, se han hecho evidentes; atacando los miedos (masculinos) de Javier Morant y provocando en él una destructora desconfianza; de la que tendrá que defenderse urdiendo alguna estrategia realmente eficiente, si no quiere que le afecte de manera definitiva en su relación con Silvia Serrat.

¿Conviene que Javier Morant trate este tema en la consulta de Ebbinghaus o lo mejor es dejarlo pasar, a ver si desaparece? Javier Morant ha pensado en contarle a su psicólogo, que en definitiva es una especie de confesor, que tiene ciertas dudas acerca de la sexualidad de su mujer. (No obstante, cuando Javier Morant se imagina a sí mismo hablando en voz alta acerca del probable lesbianismo de Silvia Serrat se siente despreciable.)

¿Y si no fue cierto que presenciara una escena de sexo lésbico protagonizada por Silvia Serrat y su amiga Marta? ¿Y si fue producto de su imaginación o de la borrachera de aquella noche de fin de año? También cabría la posibilidad de que Silvia Serrat y su amiga Marta se hubiesen burlado de él. Tal vez lo vieron subir tambaleándose por las escaleras de aquella casa alquilada, y decidieron vengar los celos que Silvia Serrat estaba sintiendo a causa de esa amiga suya que hacía demasiado caso a Javier Morant.

Y, sin embargo, Javier Morant tampoco lo ha querido hablar nunca con Silvia Serrat. El probable lesbianismo de Silvia Serrat se ha convertido, para Javier Morant, en una especie de problema latente. Algo inconfesable, vergonzoso.

Silvia Serrat, siendo solamente una adolescente, era la más guapa de todas sus amigas. Javier Morant la eligió por ello. Ella tenía entonces una clase de candor que lo embelesaba. La dulzura de Silvia Serrat, siendo casi una niña, parecía irreal. Luego, Javier Morant descubrió al ser audaz que ella llevaba dentro. Se convirtió en la compañera ideal.

Un libro de Ernest Hemingway, titulado El jardín del edén, trata esta clase de celos (masculinos). La mujer fuerte, valiente y briosa. El hombre apocado, envilecido por la tristeza y la depresión. La sospecha de que ella siempre será capaz de ir más allá. De que los límites de ella son mucho más vastos que los de uno. Al parecer, el supermacho Hemingway también sufrió estos miedos. Javier Morant busca una edición de bolsillo de El jardín del edén, que compró hace tiempo. No la encuentra. De pronto, quiere leer ese libro de Ernest Hemingway, un escritor que, por otra parte, nunca le ha interesado demasiado.


viernes, 14 de diciembre de 2012

Cuando Silvia Serrat queda con su amiga Marta, para comer o cenar, o irse de compras, como a veces sucede, Javier Morant no puede evitar sentirse celoso. Siente celos porque no es capaz de olvidar una escenita que presenció hace ya años; cuando prácticamente acababa de conocer a la que hoy es su mujer y empezaban a ser novios. Era una nochevieja y alquilaron una casa en un huerto (turismo rural), con unos amigos. Pasaron cuatro o cinco días previos a la nochevieja encerrados en aquella casa, pues en el exterior hacía mucho frío y estaba nevando. Cuatro o cinco días emborrachándose y fumando porros. Entre quince y veinte personas. Algunas parejas. Una chica amiga de Silvia Serrat hacía demasiado caso a Javier Morant; lo que provocó una fuerte discusión entre las féminas y el primer distanciamiento serio entre Javier Morant y Silvia Serrat. Marta, la fiel amiga de Silvia Serrat (se conocen desde la infancia), en ese momento no tenía pareja. (Hoy es una mujer casada y con tres hijos, mucho mayores que Domingo, por cierto). Aquel día todas las chicas arroparon a Silvia Serrat, menos la que había sido acusada de hacer demasiado caso a Javier Morant. No obstante, fue Marta la que compartió con Silvia Serrat las confidencias más sentidas, los abrazos más sinceros y, en la noche de fin de año, la escenita de sexo lésbico que Javier Morant todavía recuerda.

