viernes, 31 de octubre de 2014













Treinta y uno de octubre

Comer garbanzos

Trocear una loncha de jamón cocido
Para que V se la coma con sus propias manos

Ver un partido de tenis por televisión

Tararear una canción de Leonard Cohen
Con la voz enronquecida, a causa de un catarro

Meter las manos
En los bolsillos del pantalón

jueves, 30 de octubre de 2014




Como el náufrago metódico que contase las olas
que faltan para morir,
y las contase, y las volviese a contar, para evitar
errores, hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño
y le besa y le cubre la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de
caballo de cartón en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.
Treinta de octubre

Escribir treinta de octubre

Las aulas vacías, limpias

Asistir a una reunión

Encontrarse con un excompañero

Dibujar garabatos en
Una libreta

lunes, 27 de octubre de 2014

Veintisiete de octubre

V dice algo ininteligible
Circula incansablemente por la casa
Lanza objetos según le parece

Pide agua
Eso sí se lo entiendo

Agua, agua, agua

domingo, 26 de octubre de 2014

Veintiséis de octubre

Una caja de cartón abierta

D escribiendo y dibujando, rodeado de
lápices, rotuladores y ceras de colores

Recuperar el contacto con un viejo amigo

Quedarse en casa

Tararear una canción

jueves, 23 de octubre de 2014




Yo me tomo un café. La textura del café me remite a la piel de la ballena, a sus órganos vitales y a lo pringoso de su grasa cuando uno cae atrapado en ella. La grasa es en efecto como barro pegajoso y maloliente. A menudo, cuando pasa un rato uno se da cuenta de que no hay nada que hacer, que ha de permanecer sí o sí en esta situación de manera indefinida, hasta que se cumpla la voluntad del animal. Se produce entonces una especie de relajamiento. Uno puede sentirse muy a gusto a pesar del horror de verse atrapado y ahogado en la grasa de la ballena. Uno extiende los brazos y acaricia a veces a los amigos cadáveres; que extienden sus extremidades buscando a su vez algo o a alguien. Regocijándonos todos en la propia grasa, tal vez alimentándonos de ella.

El café y la ballena son una misma cosa indisoluble. El café es como una puerta astral que permite ahogarse en la ballena, penetrarla; como por arte de magia. O como parte de un ritual desconocido y ancestral. (¿Habrá alguien en algún lugar del mundo practicando algún conjuro mágico que me afecte directamente a mí y me conduzca, por error, tal vez, al estómago del animal?)

Yo he pensado en mis dos hijos. En algún momento he pensado que imaginármelos sería como abrir otra puerta, de acceso a otra cosa. Una puerta de salida. Lo lamentable, como ya he mencionado varias veces, es que nada más entrar en el cuerpo de la ballena se produce una especie de efecto burbuja. Ya nada existe fuera de la ballena. Es decir, nada parece existir. Sino el propio aprisionamiento. Es decir, uno en esa situación ni siquiera se plantea que haya posibilidad de escapatoria. El encierro en el interior del cuerpo monstruoso tiene sentido en sí mismo. Ese monstruo da coherencia a las cosas. Cualquier forma de vida podría interpretarse precisamente por el hecho de verse en el interior de la ballena. Vivir la vida tiene sentido como modo de permanecer dentro; arropado por la grasa animal y circulando por los intestinos como si fuesen pasadizos secretos. Es decir, como si los intestinos de la ballena fuesen portadores de una verdad importante, algo propio y descifrable, verdadero. Algo descubrible en la piel, en la grasa y la carne.

