martes, 28 de junio de 2016




Los sofistas, al parecer, dominaban la retórica de tal manera que eran capaces de convencer a cualquiera de cualquier cosa. Para ellos, el contenido era indiferente. Podían hacer pasar por verdaderos los argumentos falaces (sofismas). Al parecer, Sócrates se formó como sofista; pero luego se opuso a ellos, criticando lo que consideraba una actitud inmoral. Los sofistas, según Sócrates, no pretendían dilucidar nada sino ganar a toda costa.

Antonio Ozsores no era estrictamente un sofista. Fue un actor de comedia que basaba su vis cómica en una especie de deconstrucción del lenguaje muy característica. Hablaba sin decir nada. Articulaba palabras sin significado y la gente se tronchaba de risa.

Del cruce entre un sofista y Antonio Ozores nace Mariano Rajoy.

Rajoy ha demostrado ser un maestro. Rajoy gusta porque no hace nada, no dice nada. Aquello de "el alcalde es el que el pueblo quiere que sea el alcalde", o aquello de "españoles muy españoles y mucho españoles", bien podría haberlo firmado Antonio Ozores.

Rajoy ha sabido parapetar todas las críticas; anestesiándolas con su estilo Ozores. Su éxito se basa en no hacer ni decir nada: sino esperar a que otros digan y hagan demasiado.

Es el líder perfecto del Partido Popular en estos momentos. Rajoy es un hombre sin atributos, un tipo normal, con perfil bajo, modesto y tranquilo. No merece las críticas. Su mérito es ponerse al frente, como señuelo. Nadie podrá creer que detrás de su simpática imagen se esconden todos los extraordinarios escándalos que nos anuncia la televisión. No importa nada: el dinero en B, la Gürtel, la Púnica, la Comunidad Valenciana, las escuchas en el despacho de Fernández Díaz... Da igual. Nadie creerá que todo esto sucede teniendo al frente a alguien como Mariano Rajoy. Un auténtico sofista de los de verdad; capaz de deconstruir cualquier trama corrupta, cualquier abuso, cualquier horror.

Como todos sabemos, detrás de todo gran humorista hay alguien muy perverso.

Uno cree que puede reirse tranquilamente de él. Sin embargo, ya está preparado para repartir hostias como panes.

viernes, 24 de junio de 2016




En los libros de Galeano entra el aire. Se leen con descanso; como si no fuesen una cosa literaria.

Galeano no es un escritor perfecto. Ni falta que hace. Tampoco es un vitalista al uso. Y no me vale que se le compare con el alemán ése, Günter Grass. Galeano es otra cosa. Es como una pildorita que te quita los miedos. Su lucidez va de eso.

Como desnudarse y darse cuenta que importa muy poco que los demás vayan vestidos y se estén dando cuenta. Desnudarse parece fácil con Galeano. Luego habrá otros que escriban libros para vestirse, para que el artificio sea perfecto, elegante, barroco o lo que sea. Galeano se me ocurre que escribe para no escribir. Escribe por defecto.

Galeano es un escritor uruguayo post-Onetti. (Onetti, otro uruguayo imperfecto y glorioso.) Se le nota por esa cosa oscilante, que va de lo poético a lo coloquial. En ese sentido, sin la densidad del mexicano, lo de Galeano apunta también a Rulfo.

Pero Galeano prefiere muchas veces el texto breve. Compone muchas veces a trompicones, a golpecitos. Sin adentrarse en nada, sino andando en círculos. Como si fuese un diccionario. (Como un diccionario, Galeano quiere saber. Nunca se contenta solamente con relatar.)

Yo prefiero compararlo muchas veces con David Markson. Pero por el lado contrario. Es decir, Galeano, como Markson, muchas veces se mueve por el lado de la anécdota culta y la cita. Pero no como el norteamericano, que parece recurrir a la cultura para vaciarla; esto es, para acabarla. Galeano, al contrario, le da una nueva vida a las cosas de la cultura; muestra ese otro lado que pertenece, muchas veces, a quienes perdieron en la Historia.

En cierto sentido, Galeano sería a Markson lo que Bolaño a Foster Wallace.

martes, 7 de junio de 2016




Rock noventas canoso, envejecido. Conciertos programados para cuarentones; para padres de familia, que todavía pretenden fidelidad a las músicas de cuando eran más jóvenes y compartían pisito de estudiantes y borracheras los jueves. El rock noventas siempre fue una cosa domesticada; con esa tendencia suya a la introversión y el ritual célebre de mirarse los zapatos. Ahora forma parte de una nueva corrección, política y estética. Conserva un ligero perfume desaliñado y viste de negro. Vota a Podemos y conduce automóviles de gama media, modelo familiar.

Señor Chinarro aguanta el tipo a las doce del mediodía, con un enorme cartel de Movistar a sus espaldas. Asistimos, como otros, con nuestros hijos pequeños. Ya no hay errores ni salidas de tono. Luque ya no olvida las letras. Ya no busca hacer el mejor disco posible sino la perdurabilidad. Afianzar su público con sus tonadas ligeramente aflamencadas, marca de la casa. (Cuando escucho que "creeré en el progreso cuando vuelvas a darme un beso" no puedo dejar de pensar que esta rima podría caber en una canción de Alejandro Sanz.)

León Benavente ofrecen un poderoso espectáculo en un teatro; el público sentado. Cuarentones y mucho más. De nuevo, familias con hijos y abuelos. Rock noventas adulto, con todos sus ingredientes cuidadosamente aliñados para triunfar, para gustar a este público cuarentón, domesticado y padre de familia. Quiero ser alemán, quiero ser liberal, quiero dar y recibir.


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