Todos bebieron demasiado esa noche. La casa, una construcción vieja, tradicional, pero grande y acogedora, parecía llena de rincones que propiciasen el encuentro íntimo, improvisado y urgente. Todos tuvieron rollo aquella noche, menos Javier Morant. Javier Morant se pasó el primer tercio de la noche, tras las campanadas, huyendo de la chica que le hacía demasiado caso, para no provocar los celos en su opinión exagerados de Silvia Serrat. Luego, aquella chica que le hacía demasiado caso se enrolló con un amigo suyo y Silvia Serrat desapareció con Marta. La neblina de la borrachera se disipó al instante cuando, subiendo por unas oscuras escaleras al primer piso de aquella casa, reconoció los gemidos de Silvia Serrat, que maullaba como una gata extasiada detrás de una puerta que ni siquera estaba cerrada, en una de las habitaciones que nadie ocupaba, destinada a hacer de trastero. Javier Morant empujó con cuidado aquella puerta y entró sigilosamente. Estaba muy oscuro; pero pudo distinguir la silueta de las dos chicas, semidesnudas y de pie, pues la cama estaba llena de maletas y trastos. Javier Morant se sentó en el suelo, buscando el amparo de la oscuridad, para mirarlas sin ser descubierto. Ellas no se dieron cuenta de que él había entrado o no hicieron ningún gesto que lo indicara. Marta abrazaba a Silvia Serrat por la espalda y con una mano le acariciaba la entrepierna. Al principio, Javier Morant se excitó un poco. Pero, al poco rato, no lo pudo resistir y salió de la habitación, lo más silenciosamente que pudo. Nunca lo han hablado. Después de aquella nochevieja se reconciliaron. Marta sigue siendo la mejor amiga de Silvia Serrat. Comen o cenan juntas, generalmente a solas, aunque a veces con otras amigas, una o dos veces al mes. Javier Morant nunca ha dudado del amor de Silvia Serrat. Pero cada vez que ella queda con su amiga Marta en la memoria de Javier Morant se remueve todo aquello.

Para colmo, dos de los personajes de Marcel Proust viven una situación parecida. Charles Swann siente celos cuando descubre que su amada, Odette de Crécy, no solamente lo desprecia, sino que ha tenido sexo con mujeres. En el caso de Charles Swann, los celos se deben a las habladurías, que luego confirma despreocupadamente la propia Odette. Sin embargo, Marcel Proust describe con notable profundidad las dudas, la impotencia y la desesperación masculinas. La psicología masculina es tan simple que normalmente un hombre prefiere sentir celos por otro hombre, con el que puede compararse y justificar de ese modo la infidelidad de su amada. El sexo entre mujeres forma parte de una intimidad de la que el hombre se siente excluido. Como si una mujer con otra mujer pudiese llegar a un entendimiento mayor en cuanto a los mecanismos del placer. El hombre, frente al sexo lésbico, se manifiesta inseguro, rechazado. Hay una marginación del hombre en las lesbianas. Pero, si Silvia Serrat y su amiga Marta se aman, ¿por qué no están juntas? ¿Aquello fue solamente un juego entre ellas, algo esporádico o puntual, sin consecuencias? ¿Se ha repetido a lo largo de estos años en sus citas a solas?

Silvia Serrat siempre ha sido generosa con Javier Morant, en cuestiones de sexo. Hay tabús entre ellos, como es evidente. No obstante, ¿en qué medida, a lo largo del tiempo, en sus cada vez más breves encuentros sexuales el amor se desvanece, se está desvaneciendo? ¿Es o ha sido Marta la persona que Silvia Serrat verdaderamente ha amado?





jueves, 13 de diciembre de 2012

Quien ha jugado con fuego,
quien ha prometido el oro y el moro
ha perdido la senda, ha perdido los estribos y está
con la soga al cuello. No ha conseguido vivir como un rey.
Ha pasado más hambre que un perro. Le ha tocado.
Los años se le han echado encima, ha recibido
su castigo, las desgracias nunca vienen solas.
Ahora estampará su firma. Dará su conformidad.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Leo que el escritor checo Ladislav Klíma acabó alimentándose de gusanos y alcohol por despreciar las comidas tradicionales burguesas. Yo no conocía a este autor, la verdad. La anécdota me ha impactado.

Ya nadie hay que lea los símbolos de esa forma, digamos, radical. Ya no hay locos con prestigio, locos lúcidos (valga la contradicción); capaces de leer de esa forma radical la plaga burguesa.

