lunes, 30 de junio de 2014

Abro a la mañana de un blanco lunes
la ventana, y la calle indiferente
roba entre su luz y sus rumores
mi presencia infrecuente entre las hojas.
Este moverme... en días totalmente
fuera del tiempo que parecía consagrado
a mí, sin regresos ni paradas,
espacio lleno todo de mi estado,
casi prolongación de la existencia
mía, de mi calor, del cuerpo mío...
y se ha truncado... Estoy en otro tiempo,
un tiempo que dispone sus mañanas
en esta calle que yo miro, ignoto,
en esta gente fruto de otra historia.



domingo, 29 de junio de 2014

Veintinueve de junio

Escribir veintinueve de junio

Un caballito de juguete
A punto de dar coces

Una pelota de fútbol blanda

Un payaso montado
En un elefante

Que el niño coma

sábado, 28 de junio de 2014

A menudo un poeta se acusa y se calumnia,
exagera, por amor, su propio desamor,
exagera, para castigarse, su propia ingenuidad,
es puritano y tierno, duro y alejandrino.
Es incluso demasiado agudo en los análisis de los signos
de las herencias, de las supervivencias:
tiene también un pudor excesivo en concederles
algo a la razón y a la esperanza.
Pues bien, ¡ay de él! ¡No hay un instante
de vacilación: basta con mencionarlo!



viernes, 27 de junio de 2014

Veintisiete de junio

Pintar un retrato de Henri Salvador

Estrenar unas zapatillas

Mirar por una ventana
Antes de salir

jueves, 26 de junio de 2014




Vuelvo a ti, como vuelve
un emigrado a su país y lo redescubre:
he hecho fortuna (en el intelecto)
y soy feliz, tanto
como hace tiempo lo era, destituido por norma.
Una rabia negra de poesía en el pecho.
Una loca vejez de jovencito.
Antes tu alegría se confundía
con el terror, es verdad, y ahora
casi con otra alegría
lívida, árida: mi pasión decepcionada.
Ahora me das miedo de verdad,
porque estás de verdad cerca, incluida
en mi estado de rabia, de oscura
hambre, de ansia casi de criatura nueva.
Veintiséis de junio

Conducir sin prisa

Escuchar canciones de Single

Desayunar solo, frente al
Aparato televisor

miércoles, 25 de junio de 2014

Veinticinco de junio

Escribir veinticinco de junio

Darle una papilla a V
Cada vez es más complicado

Hace falta entretenerle
Con una amalgama de
Papeles arrugados
Juguetes desmembrados
Bolsas de papel llenas o vacías
Carátulas de cedés o devedés
Monederos, llaveros
Un reloj de pulsera
Un vaso de plástico

En una sucesión atropellada y loca
Hasta la última cucharada



Alonso Sánchez podría convertirse en un alcohólico. Abandonarse a una adicción, una cualquiera. Matarse poco a poco. En la mirada de su propia madre veía la compasión que se le tiene a un fracasado. Su madre siempre le querría; por supuesto, no lo dudaba. Pero su madre había sido siempre un espejo. Una especie de espejo, donde verse reflejado. Nadie había esperado tanto de él. Su grandilocuencia, el deseo oculto de ser reconocido, de obtener menciones y premios, era una respuesta a las expectativas de aquella mujer. Alonso Sánchez se había pasado la vida luchando en contra de esta evidencia. Contradiciendo a su madre para, como suele decirse, encontrarse a sí mismo.

La relación con su madre era tan compleja, tan retorcida, que la reacción inmediata de Alonso Sánchez ante cualquier situación compartida con ella siempre era contradecirla, llevarle la contraria hasta enfadarla. Sin embargo, en el fondo, siempre esperaba recompensarla, que su madre descubriese tarde o temprano que había alumbrado a un genio, a alguien verdaderamente importante, que dejaría una huella en la sociedad y sería recordado durante generaciones. Que su madre tuviera esa certeza. Que al menos ella creyera en él.

