sábado, 27 de julio de 2013




A quién podría beneficiar una gran tragedia.
Las autoridades eclesiásticas sacan pecho.
Pretenden saber de los muertos; adónde
van a ir sus almas y cómo descansar
por los siglos de los siglos.
La iglesia vive normalmente
en un cómodo segundo plano.
No le interesan las penurias cotidianas.
Le importan poco el paro y los deshaucios;
siempre que no haya abortos
y los homosexuales no puedan adoptar.
De súbito, la iglesia cobra protagonismo
en las grandes tragedias;
de un modo, digamos, grandilocuente.
Las grandes catástrofes le dan la razón.
Su reino no es de este mundo.
No somos nada y esas cosas.

El político agradece convocar
unos minutos de silencio
en honor a las víctimas.
El tipo aparece siempre en primer término
y, por un momento, debe pensar que
la gente olvida
que fue fotografiado en un yate,
de vacaciones, junto a un mafioso,
o que su propio partido se financia
de manera ilegal,
siguiendo métodos propios
de las mafias.
No habrá contrataciones sin soborno.
Toda la mierda del político parece barrerse
en ese minuto de silencio.
Silencio institucional.
A lo mejor se cree que ya no
va a tener que dar explicaciones.
Una tragedia llega como la brisa fresca.
El político cree renovada su dignidad
en ese silencio convocado.

La más alta nobleza,
los príncipes de España,
desde la atalaya de sus inauditos privilegios,
descienden para saludar a los familiares de los fallecidos.
A fin de cuentas, la utilidad de ellos
se reduce a esto: saludar.
Felicitar unas veces, dar el pésame otras.
Junto a las autoridades eclesiásticas,
la más alta nobleza adquiere una clase de profundidad
en las grandes tragedias
que normalmente no se le atribuye.
Traje oscuro y un aire solemne
y, hala, a pasear el palmito.

Los empresarios de las funerarias,
auténticos parásitos de nuestra condición mortal,
harán el agosto vendiendo cajitas de madera a precio de oro.

Los atletas dedicarán sus gestas deportivas
a los damnificados. Como con importancia.
Creerán, tal vez, que alcanzan un estatus de eternidad.

martes, 23 de julio de 2013




Serías perfecto en soledad.
En soledad serías perfecto,
sencillamente perfecto,
por delante y por detrás.
Serías, cómo decirlo,
como entre la hierba un mirlo.
Serías mucho más,
mucho, mucho más...

Como una rosa intacta,
como una idea abstracta,
como una cifra exacta...
Serías, tú y tu voluntad,
como una luna llena,
como una honda pena...
Sencillamente perfecto;
lejos de no importa qué ciudad.

Pero tienes un defecto
que abre en ti un abismo:
no puedes ni aguantar a los demás,
ni te aguantas tú a ti mismo.

Oh, los demás...
La humanidad entera,
cada propia esfera,
el círculo social,
la relación humana,
la gente en torno a la manzana,
el trato y el deseo...
La maldita inteligencia emocional.

La escalera, el vecindario...
Cada encuentro diario,
el espejo imaginario,
la comunidad.
La familia... la familia y la pareja:
nada tanto en el mundo al infierno se asemeja,
ni nada lo vale más.
Perfecto, en soledad.

sábado, 20 de julio de 2013




Manuel Jabois ha escrito un libro que es como Mortal y rosa, pero al revés. Se titula Manu y es umbraliano en la intención. Pero Jabois, como dice, reprime el tono metafórico, le da pudor. No quiere que el resultado sea demasiado modernista. Le hubiese quedado muy anticuado.

Jabois escribe en El Mundo, creo, como Paco Umbral. Hasta aquí, el gallego se manifiesta como deudor del vallisoletano. Umbral escribió también sobre irse a Madrid.

