martes, 27 de octubre de 2015




Mi relación con las obras maestras es cada vez más difusa, indeterminada. No logro concretar las obras maestras; no sé hacerlas mías. Me enfrento a ellas como quien se aproxima a un paisaje helado, sin vida.

Esta es una relación recurrente. Y un empeño que, sin remediarlo, me está costando la vida. En efecto. Quiero, quisiera, aproximarme a todas las obras maestras; a todos esos lugares de los que se dice que son hitos de la historia, con mayúscula. Pero no tengo tiempo, simplemente. Y, por otra parte, cada vez soy más consciente de ello, ni siquiera me siento capaz de aprehenderlas; de extraer de ellas todo lo buenamente extraíble. Con lo cual, tengo la sensación, terrible, ya lo he dicho, de estar perdiendo el tiempo.

Mis escasos ratos libres los empleo tratando de discernir algo de lo que supuestos genios quisieron legarnos; como si sus axiomas fuesen eternos, metafísicamente eternos.

Así, tardé varios años en deambular aburridamente por la gran obra maestra de Julio Cortázar, Rayuela. Aburridamente maravillado de cómo se puede prologar un discurso que circula encriptado en el subconsciente de quien lo escribe; en esa oscuridad moderna de antes que llamaron "surrealismo". Preguntándome a veces por qué soy capaz de perder el tiempo en esta obra literaria si no me permito ni medio minuto delante de una imagen de Wifredo Lam, o Max Ernst, cuando estoy de visita en un museo.

Leí la primera parte y abandoné el libro, perplejo. Meses después acometí la parte ambientada en sudamérica y volví a dejarlo. No hace mucho, me puse a leer la tercera parte, la que el mismo autor califica como "prescindible" y, curiosamente, me enganchó mucho más que las dos primeras. Por qué. Pues porque las dos primeras, como digo, se preocupan por describir el ambiente abigarrado y melancólico del subconsciente. Son sendos paisajes literarios; con ese discurso hermético de la modernidad que no ofrece gran cosa, que es tacaño con el lector, no invita a nada, no explica nada. Similar a la abstracción.

La tercera parte, al contrario, es un ensayo abierto con constantes referencias a las dos primeras, a menudo explicativo. Cierra y da coherencia al libro. Funciona como un contrapunto postmoderno; como metaliteratura antes de que nadie hablara de la metaliteratura; como Velázquez pintándose a sí mismo en Las Meninas o Federico Fellini filmándose a sí mismo en Roma.

Más tarde Mario Levrero invirtió este orden en La novela luminosa: primero destripó y luego encriptó.

Me ha gustado reconciliarme con Rayuela. En este caso, al menos, guardar una cierta constancia, mantener el empeño, creo que ha merecido la pena.

domingo, 25 de octubre de 2015

(Cuatro o cinco kilómetros)


Me calcé mis viejas New Balance. Tienen casi veinte años. Son de las antiguas, cuando aún no había molduras en las suelas: un trozo de goma de una dureza en la parte del empeine y más blanda en el talón. Las viejas New Balance eran rojo granate, pero están ya muy descoloridas. La tela tiene rotos por todas partes. Mi padre y mi hermano, que calzan igual que yo, las han cogido algunas veces para hacer jardín o para ir al campo. Les he dicho que no las cojan, que son mis zapatillas favoritas de correr, pero no hay manera. Con el tiempo la suela se ha endurecido, con lo que no debe ser muy bueno correr con ellas por el asfalto. Hay ocasiones en que la rodilla cruje. Dejé las llaves escondidas cerca de la puerta y salí a la calle. No calenté, empecé lento.

Está nublado. Alguna que otra gota aterriza en la calva. Hace calor, pero me he puesto pantalón largo. Me hace parecer lento. No hay nadie. Olor a humedad. El cansancio de la semana. Todo pesa un poco. Intento entrar en ese estado en el que no se piensa en nada concreto. La imaginación circula libre alrededor del paisaje. Disfruto una especie de estado de semiinconsciencia.

En un principio, algo tan sencillo como correr no se recuerda. Lo más sencillo se vuelve complicado: los manuales de atletismo hablan de que, al bracear, el dedo pulgar descanse sobre el índice, el brazo oscile formando noventa grados con el antebrazo, el tronco se desplace vertical, ligeramente inclinado hacia delante y el pie haga un recorrido del talón al empeine amortiguado por el movimiento de flexión de la rodilla. Hay corredores con personalidad que extienden los brazos casi rectos, haciendo el movimiento incómodo y tenso. Yo apenas consigo la fórmula de los noventa grados y avanzo con las manos demasiado elevadas y el puño casi cerrado. He visto corredores que prácticamente andan y he visto corredores saltarines. Me olvido. Apenas me fijo en el paisaje. Ya casi me lo sé de memoria. Hay cuestas bastante difíciles. En las cuestas hay que inclinar más el cuerpo hacia delante, imprimir más fuerza en el balanceo de los brazos, al final, como si se esquiara, y avanzar sobre la punta de los pies. Tiene cierta lógica. Alguien llega a lo lejos. Un tipo corre con su perro. Es un tipo grande que avanza a grandes zancadas, haciendo mucho ruido sobre el pavimento, chas, chas. Si haces ruido estás corriendo mal, no estás amortiguando bien el golpe del pie con la flexión de la rodilla y las articulaciones sufren. Chas, chas. Lleva un Dóberman cogido con una correa. Conozco de vista a este tipo. Es grande y fuerte, pero como el perro se lance a por mí no sé si va a poder detenerlo. Cuando se acerca, procuro parecer amistoso. Le saludo efusivamente. Estas cosas los perros las notan. Creo que el tipo es policia o algo así, puede que guardia-jurado. Ha contestado a mi saludo con un movimiento seco de cabeza. Avanza jadeando, claro. Pronto me alejo.