Uno mira su alrededor y todo es basura burguesa. Empezando por las zapatillas (de marca conocida), los pantalones vaqueros (cuidadosamente desarreglados), el aspecto pulcro y minimalista de los focos del techo (que me permite leer las letritas del teclado), el propio teclado portátil, el aparato musical y los discos compactos (cientos, proliferando por toda la casa representando el puto gusto burgués que yo solito he aprendido a consumir) o el televisor ultraplano. La basura burguesa se ha colado en nuestra vida como una plaga, sigilósamente, de modo que ya todo la representa. El bonito diseño de mi teléfono o la marca de mi automóvil. Como parte de un plan. Una trampa.

La sensación agobiante de estar atrapado. Incapaz de despreciar todos estos elementos, al fin y al cabo, simbólicos, representativos de la basura burguesa que nos rodea. El temor, irracional, de que despreciar de manera radical todo este confort conduce a la locura. Al fin y al cabo, al tal Ladislav Klíma se le tacha de loco. Un tipo que comía gusanos y alcohol.


domingo, 9 de diciembre de 2012








Vuelven Godspeed You! Black Emperor. Para alguien como yo, que piensa que Johann Sebastian Bach es el mejor músico de la historia y que el rock es el lenguaje musical contemporáneo que mejor entiende; bandas como ésta resultan claves para, en cierto modo, ubicarse y orientar las preferencias, entre la pedantería de la tradición clásica, el elitismo de la música culta, imposible de eludir, y lo ritos contemporáneos en torno a la electricidad y las guitarras. El equivalente absolutamente culto resulta demasiado distante (Krzysztof Penderecki, Henryk Górecki). Al fin y al cabo, uno es el pobre idiota que es y escucha lo que ha aprendido a escuchar. Uno se adentra en los territorios en los que puede adentrarse y encuentra siempre un tope, una barrera, un límite: el criterio ya no puede estirarse más, no puede ser ya más divergente. El jazz, el blues, el rock, la clásica, la electrónica. Y ahí, pendiente de un hilo finísimo, a punto de hacerse insoportablemente grandilocuente, a punto de aburrir hasta a mi abuela, en cierto modo demasiado intelectualiazada, o con una afectación demasiado independiente, en el epicentro de una moda que ya ha pasado (post-rock), la música de grupos (colectivos, se llaman) como Jackie-O Motherfucker, The No-Neck Blues Band o éstos, Godspeed You! Black Emperor. En la incertidumbre de una época, ésta, tal vez de lo poco que uno cree que merece la pena perdurar.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

Ya no te sirvo, dice Silvia Serrat. Javier Morant se toca el vientre por debajo de la camiseta. Cada vez estoy más gordo, piensa. De modo que la afirmación de Silvia Serrat le pilla desprevenido. Pero improvisa una respuesta rápida; algo que contenga el torrente sentimental que parece a punto de desatarse. Eso lo tendré que decir yo, dice Javier Morant, dubitativo, sin tener del todo claro si debe o no sentirse culpable. Si ella pretende hacerle culpable de algo o se trata de uno de sus tradicionales embates. En efecto, cuando algo va mal, cuando el instinto femenino de ella detecta cualquier disonancia, suele desmarcarse, poniendo tierra de por medio. Ya no te sirvo, dice ella. Ya no te sirvo (la voz de ella resuena en la cabeza de Javier Morant, ¿por qué lo dice?, ¿a qué viene ese reproche?) Entonces Javier Morant recuerda algo de lo que hablaron hace días. Una de sus patosas quejas metafísicas, existencialistas, con la que él la martiriza a ella: Nuestra vida se está convirtiendo en algo funcional, sin alicientes, sin espontaneidad. En un primer momento, ella no entendía el concepto: ¿Vida funcional? ¿Mecánica? ¿Productiva? ¿Monótona? ¿Como un trabajo? Luego ella se dedicó a usar ese adjetivo irónicamente, burlándose de la inmadurez de él. Porque para ella se trata de eso: inmadurez, pocas ganas de hacer lo que hay que hacer, de ocuparse de las obligaciones, de sus compromisos. Lo hablaron veladamente, medio en broma. Hay algo que se pierde en el camino cuando todo lo que se realiza a lo largo del día se dedica a cubrir el expediente, a ocuparse de algo o de alguien porque se tiene que hacer. El tiempo ya no es de uno, para el propio regocijo. No hay momentos de recreo: todo se vuelve funcional, técnico, sin emociones. Ya no te sirvo, dice Silvia Serrat. Y al poco rato ahonda un poco más: Ya no me quieres, dice. Javier Morant, atónito, se rasca la barriga, surcando con las uñas las adiposidades, tratando de hacerse daño. ¿Por qué dices eso? ¿Por qué ahora? Porque lo noto, dice Silvia Serrat. Nuestra vida se ha vuelto aburrida y me haces culpable de ello. Y no tengo yo la culpa, dice Silvia Serrat; las cosas son así, nos hemos hecho mayores. Tú no soportas las responsabilidades; por eso ya no me quieres, porque yo para ti represento esta vida cargada de obligaciones. No las quieres, deseas quitarte ese peso de encima. No me quieres, en definitiva. Ya no te sirvo. No seas idiota, dice Javier Morant. La barriga empieza a dolerle en serio. Se ha estado rascando la misma zona durante un buen rato; se levanta la camiseta y mira la piel enrojecida, como si le sorprendiera. Claro que te quiero, Silvia, dice Javier Morant. No me tortures. No soy un tipo tan frívolo. No quiero divertirme, sin más. No podría ser feliz sin ti. Pronuncia esto y se siente ridículo. Se levanta, se va a la cocina, coge una botella de zumo y un vaso, regresa al salón, donde le aguarda Silvia Serrat, se sienta de nuevo junto a ella, se sirve un poco de zumo y bebe. Está frío, dice. Ella calla.