Pero Mortal y rosa es un libro que celebra a un muerto. Al contrario, Manu celebra el nacimiento de un niño. Umbral se protege, se guarda de sí mismo y de la pena por medio del lenguaje. El lenguaje plegado, barroco. El lenguaje como impostura. Jabois, al contrario, escribe una prosa deslavazada, distendida; como no le hubiese gustado a Umbral seguramente. Jabois reprime al Umbral que lleva dentro: el lenguaje no es su defensa, su defensa es su actitud.

Umbral se pasó media vida celebrando a un muerto. Quizá por ello cultivó ese aspecto vampiresco que tenía. Como de muerto elegante, recién salido de su ataud y queriendo que alguien le clave la estaca, para descansar ya de una. Nada te ata a la vida si te la pasas celebrando a un muerto. Por mucho que uno quiera disimular.

El libro de Jabois es alegría pura. Porque Jabois no conoce otra cosa. Se parece a Melendi, Jabois. Tiene esa jeta de chico de barrio queriendo vender muchos discos. O libros.

El libro de Jabois no habla del miedo. Tal vez porque el libro acaba cuando nace el niño. Cuando nace el niño se instala el miedo. Pero habla Jabois de que un hijo te obliga a quedarte. Y yo estoy de acuerdo. El hijo te obliga a vivir con lo que sea.


martes, 16 de julio de 2013







Mercurio y Argos. Diego Velázquez, hacia 1659.

Cuando yo he ido al Museo del Prado (y espero seguir yendo), me he parado siempre frente a este cuadro de Velázquez. Recuerdo las primeras veces pues, en mi modernez, me sorprendía el hecho de que las figuras representadas estuvieran desdibujadas, como desenfocadas. Admirador de Gerhard Richter, establecí pronto una conexión Velázquez-Richter que, a decir verdad, ahora ya no veo de ninguna forma. Richter me parece, cada vez más, un pintor gélido, sistemático. Velázquez, por su parte, teniendo otras muchas cualidades, no encuentro en él la gelidez del germano.

Mercurio y Argos se dice que es uno de los últimos cuadros del pintor sevillano. Forma parte de una serie de cuatro, de formato igualmente alargado, pintados todos para decorar el llamado Salón de los Espejos del Real Alcázar de Madrid. Como todos sabemos, éstas y otras pinturas de Velázquez se perdieron cuando se incendió el Alcázar, en 1734. (Se dice que Las Meninas se salvó siendo arrojado el cuadro por una de las ventanas del edificio en llamas.) No he sido capaz de averiguar qué permitió que Mercurio y Argos se salvase del desastre. La suerte, el destino, lo que sea. De cualquier modo, este cuadro, tal y como lo podemos ver actualmente en el Prado, sufre una ampliación con respecto a sus medidas originales que data de finales del siglo XVIII, años después del incendio. No tengo claro el motivo de esta modificación. Al lienzo pintado por Velázquez se le añaden dos franjas de unos veinte o veinticinco centímetros de ancho en las partes superior e inferior. De modo que conserva su anchura original, dos metros y medio exactos, y sin embargo se aumenta su altura, redibujando lo añadido. No parece que el motivo sea que el cuadro sufriese daños causados por el citado incendio, pues como digo su altura original es muy inferior. Es probable que al ser trasladado no gustase tan alargado y quien fuera encargó su rediseño, más adecuado y convencional.

Yo he jugado a recortar una reproducción del cuadro que he encontrado en internet y, la verdad, tal vez prefiero el cuadro modificado, con las figuras menos asfixiadas por sus límites. De cualquier modo, me gusta pensar que el pintor se amoldó al formato, metiendo lo representado, como con calzador, en una estrecha franja de menos de un metro de alto. Esto prueba la enorme flexibilidad de Velázquez; menos dado a imponer su criterio de artista que otros y, por otro lado, aprovechando lo dificultoso del formato para construir una imagen lúgubre como pocas y eludiendo así la típica escenificación de esta fábula mitológica.