A menudo madre e hijo comían juntos. La madre de Alonso Sánchez no era una buena cocinera. No obstante, solía esperar que su hijo volviese de deambular por las calles de la ciudad con la mesa preparada y un generoso plato de cocina tradicional valenciana (generalmente arroz), que Alonso Sánchez devoraba con gusto. La televisión encendida, la mirada absorta del hijo mientras la madre se adentraba en su pasado, contando historias que Alonso Sánchez había escuchado ya en incontables ocasiones.

La familia de ella. Siempre la familia de ella. El pasado de su madre. Como arcadia. Un esplendor extinguido hace ya muchos años. La enfermedad de la madre de su madre, es decir, la abuela de Alonso Sánchez. La madre de su madre retratada como una gran dama. La abuela era toda una señora, al parecer. Alonso Sánchez nunca la llegó a conocer. El dinero de la familia vertido en la enfermedad de la abuela; tratando de paliar una agonía larga, con viajes al extranjero inclusive. Ya sabes, era otra época. Pudimos haber sido ricos, le repite su madre en numerosas ocasiones. Sin que se agote esta clase de nostalgia por la riqueza perdida o se despierte en la madre de Alonso Sánchez sentido del ridículo alguno. En efecto, la madre de Alonso Sánchez no parecía acordarse de haberse lamentado en incontables ocasiones de que según ella se malgastó la riqueza familiar en un tratamiento médico inútil, condenándola a ella a vivir en la pobreza. Hubiésemos vivido muy bien, de no ser por la enfermedad de la abuela. Se lo llevó todo, aquella maldita enfermedad.

Alonso Sánchez no recuerda casi nada de su infancia. Su memoria es prodigiosamente nefasta. No conoció tampoco a su abuelo paterno; el tipo que se empeñó en dilapidar la fortuna familiar intentando retardar una muerte que ya, a estas alturas, a nadie importa. De tanto oírselo a su madre, a menudo piensa que su destino podría haber sido diferente. Su vida mucho más cómoda; con la posibilidad de dedicarse por entero a la pasión de su arte, sin penurias económicas.

Su madre nunca tuvo hermanos. Por lo tanto, los abuelos maternos de Alonso Sánchez son su único referente familiar; pues de su padre no sabe casi nada. El pobre hombre se murió sin haberle contado nada. Sin que padre e hijo hubiesen tenido una conversación importante. El padre de Alonso Sánchez era un referente de actitud. Siempre fue un tipo estoico y callado; alguien que soportó en silencio su vida hasta que todo acabó. Se cerró el telón; así, sin más. Su madre, al contrario, había sentido siempre una fuerte necesidad de explicarse. Y siempre sus explicaciones desembocaban en aquella infancia feliz que al parecer tuvo. En aquella casa grande, con criados, o lo que fuera, hasta la terrible enfermedad de la abuela que acabó con todo.

Toda esa grandilocuencia de su madre, sin duda, había calado hondo en Alonso Sánchez. De alguna manera retorcida, indirecta. Porque Alonso Sánchez en realidad odiaba el falso esplendor de su madre. Tanta puta frustración. Tanto mirar hacia el pasado. Como culpándoles a él y a su padre de no haber estado a la altura. De no haber sabido hacerla feliz, al fin y al cabo.



