miércoles, 31 de enero de 2018







Sargent no es Corot. Sargent no es Degas. No es Velázquez. Tampoco Manet. Sargent no es, ni siquiera Pinazo. En algún lugar lo he visto comparado con Sorolla. Yo no lo veo. Sorolla es un pintor mucho más local que Sargent, dicho en sentido peyorativo. Sorolla es un folclorista que vendía una habilidad con los pinceles que, eso sí, estaría a la altura de la habilidad de Sargent. Yo a Sargent lo veo más parecido a Ramón Casas, si es que hay que compararlo con algún pintor español.

Sargent es un buen representante de algo que podríamos llamar el canon de la imagen occidental. Da igual que hablemos de fotos o dibujos o pinturas. Hay un canon naturalista, funcional, que todavía nos sirve, fuera de las innovaciones formales del arte.

En ese sentido, Sargent parece que se hubiera propuesto, digamos, vivir dibujando. Como quien hace fotos. Una vez alcanzado cierto criterio estilístico, una vez asumidos sus recursos dibujísticos, Sargent siempre lo hizo igual. Varió mucho sus motivos; sin embargo, formal y conceptualmente siempre hizo lo mismo. Una imagen cercana a Velázquez o a Manet, cercana a Casas o a Degas, o a Corot. Menos singular que la de todos estos; pero igualmente efectiva y tan degustable como la de sus precedentes.

Fue un pintor viajero. Se movía mucho por el mundo y tuvo una vida mucho más moderna que lo que fue su arte. En cierto sentido y por lo prolífico que fue, podría considerarse una especie de reportero, con amplias series dedicadas a los diversos lugares que visitaba. Al mismo tiempo que se ganaba la vida con solvencia realizando correctísimos retratos; como un fotógrafo cualquiera.

Una vez las formas modernas se han vuelto retro, definitivamente de un tiempo remoto, el clasicismo de Sargent emerge con una autoridad nueva.


martes, 23 de enero de 2018

1427. Me temo que no nos está llenando nada.
1428. ¿Podrías ser un poco más concreto?
1429. Poco que ver, en esta época.
1430. Aquí no se oye nada.






Hablando con un vecino en un parque, mientras los niños destrozaban sus patinentes. El vecino me decía que nunca le dará su voto a un partido como Compromís porque no está de acuerdo con su política lingüística. En realidad el argumento no era tan elaborado: el vecino decía que la lengua que su hijo estudia en el colegio no es valenciano sino catalán. El vecino y yo hablábamos un valenciano de pueblo porque los dos somos de pueblo. De hecho, el vecino empezó a hablar conmigo en valenciano cuando averiguó que yo soy de pueblo. El valenciano nos proporcionaba una deliciosa intimidad, en una ambiente de capital en el que todo el mundo habla en castellano.

Entonces fue cuando el vecino se atrevió a confesarme sus prejuicios lingüísticos. Y a vomitarme todos esos argumentos que uno ha escuchado desde que se pretendió normalizar la lengua valenciana en las escuelas. Intenté explicarle que una cosa es la lengua coloquial y otra la norma lingüística. Pero empezaba a ponerme mala cara y desistí. Prefiero llevarme bien con mis vecinos. Al final le di la razón en el hecho de que yo nunca digo "ànec" para referirme a un pato, aún en valenciano suelo decir "pato" y no "ànec". Con eso le bastó: había ganado, su argumento era más fuerte y, por tanto, Compromís seguía sin merecer su voto.

Más tarde, en una comida con un conocido que milita en Podemos, volvió a salir el tema de los prejuicios en política. El podemita decía estar harto de los prejuicios entre correligionarios, incluso. Decía que esta clase de prejuicios está impidiendo, en efecto, que la izquierda en este país esté en condiciones de alcanzar un consenso más amplio y, por tanto, pueda conseguir la mayoría.

Me recordó un libro que estoy leyendo sobre el Doctor Atl, el famoso pintor revolucionario mexicano, y su obsesión por las grandes panorámicas. En esencia, el Doctor Atl era un romántico. Sin que su romanticismo le impidiera contribuir a la causa revolucionaria.


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