Me he imaginado esta vez a mis hijos rubios, gorditos y sonrosados. En el interior de la ballena, como digo, soy incapaz de recordarlos según su aspecto auténtico. Por eso me veo obligado a imaginármelos. Cada vez yo imagino a mis hijos de una manera: a veces más pecosos; otras veces, con la piel muy lisa y blanca. O con los cabellos rizados. U otras veces lisos. Muy morenos o muy rubios. Da igual. Son ellos. Lo sé. De manera que siempre tengo esperanzas de atinar con el aspecto real de mis hijos. Al fin y al cabo, uno cree que existe alguna posibilidad, aunque sea remota, de que dentro del azar que supone imaginar de manera aleatoria sus rostros, sus ojitos, sus barbillas y sus cabecitas, esté percibiendo, aunque sea con la imaginación, sus verdaderos rostros. A veces pienso, inclusive, que debe haber alguna región del subconsciente que permanezca inalterada al introducirme en la ballena. Algo de mi memoria ha de quedar protegido y, tal vez, apelando a ese algo yo logre reproducir en el interior del animal monstruoso los verdaderos rostros de mis dos hijos. No puedo haberlos perdido completamente, ni siquiera en ese ambiente nefasto; ya que, y tal vez esto no lo he contado todavía, cuando yo salgo de la ballena los recupero de inmediato. Vuelvo a acordarme de ellos, vuelvo a comprender su realidad, como si nada.

Por ese motivo bebo el café con miedo. Y no sólo el café me tiene atemorizado. Cualquier otra cosa también. Cualquier acción, por inocua que parezca, puede catapultarme al interior de la ballena. Tal es el sentimiento de inseguridad que me produce casi cualquier cosa. Abrir una ventana, por ejemplo. O encender el ordenador. La pantalla oscura, palpitante, me absorbe en ocasiones de un modo hipnótico. Anula toda fuerza de voluntad. Y yo me dejo arrastrar hacia esa otra oscuridad. Del negro centelleante de la pantalla del ordenador, de ese negro frío, paso a la ceguera total de sentirme envuelto por la grasa animal de la ballena. Su oscuridad palpitante, cálida. Reconfortante a veces.
Veintitrés de octubre

Escribir veintitrés de octubre

Cumpleaños de D

A las siete de la mañana
Nos hemos ido a un hospital de urgencias

Feliz fiebre, le ha dicho el médico

El llanto de D

Recetas, farmacias de guardia

Con mucha prisa, para no llegar
Tarde al trabajo

miércoles, 22 de octubre de 2014

Según Thomas Pynchon, los sistemas de liberación e ilustración de la modernidad -el ferrocarril, Internet,etc.- se desmoronan sin cesar en la Prisión de Hierro Negro del encierro, el monopolio y la vigilancia del capitalismo. Vivimos en la frontera de ese desmoronamiento.



Mi mujer es un troll. Ella misma me lo ha confesado. El mes pasado se lo sugerí; se lo pregunté de manera indirecta. Le dije que hay un anónimo que me deja comentarios insidiosos desde hace algunos meses. Día tras día, a pesar de que yo los elimino diligentemente. Comencé a sospechar de ella cuando ese comentarista anónimo me decía las mismas cosas que mi mujer me había dicho anteriormente. Por ejemplo: mi troll me comparaba con escritores denostados en los círculos esnobistas en los que mi mujer y yo nos movemos, como Jack Kerouac o Charles Bukowski. Recuerdo un escrito que mi mujer mandó a una editorial en el que ella hablaba de un bloguero que le parecía detestable porque se creía Jack Kerouac e iba de profundo. En su momento, cuando leí ese escrito que ella misma me pasó para que le diese mi opinión, no entendí lo que parecía sugerir: que creerse Jack Kerouac equivaliese a ir de profundo. Pensé que aquel comentario escrito sobre ese bloguero pretencioso y ridículo podría referirse a mí. Pero como no había ninguna evidencia no le dije nada a mi mujer. En ocasiones, ella me ha dicho en tono elogioso que yo le parezco "una especie de Bukowski". Sobre todo cuando me he referido en alguno de mis escritos a mis borracheras, al igual que Bukowski. Mi troll ha utilizado esta misma referencia con un tono insidioso, despectivo. Resulta curioso: mi mujer transmutada en troll me dice lo mismo pero alterando el tono. Debo entender que como troll ella me dice lo que como amante y esposa es incapaz de decirme.