No se salvaron del incendio Apolo desuella a un sátiro, Psique y Cupido y Adonis y Venus. Por consiguiente, no puede saberse si la técnica imprecisa de Mercurio y Argos le sirvió al pintor para resolver, en exclusiva, este cuadro concreto o fue utilizada en toda la serie. O, quizá, no fue en realidad un simple recurso técnico, utilizado en un cuadro o en una serie, sino la forma con que el pintor hizo evolucionar su estilo. Hay casos, incluso anteriores, como el de Tiziano, en que el pintor maduro, físicamente envejecido y probablemente con defectos de visión, oscurece sus representaciones y suelta su estilo. Velázquez no era excesivamente viejo cuando pintó Mercurio y Argos; tendría a lo sumo cincuenta y nueve o sesenta años. Acababa de pintar Las hilanderas, una de sus cumbres. No obstante, le quedaban pocos meses de vida.

¿Cómo eran los cuadros perdidos? Uno siente una especie de nostalgia de esas tres imágenes nunca vistas. Fueron, como digo, otros tres cuadros de formato alargado, de temática perteneciente a la mitología clásica, como Mercurio y Argos. Presumiblemente, sólo un par de figuras en cada cuadro: Apolo y un sátiro, Psique y Cupido, Adonis y Venus. Busco en internet imágenes que hagan referencia a estos mitos. La ortodoxia los representa sumergidos en un paisaje natural, convenientemente centrados, en posturas que clarifican su significado. El barroquismo de Velázquez elude siempre estos convencionalismos. A la dificultad del formato suma otras dificultades: un punto de vista inesperado, unos tipos físicos nada adecuados, un momento de la acción descrita poco aclaratorio.

Velázquez fue conocedor de la mitología clásica. Al morir el pintor, se encontraron en su biblioteca personal (no muy extensa, al parecer) algunos volúmenes que así lo acreditan. Sin embargo, en ocasiones, Velázquez parece proceder en consonancia con su colega Pablo Rubens. En el sentido de que la escena previamente descrita por Rubens, ampulosa y ornamentalmente barroca, pero convencional en su punto de vista, es rediseñada por el pintor sevillano, alterando el ángulo desde el que se aprecia, vaciándola de aditamentos y usando como modelos tipos hoscos, mundanos, de carácter realista (en lugar de los vaporosos gorditos rubensianos). Sucede aquí, en Mercurio y Argos, si comparamos el cuadro de Velázquez con los anteriores de Rubens.

El pintor sevillano, como todos sabemos, fue el encargado de la decoración del Salón de los Espejos. Allí se colgaron cuadros de los más importantes pintores venecianos: Veronés, Tintoretto y el propio Tiziano, ocupando lugares destacados en la estancia. Al colgar cuatro pinturas de su mano, Velázquez, en cierto modo, se situó junto a sus maestros. Pero un pequeño detalle nos advierte del carácter huidizo de Velázquez. Sus cuatro alargadas pinturas ocupaban los espacios entre los ventanales, de manera que se veían a contraluz; es decir, apenas se veían. Desconozco si esta ubicación fue cosa del pintor-decorador o fue una imposición. En cualquier caso, resulta ilustrativa de lo esquivo de su personalidad.

En algún lugar he leído que la colocación del cuadro, para ser visto a contraluz, origina la peculiar técnica empleada en el acabado de Mercurio y Argos. Al ser un cuadro, digamos, en su ubicación original casi invisible, Velázquez se permitió liberar su estilo, difuminando los contornos y dejando algunas partes inacabadas. Es posible que sea así. En cualquier caso, al evidenciar la materia (de un modo inédito y muy audaz para la época), la pincelada cruda, sin modular, por el motivo que sea, el pintor abre una puerta que se comprenderá mucho después. Cuando, Manet a la cabeza, los pintores modernos empiecen a desmantelar este glorioso artificio que hemos llamado cuadro, arte, pintura, o lo que sea.

viernes, 12 de julio de 2013




Uno ha creído siempre que todos estos berrinches se deben a una mala toma de leche. Como dice mi mujer, al bebé le molestan los gases y debe eructar y tirarse los pedos que haga falta para dejar de llorar. Y tanto si llora.

Una explicación un tanto pueril que yo nunca he puesto en duda.

