martes, 25 de diciembre de 2012




Ebbinghaus se lo toma con parsimonia. El secreto de Ebbinghaus es la paciencia; la lentitud con la que impregna todo lo que hace, ritualizándolo, como si obrase al dictado de algo o de alguien, como queriendo tomar conciencia de cualquier movimiento, por mínimo que parezca. El mecanismo de Ebbinghaus, es decir, el engranaje de su propia actividad como psicólogo (y su fracaso, piensa Javier Morant) es pretender hacer consciente lo inconsciente. Destapar lo oculto, interpretarlo. La dificultad, el engorro, la contradicción, reside en la siguiente pregunta: ¿a qué puede uno recurrir para desvelar lo encubierto?, ¿a la razón (con lo cual, uno tropieza con la falta total de evidencias) o a la imaginación, es decir, a la intuición, (convirtiendo de ese modo la psicología en una rama del esoterismo)?

El lesbianismo de Silvia Serrat tal vez forme parte de todo eso oculto que no merece la pena desvelar, según Javier Morant. ¿Por qué indagar en algo que la propia Silvia Serrat probablemente desee mantener oculto? Javier Morant aprendió hace tiempo a no pedirle a la gente, en las relaciones de amistad, lo que la gente no puede o no quiere dar. Esta máxima le ha servido a lo largo del tiempo con la mayor parte de sus amigos; sobre todo para no sufrir decepciones. ¿Por qué no aplicarla a la persona que ama? ¿Por qué no vivir su relación con Silvia Serrat asumiendo todas esas zonas oscuras, todos aquellos aspectos de la persona amada que permanecen fuera de su alcance? ¿A qué viene esa voluntad de ir siempre más allá y desmenuzar la relación que uno tiene con las personas que ama hasta finiquitarla? Por la cabeza de Javier Morant pasan las innumerables ocasiones que Silvia Serrat y su amiga Marta han tenido para hacerse el amor, en las noches de fiesta que han vivido juntas desde la adolescencia, en los viajes que hicieron cuando ambas eran estudiantes universitarias (solían viajar solas al menos una vez todos los veranos), en las tardes que desaparecen para irse de compras, de cervezas o lo que sea. Silvia Serrat y Marta han podido mantener una relación paralela toda la vida, una relación amorosa lésbica al margen de sus maridos, de los hijos de ambas, sus familias y el mundo entero. Si así fuera sería cosa de ellas y nadie tendría nada que decir. Al fin y al cabo, Javier Morant nada tiene que objetar respecto del trato que su mujer le dispensa; siempre cordial y amoroso, siempre correcto y servicial, en la vida cotidiana y en la intimidad que ambos comparten. Es tal vez esa corrección lo que le incomoda y le hace sospechar. Esa especie de pasión calculada es lo que le hace pensar que su mujer oculta algo: una pasión tal vez mucho más poderosa y desatada, y desconocida para él.

En la sala de espera de la consulta de Ebbinghaus, Javier Morant cavila sobre todos estos aspectos de su vida, que sin dudarlo escapan a su entera comprensión. Todas esas zonas de sombra que no alcanza a ver con total claridad y que, al menos teóricamente, un psicólogo ayudaría a revelar. Pero, ¿es eso lo que de verdad le inquieta? ¿No debería centrarse en aquello que le motivó a buscar un terapeuta? El propio Ebbinghaus dice que poco importa el motivo por el que buscamos la asistencia de un psicólogo; seguramente, el malestar inicial, o la consciencia que uno tiene de ese malestar, oculte otras cuestiones que la terapia irá revelando. La psicología, según Ebbinghaus, es un método de autoexploración y, por lo tanto, de autoconocimiento. Más que un método de autoayuda. Yo no arreglo nada, suele decir Ebbinghaus. A pesar de todo, Javier Morant continúa siendo reticente a confesárselo todo a Ebbinghaus. Sigue sin abrirse a ese lenguaje que no arregla nada y juega a desvelar lo que la gente oculta.

Entonces, si no se fía, ¿qué hace allí, tres cuartos de hora o una hora semanalmente? Javier Morant entra en la consulta, siempre con una especie de guión prefijado, una serie de puntos a tratar. Pudoroso, a veces, por el hecho de empezar a hablar en voz alta y en primera persona. Nadie sino un profesional, un terapeuta remunerado, soportaría un yoísmo tan unilateral y acentuado.

Ebbinghaus se convierte en una máscara impersonal. Frente a él, Javier Morant y su angustia. La triste y normal vida de Javier Morant, vivida como una desgracia difícilmente aceptable. La pesadez de todos los días, de principio a fin. El abismo de las adicciones (los porros y el alcohol, pero también, y sobre todo durante las últimas tres o cuatro semanas, el sexo en internet, las imágenes de la gente normal follando, como una bacanal infinita). A Javier Morant le gustaría encontrarse a alguien conocido en alguna de esas webs de porno amateur. Una pareja de vecinos, alguno de sus amigos, alguien del pueblo o, tal vez, a su mujer, Silvia Serrat, con su amante, su amiga de toda la vida, Marta. Se está convirtiendo en algo enfermizo. Necesita contárselo a alguien.

Comienzan la sesión con la pregunta habitual. Ebbinghaus se apoltrona en su butaca y ensaya una pose intelectual, docta, antes de pronunciar esto: Bueno, Javier, ¿qué tal va?, ¿qué me cuentas? Siempre lo mismo. Se produce un inevitable silencio. Javier Morant se incomoda. Se imagina, curiosamente, al escritor Marcel Proust; se imagina una pose proustiana, mundana y superficial. Un aire liviano con el que confesar lo inconfesable. El ritual de la terapia, al fin y al cabo, le resulta demasiado ceremonioso, poco espontáneo y frío.

(Proust es el anti-psicólogo, piensa.)

Al poco rato, Ebbinghaus comienza a dispensar sus habituales consignas: distanciamiento, aislar aquello que te angustia, que no contamine los otros compartimentos estancos, encontrar parcelas de positivismo, motivaciones. Javier Morant traduce para sí mismo, mentalmente, lo que le dice Ebbinghaus: al fin y al cabo, echar balones fuera, reservarse lo bueno, disfrutarlo, encontrar diminutas píldoras de felicidad.

En eso que a Ebbinghaus le suena el móvil. Javier Morant se sobresalta, desconcertado. Ebbinghaus se disculpa: Lo siento, estaba esperando una llamada importante, si me disculpas... Y sale de la consulta. No me lo puedo creer, piensa Javier Morant. La sintonía del teléfono de Ebbinghaus reproduce una conocida canción de David Bisbal. Una tonada que contiene un estribillo que dice más o menos lloraré las penas de este corazón no sé qué ni sé cuántos. Una canción que probablemente se titule Lloraré las penas, o algo por el estilo. ¿A qué se debe esta sintonía absurda? ¿Es una coña marinera? ¿Una burla hacia su actividad de psicólogo? En verdad, Javier Morant no se esperaba que Ebbinghaus tuviese ni un ápice de sentido del humor.

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