Cuando llegué a la conclusión de que era ella quien me estaba hablando bajo el disfraz de troll me dolí. Me empezó a fastidiar todo lo que ese troll me decía precisamente porque yo sabía que era ella quien me lo estaba diciendo. Dejé de leer esos comentarios insidiosos. Los borraba sin leerlos, por salud mental. ¿Cómo podía hablarme así precisamente ella, la persona que yo he elegido como compañera, a la que quiero, con la que convivo? ¿Por qué no es capaz de decirme las cosas a la cara y con el mismo todo despectivo que en los comentarios? ¿Me odia, en realidad, y no puede manifestarlo de otro modo? Desde luego, como es evidente, no le soy indiferente a mi mujer. Al comprobar los horarios en los que se hicieron los comentarios me doy cuenta de la enorme frecuencia con la que ella entraba en mi blog y me comentaba, casi cada día y, en ocasiones, de madrugada. ¡Inclusive, algún sábado a la una y media de la madrugada, cuando yo la creía dormida a mi lado!

Llegué a pensar, en un momento determinado, que mi mujer se había vuelto loca. ¿Por qué dejar comentarios en un blog en el que el administrador, tu propio marido, se niega a hacerlos públicos? ¿Por qué insistir en ese tono despectivo tan alejado de la cordialidad con la que nos solemos tratar? Solamente una loca puede hacer algo así. Lo racional es esperar respuesta, comprobar el daño que se ha causado.

Después de pensar que mi mujer se había vuelto loca, pasé a creer lo contrario. Su comportamiento probablemente le permitía compensar la excesiva amabilidad reinante en nuestra relación. Ella es de manera cotidiana, digamos, demasiado civilizada conmigo. Tal vez por ello ha necesitado ocultarse en esa máscara de troll, anónima, para mostrar lo contrario.

Mi mujer no sólo me insultaba llamándome Bukowski. También me despreciaba con un tono profundamente burlón diciendo que a mí me gusta el cine de Jim Jarmusch y Aki Kaurismäki. Para ella, en su versión troll, yo estoy encuadrado en lo que significa el cine de esos dos, sea lo que sea, y no alcanzo otra cosa. Según ella, soy blando por dentro aunque duro por fuera. En lo musical, es el grupo The Velvet Underground y John Cale lo que definitivamente va conmigo. Aunque creo que aquí ella debe estar equivocada, pues si alguna vez yo he mostrado interés por algún John Cale es por el cantante de blues J. J. Cale, que nada tuvo que ver con The Velvet Underground. Mi mujer también me permite que me identifique con Tom Waits; aunque aquí la conexión Waits-Bukowski es bastante evidente. ¿A quién me parezco?, me preguntó mi mujer una vez; y me mostró una foto que le había hecho una amiga en la que aparecía haciéndose la borracha, tirada en el portal de una casa. Te estoy imitando, me dijo.

Ella, o su alter ego indeterminado, insite en añadir una irritante "o" a mi nombre. De manera que, cuando se refiere a mí me llama Morando, y no Morand. Me molesta mucho, pues esa "o" aparentemente insignificante transforma el delicioso aroma afrancesado de mi nombre en un tufillo aflamencado, andaluz, español. Me hace sentir profundamente asqueado y ella lo sabe, por eso insite.

viernes, 17 de octubre de 2014

El nuevo sujeto postraumático es el que sobrevive pero es depojado de toda su identidad. Desde el enfermo de Alzheimer hasta la víctima de una tortura, una catástrofe natural o una crisis económica. El sujeto sobrevive pero como un muerto viviente, despojado de su sustancia vital. Yo lo tomo como un elemento positivo; para poder renacer uno debe pasar por ese punto de ser un muerto viviente. En cierto sentido el precio de la verdadera libertad es haber sido, en algún punto, un muerto viviente.