No obstante, y dada la insistencia del infante en mostrarse así de histérico, se lo pregunté a la pediatra: Qué son, en realidad, esos cólicos.

No lo sabemos a ciencia cierta, me dijo la doctora. Se cree que forman parte del proceso adaptativo del orgamismo ante el hecho de tener que ingerir alimento.

Me dejó un tanto meditabundo.

De modo que esa novedad le duele, esa brusquedad en la entrada a la vida. Acaso el resto, todas las histerias que vendrán, todas las fracturas futuras, sean solamente una prolongación de ésta.

miércoles, 10 de julio de 2013




Adoro a Roger Wolfe.
Su pose de escritor maldito,
de extranjero, en todos los sentidos de la palabra.
Como de otra época. Casi como un lugarteniente
en una nave comandada por Iribarren.

Poemas
como pequeñas historias.
Chistes amargos.

Lo que no soporto es esa bobada
de la "escritura total".
Es tarde ya en la noche
y la playa está desierta.
Rompe el mar
sobre las rocas.
Un aire cálido,
espeso de salitre
y de recuerdos,
me baña la cabeza.
Cierro los ojos.
Inhalo.
Me dejo llevar.
Y luego pienso,
como casi siempre
que me pasan estas cosas,
en Proust.
Pero no he leído
a Proust.
Qué importa.
La vida es bella.
Quién necesita
a Proust.



martes, 9 de julio de 2013




No pude ver el partido.
Flameante final, me dijeron.
Resultado rotundo.
Yo estaba en un cumple.
Le dije al camarero si había Canal Plus.
Andymurray, Andymurray. No.
No había. El cumple, bien.
Llegué a casa y me puse
Rojadirecta en el ordenador.
Y, oh, sorpresa: Andy Murray convertido
en un héroe nacional.
Un tipo escocés vitoreado en Inglaterra.
Andymurray, Andymurray. El tenista ciclotímico.
El tipo más talentoso del circuito.
El tenis más excelso.
Disminuido siempre en las grandes citas.
Poseído por la presión.
Las expectativas tenísticas de todo un país
pesando sobre sus espaldas. Su puta madre, lo que sea.

jueves, 4 de julio de 2013




El cine como espectáculo ha muerto. Voy a intentar razonarlo. Como lenguaje, probablemente, murió hace tiempo. A mi modo de ver el cine es un arte que ha sufrido una evolución histórica condensada en unas pocas décadas. Es decir, lo que en otras artes fue cosa de siglos, en el caso del cine sucedió en unos pocos años. Tal vez se deba a la técnica, ligada irresolublemente al cine; o al siglo en el que se desarrolla, vertiginoso en todos sus asuntos. En cualquier caso, y conste que no tengo ni idea de lo que estoy tratando de explicar, el cine vive una época arcaica, luego una clásica, luego una barroca y luego una moderna o vanguardista, en cuestión de cincuenta o sesenta años. Luego, el cine muere de vanguardismo puro, como sucede con las otras artes: muere de pura autorreferencialidad. Un lenguaje muere, a mi modo de ver, cuando se hace evidente, cuando se autoanaliza; entonces deja de ser un instrumento comunicativo y se convierte en un objeto en sí mismo. Y ahí se acaba, fenece, expira, la diña. Toda modernidad, toda vanguardia, es el principio del fin del lenguaje. La vanguardia es, en definitiva, la disección de un lenguaje, su autoanálisis. Cuando un forense disecciona un cuerpo, lo destruye: el resultado de su análisis ya no es el cuerpo mismo, sino una abstracción.

Pero no es del lenguaje del cine de lo que quiero hablar, sino de su, digamos, función social. Muerto un lenguaje, sobrevive su práctica. Pasa con la pintura, por ejemplo, o con la literatura. También con el cine. La pintura ha sobrevivido a su acabamiento convirtiéndose en un simple objeto especulativo. El cine ha sobrevivido como espectáculo. Ya, ni eso.

