Aprovecha las vacaciones para comprarse algo de ropa. Se compra unos pantalones que no se prueba y, al llegar a casa, se da cuenta de que no le vienen bien. Son su talla, una cuarenta y ocho. Pero, al parecer, las tallas cambian con las modas; de manera que los pantalones ahora son más pequeños; demasiado ajustados y con la cintura tan baja que deja al descubierto eso que popularmente se conoce como la raja del culo. Ya no tiene cuerpo para esa clase de ropa. A Javier Morant le está sucediendo algo que no creía que le sucedería nunca: las nuevas modas ya no son un estímulo sino un engorro. Se siente ridículo con ellas.
Vuelve al centro de la ciudad, a cambiar los pantalones. Camina alegremente por las calles y, de pronto, cree reconocer a Silvia Serrat sentada en un café, con alguien. Se fija un poco más. La otra persona es la amiga de toda la vida de su mujer, es decir, Marta. De modo que Silvia Serrat y Marta se ven por la mañana en un día laborable, como éste. Duda un instante: si acercarse y saludarlas, disimulando su terrible excitación, o esconderse y vigilarlas a distancia, a ver si las pilla en alguna actitud que confirme sus sospechas. Se sienta en una terraza al otro lado de la calle, desde la que ve sus dos cabezas. Aunque antes se ha acercado lo máximo posible, aun a riesgo de ser descubierto, intentado averiguar si, como parece en la distancia, tienen las manos entrelazadas, extendidas por encima de la mesa. No lo puede ver con claridad; hay objetos en la mesa que le impiden ver ese detalle, las manos juntas, tal vez acariciándose, sintiendo el cosquilleo de sus pieles tersas de mujeres de mediana edad cuidadosas con su cuerpo y todavía hermosas. Sentado en aquella terraza (en pleno invierno, pelado de frío), Javier Morant tiene a la vista las dos cabezas parlanchinas, que se sonríen y gesticulan, para él mudas, a través del cristal y el barullo de la calle. Espera un rato, se toma algo y, cuando ellas salen, Javier Morant paga al camarero con premura y las sigue. Ellas dos caminan como dos amigas, sin que nada indique la clase de sentimientos que las une. Parecen, en efecto, un par de inocentes amigas de toda la vida, un par de mujeres de mediana edad que se conocen desde niñas y se citan para desayunar porque ambas trabajan cerca del centro de la ciudad. Por qué no desaynar juntas, por qué no verse por la mañana en un día laborable como éste; y por qué decírselo a sus mariditos. Por qué Silvia Serrat nunca le ha dicho, al llegar a casa por la tarde, que hoy ha visto a su amiga Marta y que, inclusive, ha desayunado o tomado café con ella. Por qué ocultarlo.
Las dos amigas llegan a la altura del lugar en el que Marta ha dejado aparcado su coche. Javier Morant se detiene en seco. Parece uno de esos detectives ridículos que aparecen en las comedias malas de detectives; le falta extender el periódico para que no se le vea la cara. Se ríe de sí mismo. Al menos aún le queda un poco de sentido del humor. Las dos amigas se despiden con un par de besos en las mejillas. Una despedida fría, sin pasión. Seguramente, no se atreven a mostrarla en público, piensa Javier Morant. Marta sube al coche y desaparece. Silvia Serrat sigue caminando, probablemente en dirección a su oficina. Pero eso a Javier Morant ya no le interesa. Ya se lo conoce. Javier Morant se queda parado en la calle, frente al escaparate de una zapatería, agotado como después de un coito. Se queda inmóvil, paralizado durante dos o tres minutos. Por su cabeza circulan imágenes inconexas; de su vida con Silvia Serrat, de Domingo, de su relación con Marta y su marido, de cuando Marta se lo presentó, siendo adolescentes, del nacimiento de sus hijos, de toda esa cara A de su vida, oficial, burguesa, confortable, aceptada, visible. No sabemos nada, piensa Javier Morant, y se aleja, desconcertado, de aquel lugar.

Morant es un calzonazos. Por eso la 48 le queda grande.
ResponderEliminarno, grande no, la 48 le queda pequeña... pero igualmente se trata de un calzonazos, como es obvio
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