El mismo cine de Hollywood tiene también una idea muy aproximada de esa noción lacaniana de sujeto postraumático en la distinción que hace entre las dos ficciones de la vida más allá de la muerte. Hollywood distingue entre vampiros y zombies en una lucha ancestral: los vampiros pertenecen a la clase ilustrada, son inteligentes y sofisticados, pueden pasar inadvertidos; mientras que los zombies son los desclasados, caminan y se mueven con torpeza, nunca podrían pertenecer a nuestro mundo. Los zombies son precisamente los que mejor encarnan la noción del "muerto vivo".

martes, 14 de octubre de 2014

Catorce de octubre

Prepararle a D el almuerzo

Si no te lo comes te guardaré
Los cromos de los Invizimals
Durante, al menos lo que queda de semana

Hace frío, abrígalo
Dice S

Mirar a ambos lados

No pasa nadie, no pasa nada

lunes, 13 de octubre de 2014




Quiero que quede claro que yo no estoy en contra del verdadero budismo oriental. En realidad el problema es ese budismo occidental que parece haberse convertido en la principal opción espiritual de la gente educada de nuestra era. La inmensa mayoría de los jóvenes gerentes de las grandes firmas capitalistas se consideran budistas, practican meditación trascendental. Las dinámicas actuales son tan rápidas que los humanos ya no somos capaces de seguirles la pista, cognitivamente somos incapaces de saber en qué consite este nuevo mundo. El sentido budista permite la distancia que no permite la vida, hace que la gente pueda sobrevivir: no te tomes en serio la realidad, no es más que un juego de sombras. No creo en los que aseguran que el budismo es el camino apropiado para escapar de la locura occidental; todo lo contrario, con el budismo no se escapa, se funciona mejor, uno no se vuelve loco y se convierte en alguien más apropiado para vivir precisamente en una realidad capitalista.


viernes, 10 de octubre de 2014




Y es que lo único lineal de la vida es el tiempo, que discurre inexorable, pero los momentos se alborotan en las habitaciones de nuestra mente y salen a borbotones cuando se pulsa el interruptor adecuado.

http://bibliomaniasydesvarios.blogspot.com.es/2014/10/notas-de-cata-de-septiembre.html






Diez de octubre

Escribir diez de octubre

Un escalímetro de pizarra
Apoyado en una pared

Las ventanas abiertas

Un martillo aporreando algo

Un bote de plástico lleno
De lapiceros de colores

miércoles, 8 de octubre de 2014

Ocho de octubre

Escribir ocho de octubre

Rechazar la invitación a una boda

Un aparato de radio con forma cúbica
Tres pares de zapatos de mujer
Un teléfono móvil de juguete

Ruido de pasos en la calle

Una sirena de la policía
A lo lejos

lunes, 6 de octubre de 2014

Seis de octubre

Dar vueltas buscando aparcamiento

Llevar a V al médico o no llevarlo

V tiene conjuntivitis

Procura llegar antes de las tres
Dice S

viernes, 3 de octubre de 2014




Autorretrato. Rembrandt van Rijn, hacia 1669.

El verano pasado hizo frío en Amsterdam. En pleno agosto lloviznaba. Mi mujer no se lo creía. Tiene aversión al frío. No obstante, viajaba preparada. Llenó una maleta y media de ropa muy diversa. Calculó casi cualquier posibilidad en cuanto al clima y se llevó la ropa adecuada para cada caso. La media maleta restante era mía. Sólo ropa de verano. Tuve que comprar una camisa, la más barata que encontré. Compramos también un par de paraguas. Los vendían por las calles vendedores ambulantes, a los turistas.

El día que decidimos visitar la Casa de Rembrandt llovía. Dimos una vuelta por el barrio judío. Pasamos por la zona universitaria. Dimos un rodeo por el ayuntamiento. Nos plantamos frente a la casa-museo y decidimos no entrar. Nos pidieron más de diez euros por entrar en esa casa-museo. Como en la Casa de Vermeer, en la de Rembrandt no hay cuadros del pintor. Ni siquiera vivió allí el pintor, sino en una casa cercana que no se visita. ¿Por qué las casas-museo de los pintores famosos no se construyen sobre las auténticas casas en las que los pintores residieron?

Entramos en la tienda, eso sí. En la que apenas hay suvenirs, vasos, ceniceros, camisetas. Todo muy caro.

Nos fuimos a dar una vuelta por el barrio judío.