Llego a esta conclusión, probablemente desmesurada, por lo que vengo observando en mis alumnos. No ven cine, no les interesa. Tradicionalmente, al acabar el curso, en la semana dedicada a las evaluaciones, cuando ya todo se ha hecho, dedico las últimas horas a entretener a los alumnos poniendo películas. Esto ha ido evolucionando de la siguiente manera: hace años yo conseguía hacerles ver películas clásicas, de aventuras o de vaqueros, o de cine negro, y conseguía entretenerles (inclusive, algunos me lo agradecían); luego, esto pasó a ser imposible: la peli de turno debía ser reciente, pues de lo contrario no la aceptaban, se ponían violentos, incluso... de modo que recurrí, para no contradecirme mucho, al cine comercial que yo considero aceptable o bueno (Clint Eastwood, Michael Mann, Tim Burton, esas cosas), consiguiendo, de nuevo, capturar su atención... y yo orgulloso de verles absortos mirando la pantalla, entusiasmados a veces, sorprendidos, comentando lo que acababan de ver. Pues bien; ya llevo dos o tres años que me ha sido imposible: no quieren ver películas. Ninguna película. Prefieren entretenerse viendo vídeos en YouTube. Este fin de curso yo he accedido: Bueno, vale, vamos a ver vídeos de YouTube. Lo que les gusta a mis alumnos, con lo que se entretienen, son bromas, chistes, realizados por tipos particulares (curiosamente afamados entre mis alumnos) que se graban a sí mismos soltando sandeces. A mis alumnos les hacen mucha gracia; y no solamente a mis alumnos, pues algunos de esos tipos tienen registros de visitas astronómicos. Alguno de mis alumnos me ha llegado a decir que es "adicto" a esa clase de cosas, que se pasa las tardes viendo esas grabaciones caseras. Al fin y al cabo, el equivalente cinematográfico a los blogs literarios. La cultura, tal y como algunos la hemos entendido, perdiendo adeptos.

Yo vivo cerca de unos conocidos cines de la ciudad. Y vivo aquí por la afición de mi mujer a esa clase de cine llamado "de culto", que suele exhibirse en esas salas. De hecho, nuestra primera cita fue para ver una de esas películas. Pues bien; recuerdo que cuando yo era estudiante universitario esas salas de cine "de culto" sobrevivían gracias a un público relativamente joven, generalmente universitario, enteradillos, modernetes, fans de algunos de los directores independientes de la época. No obstante, ahora ya nadie asiste a las proyecciones de esas salas, excepto grupos de ancianos, hordas de ancianos. La entrada es muy cara y, probablemente, los jubilados pagan un precio reducido. Ha desaparecido el culto, tal vez. Internet, las descargas, lo que sea. El cine no es solamente una grabación: es a su vez un dispositivo. Un ritual. Desaparecido el culto, muerto el ritual, ya poco nos queda de la práctica del cine. Habrá que indagar en YouTube. Aunque, yo, por ahora, al menos, me niego.

miércoles, 3 de julio de 2013





No hacer frases, no hablar.
No formular sino lo estricto,
que viene a ser en suma nada.
Creo en la virtud de la desgana.

No forjar sueños. No leer,
sino quemar quinientos libros,
si bien que dos junto a la almohada.
Creo en la virtud de la desgana

No buscar formas de novedad;
muy al contrario, huir de ellas,
y amar la faz acostumbrada.
Creo en la virtud de la desgana.

No doblegarse a la tentación
de crear obra en pos del arte,
sino dejar secar esa fontana.
Creo en la virtud de la desgana.

Y mirar la vida sin interés,
como quien ve pasar las nubes
tras el cristal de una ventana.
Creo en la virtud de la desgana.

La desgana:
esa rara y noble flor de lis,
o si se quiere,
esa amapola impávida entre la nieve.

La desgana:
esa flor que adorna el despertar,
renovada
junto a la prensa y el café,
sobre el mantel,
cada mañana.

Como el beato cree en su devoción.
Como el fauno en su pasión privada.

Creo en la virtud
de la desgana.
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