La sociedad norteamericana se psicoanaliza en sus series de ficción. Muchas de ellas son un muestrario de sus miedos. Los miedos que atacan al bienestar y la seguridad de sus familias. Los americanos convierten cualquier cosa en entretenimiento. En este caso, convierten en entretenimiento sus neurosis. ¿Qué puede haber detrás, o debajo, de la normalidad de una familia normal, de clase media? Para que la normalidad sea sublimable como entretenimiento, no basta con las psicosis normales de la gente mediocre, no bastan sus compulsividades consumistas, sus comunes desviaciones sexuales, sus ansias mezquinas, sus envidias vulgares, todo eso no basta. Detrás de la normalidad individual norteamericana, para que haya entretenimiento, tiene que haber asesinos en serie, entramados mafiosos, traficantes de drogas y, también, espías rusos. El Mr Hyde de los norteamericanos es un espía ruso que atenta contra su estilo de vida. Aparenta ser como ellos, es capaz de disfrutar, inclusive, de los privilegios de los norteamericanos, pero, al mismo tiempo, tiene un lado oscuro que conspira y atenta en contra de ellos. Lo bueno de The americans, el serial de la cadena Fox, es que no sólo es una película de espías, no sólo es una película sobre los últimos años de la Guerra Fría, sino que se permite remover los principales defectos de la normalidad norteamericana. Casa unifamiliar con jardín, coche, dos hijos, y un vecino que es amigo y a la vez enemigo. El odio y el amor por todo aquello que les rodea.

The americans juega con el suspense de un modo muy similar a Breaking bad, el exitoso serial de la misma cadena. Como si hubiesen querido continuar con la fórmula cambiando la temática y los personajes. En ambas, el protagonista (o los protagonistas, pues son dos en The americans) tiene una doble vida, un juego oculto que no debe ser descubierto. Algo muy adictivo desde el punto de vista del espectador, pues los personajes de ambas series ya se preocupan de andar siempre en el filo de ser descubiertos. En ambas, también, el antagonista tiene que estar cerca. En Breaking bad, el poli antidrogas es cuñado del protagonista; en The americans, la pareja de espias es vecina del tipo de la CIA que los está investigando. A partir de aquí, mil piruetas.

Los seriales televisivos tienen que dosificar el romanticismo. Ponerlo en suspenso. ¿Walter White se estaba desenamorando de su mujer, a medida que se reafirmaba la maldad de su metamorfosis en traficante de metanfetamina? ¿Se quieren los Jennings, a pesar de haber sido entrenados por el KGB para reprimir sus sentimientos; están empezando a amarse, ella le quiere más a él o él a ella? Todo está servido para gustar. Para que uno pique. Y yo he picado.

martes, 24 de junio de 2014




Si regresa el sol, si cae la tarde,
si la noche tiene un sabor de noches futuras,
si una siesta de lluvia parece regresar
de tiempos demasiado amados y jamás poseídos del todo,
ya no encuentro felicidad ni en gozar ni en sufrir por ello:
ya no siento delante de mí toda la vida...
Para ser poetas, hay que tener mucho tiempo:
horas y horas de soledad son el único modo
para que se forme algo, que es fuerza, abandono,
vicio, libertad, para dar estilo al caos.
Yo, ahora, tengo poco tiempo: por culpa de la muerte
que se viene encima, en el ocaso de la juventud.
Pero por culpa también de este nuestro mundo humano
que quita el pan a los pobres, y a los poetas la paz.
Veinticuatro de junio

Lluvia y niños

Ordeno cosas

Las cosas en bolsas

Las bolsas en los estantes

No te olvides de la leche, dice S

lunes, 23 de junio de 2014

Alumnes que graven la veu dels professors. Després s'ho passen per WhatsApp i, probablement, es riuen. Es riuen de nosaltres. Som els vigilants vigilats. La nostra veu autoritaria burlada per partida doble. Autoritat risible i enllandada.

Una professora s'indigna; crida aïradament en la sala de professors. Li ho han dit. El seu discurs autoritari circula per ahí enllandat. La professora crida dient que els seus crits van per ahí ridiculitzats. No ho veus, professora? Res n'hi ha més digne en tu que fer el ridícul.

