lunes, 4 de enero de 2016




La novela del diecinueve es insuperable. Se trata de una conclusión a la que he llegado, una certeza un poco estúpida. Soy capaz de asumir pocas certezas. La novela del diecinueve es insuperable, como la pintura barroca, como la música barroca. Me refiero a la gran novela del diecinueve, la novela francesa, Balzac, Zola, Flaubert; y la gran novela rusa, Tolstoi, Turgueniev. Su modelo es insuperable. En aquella época, como en ninguna, existe una conexión del escritor con su público y existe una maquinaria de prestigio del escritor, no tanto como intelectual distanciado de su público sino como generador de imágenes, como generador de imágenes con una influencia real en la gente. Los grandes proyectos literarios del diecinueve: las novelas de Los Rougon-Macquart, de Zola, o el ciclo de La comedia humana, de Balzac, no tienen parangón; así como las grandes novelas de Tolstoi. El modelo naturalista adquiere aquí su expresión máxima. Aquellas obras literarias son los mayores intentos de representar objetivamente el mundo.

Unas cuantas décadas después, Marcel Proust se adentrará en los complicados recovecos de la subjetividad, dando paso al proceloso mundo de la modernidad vanguardista. Y ya nada nunca volverá a ser igual. Aquellos intentos mayestáticos de contar el mundo desde el punto de vista del realismo quedarán como cosas del pasado, superadas, antiguas. El subjetivismo a partir de las vanguardias adquirirá mil formas, todas ellas equidistantes de aquel modelo francés, o ruso, o anglosajón (Dickens) del diecinuve.

En el mundo de las artes ahora lo normal es colocarse la etiqueta de lo experimental. A menudo, con una ridícula gratuidad. Esta es una tradición que viene de los tiempos vanguardistas. Sin tener demasiado en cuenta que muchos de los presupuestos vanguardistas sobreviven desvirtuados, formando parte del marketing de la figura del escritor como artista, más que como producto de ninguna clase de investigación fundamentada en la creación de algo con un mínimo de solidez.

A menudo se opta por mimetizar el pasado. Es una opción confortable, dada la falta de referentes reales o actuales. El arte de la novela se disgrega, se pierde, se poetiza, se puebla de referencias pop, se fragmenta, se banaliza, se tritura, se aliña, trufado de sus múltiples géneros, se cita, se cita otra vez, se disfraza de una cosa sincera y personal, se parodia cualquier clase de sinceridad, se instala en la realidad más inmediata, de pronto, se vuelve metafísica y parece apuntar a lo eterno, se permite burlarse de sus viejas leyendas, de sus mitos culturales, desprecia su propia tradición, luego la recupera. Yo qué sé. Cualquier cosa. Hay tantas formas de mestizaje como escritores; y todas ellas son, a priori, válidas.

En este maremágnum es fácil perderse. Y necesitar aferrarse a la solidez de algunos referentes pretéritos. Y caer en afirmaciones maximalistas como la que yo acabo de pronunciar ("la novela del diecinueve es insuperable").

Jonathan Franzen hizo un recorrido por la novela postmoderna en sus inicios como escritor. Parecía que iba a ser el próximo Don DeLillo. Pero ha acabado haciendo un viraje hacia las fórmulas del pasado. Se le tilda de comercial; sobre todo, por el lado de ese sector partidario de ese otro modelo, esa otra tradición que subraya lo fragmentario por experimental. Franzen dice que no quiere seguir triturando el engranaje de sus novelas porque quiere recuperar la atención de la gente. Franzen parece haber renunciado a hacer algo nuevo en favor de volver a hacer algo suficientemente bueno. Lo nuevo se sacrifica por lo bueno, por recuperar la calidad del pasado. Franzen ha renunciado a DeLillo por Tolstoi. Su viraje es entendible, en cierto modo. Lo postmoderno, a estas alturas, ha mutado ya de muy diversas maneras, a cuál más banal. Palahniuk, Lethem, Sedaris... La nueva postmodernidad multiplica la munición de fogueo, resulta cada vez más artificiosa manejando la caligrafía de la cultura pop, lejos de la problemática real de la gente. En este contexto, cobra sentido el viraje de Jonathan Franzen hacia la tradición decimonónica. No creo que sea más comercial que las cosas de Lethem o Palahniuk. Todo lo contrario; teniendo en cuenta que está perdiendo el favor de un sector de la crítica. Y que, probablemente, con sus interminables sagas familiares (al estilo de los Zola, Balzac o Tolstoi) aburre a gran parte de los que todavía leen novelas, sobre todo los más jóvenes (ávidos de encontrar referencias pop).

Yo creo que Franzen ha optado por encontrar una mayor efectividad, a la hora de retratar el pulso vital de la gente (más que vender más libros). Otros postmodernos pretenden capturar el tropel tecnológico; como si se tratase de un lenguaje que se hibrida con nosotros y nos acompaña ya de forma ineludible. A mi modo de ver, Franzen ha querido escapar de esta esquizofrenia. Como quien opta por una nueva vida en el campo, sin ordenadores ni teléfonos móviles.

Karl Ove Knausgård ha preferido mimetizar a aquel premoderno llamado Marcel Proust, que sirvió de nexo de la literatura del diecinueve con la modernidad vanguardista. El autor noruego se arma de carácter y nos ofrece una nueva lectura de la vida de un hombre. La vida de un hombre (cualquiera, él mismo) plagada de detalles hasta la extenuación. Ya no se trata de un decadente dandi francés, melifluo y homosexual; sino de un atractivo viquingo heterosexual, de aspecto indiroquero y padre de familia. En ambos, sin embargo, la vergüenza queda insertada en los pormenores de lo ordinario, amplificado hasta desfigurarse, hasta lo torcido.

Ni Franzen ni Knausgård superarán nunca a sus modelos, como es evidente. Resultan demasiado miméticos. Son como aquella reinterpretación de Bach que hicieron los músicos minimalistas (Philip Glass a la cabeza); o como la relectura de los Beatles y los Kinks que hicieran grupos de los noventa como Oasis o Blur. Nada nuevo, pero suficientemente bueno.


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