En el Mauritshuis de La Haya encontramos un fantástico autorretrato de Rembrandt. Fechado en 1669, el mismo año de su muerte. Probablemente su último autorretrato.

¿Cuántos autorretratos pintó Rembrandt? ¿Cuántos de ellos son auténticos, de su propia mano? ¿Por qué esa obsesión por autorretratarse, desde sus inicios de pintor?

En los autorretratos se observa su evolución estilística. Los primeros los pintó a los veintipocos años. Su estilo entonces era muy minucioso, brumoso, leonardiano. A medida que pasa el tiempo la pintura de Rembrandt se va empastando, se vuelve gruesa, de trazo firme. También se oscurece. El rostro del Rembrant viejo emerge de un fondo cada vez más oscuro. El contraste es cada vez más violento; como si el personaje retratado se fuese poco a poco sumergiendo en esa misma oscuridad.

Rembrandt fue ahondando en la tragedia que expresa su propio rostro. La mirada curiosa, vivaracha, de sus autorretratos de juventud. La mirada escrutadora de sus autorretratos finales. Mirada opaca al final, con un punto de desesperación.

Los tres grandes maestros del barroco holandés fueron personalidades bien distintas. Vermeer parece obsesionado por proteger su actividad de pintor al máximo. Pintar poco, pensar mucho sus imágenes, llenas de referencias, de literatura, de significados alegóricos. Vermeer representa el equilibrio máximo, la perfecta calma. La sensualidad congelada. La pintura mental.

Hals, al contrario que Vermeer, se ciñó al escueto corsé de la pintura de retrato como profesión. Hals fue en ese sentido un pintor reduccionista, tal vez sin proponérselo. En la práctica de lo igual, año tras año, fue encontrando la diferencia. Hals fue en cierto sentido un pintor mundano, profundamente realista. Sin complicaciones alegóricas. Su pintura era la rúbrica con la que subrayaba lo que tenía delante, lo que alcanzaba a ver. Sin dobleces.

Rembrandt es otra cosa. Rembrandt fue un pintor total. Profundamente diverso, muy prolífico, desigual. Pintó por dinero y por pulsión de pintar. Pintó para sí mismo y para los demás. Enseñó a otros hasta el punto de confundirse con sus propios discípulos. Rembrandt es el arquetipo del pintor genial. La clase de pintor que explora los límites del lenguaje de la pintura de su tiempo.

A mí Rembrandt no me gusta siempre. Pero cuando me gusta, me gusta mucho.

Sus autorretratos son tal vez una parte insignificante de su obra. Uno cree que Rembrandt los debió pintar como una forma de descansar del resto de su obra: de los encargos, de los cuadros grandes, de las imágenes bíblicas, de los retratos de otros, de las imágenes de Saskia, su mujer. Los autorretratos de Rembrandt son autorreflexivos. Son las imágenes en las que el artista se piensa, se detiene a pensarse. Rembrandt probablemente entendió que el lenguaje de la pintura, como cualquier otro lenguaje, ha sido configurado para pensarse a uno mismo. Toda obra de arte ha de ser, en cierto modo, un autorretrato. Rembrandt decide entregarse al autorretrato de una manera directa, frontal.

¿Qué hubo de premeditado en los autorretratos de Rembrandt? A posteriori, revisitados, parece que forman parte de un ciclo artístico. ¿Fueron planificados los autorretratos de Rembrandt? ¿O eran, como digo, una forma de recreo? ¿Los vendía, en vida? ¿Ganaba dinero con ellos? ¿O los almacenó durante toda su vida, para ser vistos por muy pocos?

Algunos son extraordinarios por la falta de pose. El pintor no juega a sublimarse, no se ensalza. Actúa frente a su propia imagen con una extraña franqueza.
Tres de octubre

D jugando a fútbol en un parque

Una señora reparte chucherías

Una niña pequeña canta chuchu
Gua gua gua

Una madre sonríe, una abuela bebe
Agua, una hija corre dando vueltas
Alrededor de un árbol

El sonido de una radial por aquí cerca
En un lugar indeterminado

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