Res n'hi ha més digne en la funció del professorat que ser el centre de les rialles dels alumnes. Una mare li ho ha explicat: Ets ridícula, professora... Tots els teus alumnes es van passant per ahí la teua veu autoritària enllandada, desposseïda de tota autoritat. La mare exigix a la professora, aprofitant el seu estupor, que li puge la nota al seu fill.






domingo, 22 de junio de 2014

Veintidós de junio

Que V no toque los enchufes
Que no se aplaste los deditos
Con los cajones
Que no rompa la mosquitera
Ni el mando de la televisión

Un camión, un caballo y Pocoyo

viernes, 20 de junio de 2014

Veinte de junio

Escribir veinte de junio

Cenar ensalada china y
Tomate con sal

Ver la televisión

Acostar al niño

jueves, 19 de junio de 2014

Diecinueve de junio

Un reloj parado, roto
La mesa limpia, ya sin restos
De comida

Llevar a V al médico

El día lluvioso

miércoles, 18 de junio de 2014

Dieciocho de junio

El curso académico acaba

Imprimir faltas de asistencia
Entrevistarse con los padres
Rellenar informes

Esas cosas

martes, 17 de junio de 2014

Diecisiete de junio

Escribir diecisiete de junio

Un bocadillo de salchichón
Para merendar

Mi reloj de pulsera
En la muñeca del niño

Tenemos que organizarnos, dice ella

domingo, 15 de junio de 2014

Quince de junio

Comprar cruasanes para el desayuno

Corregir, salir a pasear

No levantar la voz
Y que el niño duerma

jueves, 12 de junio de 2014




Un altar para la madre, de Ferdinando Camon, narra la construcción de un altar conmemorativo para una mujer muerta. Se advierte de que se trata de una ficción; pero esta advertencia huele un poco a mentirijilla. El relato resulta demasiado vívido. Tiene la nitidez de lo que se conoce de primera mano, más allá de los típicos enmascaramientos literarios.

El escritor dice haber reelaborado el texto numerosas veces, y esto se nota. Se trata de un librito denso, obsesivo, muy empastado en el lenguaje. El propio narrador confiesa que la redacción del texto es una quimera que corre en paralelo a la de su padre (que es quien construye el altar). De modo que el libro mismo se erige como un altar, como un pequeño gran monumento, como un homenaje.

Una quimera antisentimental que rememora a una mujer de pueblo. Construye un paisaje precario, tosco, de perfiles geométricos, duros.

En el final, se dice que ese altar quimérico, construido mediante la obsesión de un hombre, por la fuerza del amor hacia la compañera perdida, una vez concluido el duelo, se rehabilita como altar para las misas, para el uso colectivo. Nuevamente, existe aquí un paralelismo muy lúcido con el libro, con el hecho literario mismo. El libro, como el altar, procede de una liturgia absolutamente personal, viene de la obsesión del que se empeña en narrarlo. Más tarde, cobra un sentido distinto, una nueva utilidad, otra liturgia.

En los altares de las iglesias, dice Camon, se depositan las reliquias de los santos. De manera que en el altar de la madre, al ser rehabilitado como altar para las misas, junto a los restos de la madre muerta se colocan los de un santo. Desconozco si esto es una práctica real, comúnmente extendida en las iglesias italianas (por aquí yo diría que no es así; no tenemos tantos santos como iglesias). De cualquier manera, el simbolismo resulta muy potente. La muerte divina.
Doce de junio

Conducir, abrir las ventanillas
Escuchar música, parar en un semáforo

Mecánica de las horas

Baño y cena

miércoles, 11 de junio de 2014

martes, 10 de junio de 2014

Diez de junio

Pasan las horas

S entra en una tienda
A mirar algo

Los niños y yo nos quedamos
En la puerta, buscando el fresquito

La gente pasa de largo






Borg se retiró a los veintiséis años habiendo ganado seis veces Roland Garros. Cuando yo era niño, esta cifra se antojaba imposible, estratosférica. Borg me parecía un deportista indestructible, maquinal. Una especie de robot perfectamente entrenado para hacer pasar la pelota por encima de la red una y otra vez, sin tregua.

Años después, comprendí que Borg se derrumbó a los veintiséis años. Se cansó de ser él mismo, el deportista implacable, el tenista robótico.