Si te disfrazas de atleta has de estar muy en forma. Si no, con una camiseta de algodón basta. Ya estoy lejos de casa; como se ponga a llover ahora voy a llegar empapado. El pueblo se ve pequeño. Hay una cierta inocencia en las panorámicas del pueblo. Con la de mezquindades y envidias que allí se esconden. Me cruzo con Margarita. La conocía antes. Ahora sólo nos saludamos. Va paseando a su pequeño perrito. Me cae bien. Era una tía bastante humilde que se ha casado con un planchista y se dedica a coleccionar coches. Creo que ni siquiera trabaja. El marido la trata como una reina. Va por ahí con su descapotable y su perrito. Se ha operado las tetas; de manera que casi le cuelgan de la clavícula. Margarita hace aerobic y pasea su perro, eso es todo. Margarita conserva una cierta pobreza en la mirada.

Las cuestas, de bajada, siempre son delicadas. Ahí vienen las lesiones importantes. El cuerpo ha de colgar casi completamente vertical y la flexión de las piernas ha de jugar para amortiguar bien el golpe.

Cuando llego a casa, me siento en un escalón. Justo entonces empieza a llover. El primer impulso es de levantarme. Pero me quedo sentado en el escalón. Grandes gotas de lluvia aterrizan en la ropa, cabeza, brazos y piernas.

Yo me quedo un rato mirando la piscina de agua sucia. Una vecina riñe a su hijo. Nubes negras. Hace calor. El agua de lluvia proporciona una sensación agradable. Noto punzadas de frío. No sé si lanzarme a la piscina o irme a la ducha. Me desnudo. Mi polla imita el tamaño y la forma de un cacahuete. No hay agua caliente. Buaaahhh...

martes, 13 de octubre de 2015




Las tonadas de John Martyn parecen disolverse, adoptar diversas formas. Son canciones elásticas, que imitan sin demasiada fidelidad cualquier cosa. Tal vez por ese motivo no tuvieron nunca demasiado éxito. John Martyn posiblemente jugaba a no ser nadie; a no reafirmarse. Jugaba posiblemente a camuflarse, a construir canciones que se volvían acuosas, y se adaptaban a casi cualquier cosa.

En ese sentido John Martyn debería ser considerado el mejor cantante de la historia, el más completo, el que se metió con sus tonadas en casi cualquier sitio. Al fin y al cabo, eso mismo se dice del pintor Picasso, para subrayar su importancia; que con su pintura lo imitó todo, lo hizo todo, fue todo. ¿Por qué no decir lo mismo de John Martyn?

John Martyn no tenía la cualidad proteica de Picasso. Picasso no era precisamente elástico. Todas sus soluciones plásticas eran decisivas, concretas, fruto de una gran determinación.

No es fácil hablar de John Martyn. No resulta fácilmente definible.

John Martyn no fue un maldito al uso. Como maldito probablemente no hubiese tolerado nunca su amistad con Phil Collins. John Martyn buscó el éxito en los años ochenta con una serie de discos sobreproducidos, llenos de canciones mediocres, aunque con el sello inconfundible de su voz temblorosa y gutural.

John Martyn cantaba con un lamento tenue, nada airado, pero tampoco tímido. John Martyn tenía algo de su también amigo Nick Drake. Aunque Drake era mucho más etéreo. John Martyn, como digo, oscilaba, oscilaba siempre, entre una y otra cosa. Entre Nick Drake y Phil Collins.

Supo perderse, desintegrarse. Y de ese modo, perdido, disperso, rubricó un disco genial, titulado One World. Un disco que es el más acuoso de todos. Empezando por su famosa portada, que representa una gran ola en espiral que parece tragárselo todo.

sábado, 3 de octubre de 2015

(Acuérdate)


En esta habitación murió Almudena. Ahora están pintando las paredes. Al pintar, desaparece el olor que impregnaba las paredes. ¿Es entonces allí, en las paredes, donde se guarda nuestro olor cuando ya no estamos? Pintor, sea usted considerado, que está deshaciéndose de su última esencia. Entro. Aspiro un poco para memorizar el olor de ella. Recuerdo el día de su muerte. Su cuerpo temblando. Su frágil silueta, respirando con gran dificultad. La imagino mirándome y diciendo: Acuérdate.
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