Por la noche, cenan. Domingo vomita. Ya ha cogido el virus, dice Silvia Serrat. Tiene fiebre. Lo acuestan. Se sientan frente al televisor. Un concurso en el que unas chicas tratan de conquistar a un chico al que llaman tronista. Una de las chicas se mete en un yacuzzi con el tronista, ambos en ropa interior. Se besan. Ella se monta sobre el tronista. Se frotan, gimen. Luego comentan su cita, por separado, hablando a la cámara como si la cámara fuese un amigo íntimo de él y de ella. No dicen gran cosa: Me lo he pasado bien, He estado a gusto, Ella es mi favorita, No me importa lo que piensen las demás... Silvia Serrat se va a dormir. Estoy cansada, dice, la semana ha sido dura. Su jefe la tortura. Tiene que rendir al máximo si quiere conservar al puesto de trabajo. La crisis. Se besan. Mañana haremos algo, se dicen los dos casi al unísono. Javier Morant se queda viendo la tele. Al poco rato se levanta. Se dirige al estudio, a por uno de los cigarritos de marihuana que guarda en uno de los cajones de la librería. A medio camino cambia el rumbo y entra en la habitación, donde ella dormita con su libro de Hanif Kureishi entre las manos. Tiene los ojos prácticamente cerrados. Al verlo entrar alza la vista y le sonríe. Javier Morant la acaricia. Coje el libro y lo deposita en el suelo. Se acuclilla, junto a ella. Me duele que pienses que no te quiero, dice Javier Morant. No me hagas caso, dice ella, mañana estaré mejor. Ok, haremos algo, podemos dejar al niño con mis padres. Luego, Javier Morant va a por el porro. Los porros los fabrica ella. Se los deja en una cajita, en el interior de un cajón en el que suele haber decenas de bolígrafos y material de oficina. Javier Morant se lo fuma en soledad, sintiéndose solo y dolorido. Cambia el canal del televisor. Un concurso de cantantes. Una vieja película de Hal Hartley. Baja el volumen al máximo; hasta hacer casi inaudible el sonido del televisor. Coge el grueso tomo de Marcel Proust. Lee un par de páginas. Lo deja. Va a la cocina y se toma un Myolastan. Vuelve al salón. Esta vez coge un libro de Bret Easton Ellis que acaba de empezar, Lunar Park. Lee un par de capítulos. Se mete en internet. Rebusca en las webs pornográficas. Una pareja se ha grabado haciendo el amor. Plano fijo. Impostan poco, parecen naturales. Se les nota torpes. Eso excita a Javier Morant. Ella mira de vez en cuando el objetivo de la cámara, coqueta. De pronto, un movimiento brusco provoca que la imagen se tambalee. La cámara cae al suelo. Fundido en negro. Hora de irse a dormir.







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