Nadal lo ha dejado en nada. Y, para colmo, con ese halo de deportista accesible, cálido, muy humano. Nadal es una especie de robot con corazón. Da la sensación de que cualquiera podría ser Nadal, con esfuerzo, con tesón y voluntad. Valores que lo definen.

Lo he leído estos días: todos pensábamos que Nadal se rompería. Su tenis exige demasiado. Demasiada tensión psicológica. Demasiado esfuerzo físico.

El tenis talentoso de McEnroe dura más. La muñeca manda. No hace falta estar tan en forma.

El tenis talentoso se ha acabado, probablemente. El talento es ahora un ingrediente más, un plus. Lo que cuenta es la gestualidad ensayada, el aguante, la potencia. No dejar nada al azar. El talento de antes se nutría de elementos imprevistos. El éxito del talento cabalgaba en el azar.

El domingo descubrí que una cadena retrasmitía en abierto y me dispuse a ver el partido de siempre. El Nadal-Djokovic tantas veces visto. Pensé que iba a ganar Djokovic, la verdad. Al principio de sus carreras respectivas, el ganador solía ser Nadal. El serbio se encontraba con el muro del mallorquín. Una y otra vez. Hasta que aprendió a no desesperarse, a ordenar sus ataques.

Pero el partido era en tierra batida y a cinco sets. Un Nadal menos motivado tal vez hubiese bajado la guardia, como le ha ocurrido varias veces esta temporada. Pero tenía a tiro de uno el récord de Sampras y no podía dejar escapar el número uno. Djokovic ha demostrado saber ganarle. Pero sabe también que ha de estar muy acertado en sus embestidas y durante mucho tiempo, y eso no siempre es posible. Nadal sigue siendo el tenista que mejor sabe jugar bajo presión. Djokovic se desconcertó al perder el segundo set y ya el partido se le hizo muy cuesta arriba. El serbio había planeado un esprint y, de pronto, volvió a surgir el fantasma de las viejas maratones. De nuevo, Nadal le estaba llevando de la mano, poco a poco, a su territorio favorito, yermo, desértico, agotador, en el que nadie como el mallorquín sobrevive.

Djokovic bajó los brazos. No se dio cuenta de que Nadal ya no es el Nadal de antes. Como Borg, parece haberse cansado de su papel. De correr buscando puntos defensivos imposibles, de que cualquier mindundi se permita atacarle y atacarle. Nadal parece haberse cansado de la marca de su tenis defensivo, el mejor de siempre. Ya es imposible revertirlo. Ya no puede hacer otra cosa. Sigue esperando el saque del rival dos o tres metros por detrás de la linea de fondo. Liftando la derecha varios metros por encima de la red. Buscando el passing shot en el último momento.

Djokovic no se dio cuenta de que Nadal, ya en el cuarto set, cosa inaudita, estaba agotado, agarrotado, lleno de calambres. Seguía atrincherado en el fondo, pero ya sin pulso, errático. Ocurrió que el serbio estaba siguiendo el guión de otras veces. Se había resignado ya hacía rato. Nadal lo había programado para perder y Djokovic no supo reaccionar.

Nadal como el Cid Campeador.

Luego, en la entrega de premios, Nadal lloró. Y su llanto a mí me supo a despedida.

Qué diferente el llanto de Nadal al de Federer. Federer, impotente, llora por lo que le han arrebatado. Federer era un campeón vencido, desplazado. Nadal, olé tus huevos, supo defender su territorio, aun en las peores condiciones y frente a un rival que posee los ingredientes tenísticos apropiados para ganarle.

Borg se vio vencido por la singular habilidad de McEnroe y entonces supo que ya nunca iba a ser el de antes. Federer se vio superado por la extraordinaria resistencia de Nadal y rompió a llorar, desesperado, como un infante desangelado.

A Nadal ya sólo le queda despedirse de sí mismo. Nadie ha osado vencerle en el territorio de la tierra batida. Nadal llora porque ama demasiado el escenario de la victoria y sabe que ha de abandonarlo. Pero se va a ir él. Nadie tiene arrestos para echarlo.

lunes, 9 de junio de 2014

Nueve de junio

Escribir nueve de junio

Juegos infantiles en un parque

Corretear agarrándose a una cuerda
Hasta caer al suelo

El día alarga y
Otras ordinarieces

Que sea proteica la cena



La madre de Alonso Sánchez trajinaba en la cocina. Alonso Sánchez entró y se sentó a la mesa. Se sentía cansado, decaído. Anímate, hijo, le dijo ella. Entonces, ella cogió un tarro de altramuces, lo abrió y derramó unos cuantos en un bol de madera. Puso el bol sobre la mesa, al alcance de Alonso Sánchez, que no tardó en alargar el brazo. Alonso Sánchez se metió un altramuz en la boca. La madre de Alonso Sánchez preparó una taza de café y se sentó junto a su hijo.

La madre: ¿Cómo ha ido?

Alonso Sánchez: Estoy hasta los huevos de buscar trabajo. No hay nada, mamá. Te lo juro, nada.

La madre: Lo sé. No te preocupes. Aquí no te falta de nada, ¿verdad? Puedes estar tranquilo. Busca, pero sin agobiarte.

Alonso Sánchez: Parece que vaya a acabarse el mundo. En serio. La gente está ya muy desesperada.

La madre: ¿Ves? No puedes culparte. El problema no es sólo tuyo. Es general. Todos andan igual.

Alonso Sánchez: Fui tonto. Nunca había tenido problemas para encontrar algo, cualquier cosa. Antes, cambiaba de trabajo con facilidad. Vale que eran trabajos de mierda, muy mal pagados, pero siempre había algo… Sin embargo, ahora, ¿cuánto tiempo llevo buscando?

La madre: Ay, hijo, no hables así, que se me encoge el pecho. Si yo pudiera... haría lo que fuera necesario. Pero tu madre ya está muy mayor y no puede hacer nada. En otro tiempo, tal vez...



La madre de Alonso Sánchez se levantó y dejó la taza y la cucharilla en el fregadero. Se colocó un delantal y comenzó a meter las cosas en el lavavajillas, sin decir nada. Parecía compungida. Se encontraba mal, físicamente. Pero, sobre todo, le entristecía detectar en su hijo un hundimiento progresivo, inapelable. Alonso Sánchez parecía estar siendo devorado por dentro. En ocasiones, sus antiguas obsesiones resurgían. De pronto, a veces, se ponía a dibujar en un cuaderno que guardaba en lo alto de un armario. Dibujaba extraños retratos imaginarios. La madre de Alonso Sánchez lo veía dibujar y se alegraba al recordar al niño que creció entusiasmándose por la escultura y el dibujo. Alonso Sánchez, en efecto, fue un niño extraño, muy introvertido; pero muy valiente, según su madre. Un ser estético, como el propio Alonso Sánchez diría de sí mismo, años más tarde. Alguien obsesionado por la apariencia de las cosas, desde muy niño. Con su cabello largo y su ropa deshilachada. Aquel estilo pulcramente descuidado que su madre calificaba como “jipi”. (Alonso Sánchez la corregía siempre diciendo que él no era un jipi, sino que era un “grunge”.) La madre de Alonso Sánchez nunca entendió la desazón de su hijo. Sin embargo, a menudo esta desazón le había parecido impostada, como si fuese un código de conducta, sin causas profundas o reales. Esta vez no era así.

Alonso Sánchez: ¡Qué putada! ¿Eh, madre? Has tenido un hijo que es un desgraciado. Le das de comer, le pagas una educación, le das tu cariño, pensando que lo estás haciendo fenomenal, que va a ser un tipo feliz, y te sale rana. No hay manera. Ni cuando me iban bien las cosas me iban bien, en realidad. Debo tener algo podrido aquí dentro (Alonso Sánchez se señala el pecho). Parece que todo tenga que ser engorroso, difícil. Todo tiene que costarme. Ya me he hecho mayor y nada mejora.

La madre: Debimos hacer algo mal contigo, tu padre y yo. No sé qué. Procuramos que tuvieras de todo. Tal vez fue ése el error, dártelo todo en bandeja. Permitirte las cosas: todo lo que quisieras hacer. No marcarte límites. No prohibirte nada.

Alonso Sánchez: Y aquí me tienes, de nuevo en tu casa, incapaz de despegarme de ti. Me he dado una vuelta por el mundo y he regresado. Me han dado cuatro hostias, no me permiten mantenerme, tener una vida propia y no se me ocurre otra cosa que volver contigo, al lugar de partida. Ningún hombre debería volver a casa de su madre, si no es de visita. Es insignificante. Me siento un fracasado, mamá. Creo que debería irme; aunque sea a dormir en la calle. Tal vez de ese modo me sentiría digno, dueño de mí mismo. Volver aquí, contigo, me ha hecho retroceder en el tiempo, como si siguiese siendo un niño, como si nunca hubiese dejado de serlo.

La madre: Puede que tengas razón. Puede que vivir aquí te impida prosperar. Pero no tienes otra opción. Se trata de sobrevivir.



Madre e hijo callaron, de súbito. Corroboraron con una cierta solemnidad la contundencia de aquella última sentencia. Se trata de sobrevivir. Ya no hay espacio para veleidades. Es preciso dejarse curtir por la supervivencia. Endurecerse.



En el fondo, la madre de Alonso Sánchez le estaba exigiendo a su hijo que abandonase sus viejos prejuicios. Sus aspiraciones adolescentes, de enfant terrible dedicado a las artes, la escultura o lo que fuera. Probablemente había algo más profundo que eso. No obstante, la madre de Alonso Sánchez no era capaz de expresarlo mejor. Hubo gestos, miradas, silencios, orquestando sus reproches de madre. En la cadencia de esos gestos se mezclaba el dolor y el amor. La amargura por el abatimiento de Alonso Sánchez y el deseo de arroparlo.



Sin embargo, y conforme la convivencia con ella se había hecho inevitable, Alonso Sánchez comenzaba a sentir una extraña repulsión por su madre. Le insultaba esa mirada compasiva de la anciana mujer. Sus gestos lánguidos le resultaban extrañamente teatrales. Por otra parte, Alonso Sánchez se veía a sí mismo en su madre. Lo que era él, en esencia. Lo que no dejaría de ser nunca. Aquella mujer decrépita era su viva imagen. El futuro desgajado de todas sus expectativas. Sin vida. Porque vivir, en definitiva, es perseguir una quimera que nos distancie del origen. Alonso Sánchez se sentía perseguido por ese rostro de su madre que, en fin de cuentas, era una versión envejecida del suyo propio.

domingo, 8 de junio de 2014

Ocho de junio

Yo pedaleo, tú corres

D propone su plan

Volver cansados, comprar
Un par de raciones de paella
Y helado

sábado, 7 de junio de 2014

Siete de junio

V ya es muy peligroso, dice S de su propio hijo

D y yo estudiamos los planetas

Puedo ayudarle poco, me doy cuenta
De lo poco que sé

viernes, 6 de junio de 2014




Seis de junio

Escribir seis de junio

Esperar la hora de clase

La sala de profesores vacía, silenciosa

Un refresco y varios exámenes
Por corregir

jueves, 5 de junio de 2014

Cinco de junio

Un señor corre con dos niños
Para encontrar la puerta del colegio
Cerrada

Tres señoras conversan
Distraídamente

El coche parado, motor encendido

Reviso los mensajes
En el teléfono

miércoles, 4 de junio de 2014

Cuatro de junio

Insistir en lo ordinario
Como fin, en sí mismo

Levantarse, desvestirse
Vestirse, abrir una ventana
Abrir una puerta, ducharse
Ayudar al niño, preparar café
Revisar los exámenes, encender la televisión
Apagar la televisión, salir
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