miércoles, 30 de noviembre de 2011

No existe el infinito:
el infinito es la sorpresa de los límites.
Alguien constata su impotencia
y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea,
y nace el infinito.
El infinito es el dolor
de la razón que asalta nuestro cuerpo.
No existe el infinito, pero sí el instante:
abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;
en él un gesto se hace eterno.
Un gesto es un trayecto y una trayectoria,
un estuario, un delta de cuerpos que confluyen,
más que trayecto un punto, un estallido,
un gesto no es inicio ni término de nada,
no hay voluntad en el gesto, sino impacto;
un gesto no se hace: acontece.
Y cuando algo acontece no hay escapatoria:
toda mirada tiene lugar en el destello,
toda voz es un signo, toda palabra forma
parte del mismo texto.



Siempre me ha gustado esta teoría del pájaro azul. He leído otras versiones; inclusive he escuchado un recitado, en inglés, del mismísimo Charles Bukowski, en youtube, acompañando una grabación del escritor paseando por las calles de Los Ángeles. Un psiquiatra lo llamaría "manía depresiva" o "bipolaridad", o algo parecido. Le recetaría al tipo un medicamento y le diría que pensase en otra cosa; que hiciese un poco de deporte y no bebiese tanto alcohol. En lugar de eso, Hank escribió un delicioso poema. Esta historia me recuerda algo que está sucediendo en estos momentos por aquí cerca. Uno de mis alumnos ha sido diagnosticado como "hiperactivo". Un chaval inquieto, vamos. Van a medicarlo, su padre está de acuerdo. El propio padre dice que con el fármaco su hijo no parece la misma persona; anda adormecido todo el tiempo, mientras sufre los efectos sedantes de la medicina. Estuve tentado de decirle a ese padre que eludiera tratar a su hijo con medicinas; solamente me parece un chico un poco inquieto, nada grave. Pero no me atreví a contradecir las opiniones de un psicólogo. Pronto tendremos en clase a un nuevo individuo; un chico tranquilo y sedado, menos molesto que antes, por cierto.



hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí dentro, no voy
a permitir que nadie
te vea.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero yo le echo whisky encima y me trago
el humo de los cigarrillos,
y las putas y los camareros
y los dependientes de ultramarinos
nunca se dan cuenta
de que esté ahí dentro.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí abajo, ¿es que quieres
hacerme un lío?
¿es que quieres
mis obras?
¿es que quieres que se hundan las ventas de mis libros
en Europa?

hay un pájaro azul en mi corazón
que quiere salir
pero soy demasiado listo, sólo le dejo salir
a veces por la noche
cuando todo el mundo duerme.
le digo ya sé que estás ahí,
no te pongas
triste.

luego lo vuelvo a introducir,
y él canta un poquito
ahí dentro, no le he dejado
morir del todo
y dormimos juntos
así
con nuestro
pacto secreto
y es tan tierno como
para hacer llorar
a un hombre, pero yo no
lloro,
¿lloras tú?

lunes, 28 de noviembre de 2011




Francisco Umbral y Juan Carlos Onetti juntos serían como una pareja humorística estilo Tip y Coll, o algo parecido. De la España machista, de otra época, de un humor facha, con una modernidad extraña, formalista y libre. Ambos son anarquistas de espíritu; el uruguayo, hacia adentro, en su mundo, con su región inventada y sus putas viejas, viciosas y arribistas; el vallisoletano, si se quiere, hacia afuera, construyendo una ficción sobre sí mismo, su figura y su memoria; con una personalidad airada totalmente impostada, entre el dandy francés y el paleto castellano, también con sus putas, las putas mujeres con las que copuló, o dijo que había copulado. Vaya pareja. Escritores rancios rancios. Yo no sé si se conocieron en vida. Onetti al parecer vivió en Madrid los últimos años de la suya; es posible que Umbral lo fuese a ver, tal vez no. Para mí hay entre ellos cierto compaginamiento; pues los leo a la vez, por las noches, antes de dormirme, primero cojo el libro de Francisco Umbral, Los helechos arborescentes, y luego el de Juan Carlos Onetti, Cuando ya no importe. Primero me río hacia afuera, luego hacia adentro; y luego me tomo la pastillita y me duermo. Tanto es así que estoy pensando que en esos libros el uno se acerca al otro; es decir, Francisco Umbral se acerca a Juan Carlos Onetti, pues en Los helechos, la prosa desvariante del escritor castellano se torna onírica, barroca como siempre, pero inusualmente imaginativa, surrealista a veces, poblada de fantasmas y personajes inventados, con una trama absolutamente inverosímil; Onetti, no obstante, como siempre, ahondando en su especial automatismo, escribiendo como si estuviera borracho, a la vez culto, es decir, refinado, y deslavazado. Son como un complemento el uno del otro. Un mismo escritor, con temperamentos divergentes. Dos en uno. Las dos caras de una misma moneda. Ranciedad y puterío.

domingo, 27 de noviembre de 2011

Era uno de esos momentos.
Pensamientos apocalípticos, mortales.
Yo calculaba la mejor manera
de acabar con todo.
La forma más certera
y más limpia.
Que sea definitivo,
irreversible. Y que nadie
lo note; que parezca un accidente
o una muerte natural. Qué gran
engaño. Ahí os quedáis.
Con vuestras putas miserias
y mezquindades.
(Íbamos a ver a la abuela;
de pronto, cambié de carril.)
(Conducía yo.)
Me giré a ver al niño,
pues no lo veía por el retrovisor.
Me miraba fijamente.
Parecía haberme leído
el pensamiento.
Su mirada era tierna
y piadosa.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Miré al cielo. Dije
un sueño espera ser soñado.

Venía de otro sueño.
Compartido. Hermoso.
Me asfixiaba. Era tan
limpio el aire
que un grito de dolor hubiese
resplandecido.
Miré al cielo. Cogí mis armas.
Las de ellos eran otras, pero
no había diferencia:
de una verdad a otra, ¿cuánto dista?
¿Cuánta ignorancia las separa
y cuánta las designa?
Es la verdad el nombre
que damos al impulso
con que la vida quiere ser soñada.

Cogí mis armas. Atrás quedó
el hogar. Abierto, el horizonte.

Fue hace mucho tiempo. Ahora…

ahora ya no son tiempos de espejismos.


miércoles, 23 de noviembre de 2011




Hay temáticas ineludibles. Caigo como un idiota. La docencia, por ejemplo; o el dibujo. Novelas sobre la escuela. Películas sobre maestros rurales. Biografías o autobiografías de artistas. Pamplinas. Ya digo: acabo de leerme una novelita sobre profesores titulada La sala de profesores, de un escritor alemán del que no tenía ninguna referencia, un tal Markus Orths. Se dice en la solapa que ha ganado premios a tutiplén. Prosa bernhariana; o algo parecido. [Me acuerdo de lo que dice Peter Handke sobre el estilo de Bernhard (demasiado fácil de imitar); también me acuerdo de Nocilla Lab, de Fernández Mallo, texto bernhardiano a ratos, repetitivo y lleno de trivialidades.] (Yo no creo que la escritura de Thomas Bernhard sea banal. Su primitivismo solamente tiene sentido, a mi modo de ver, como expresión del trastorno que producen las obsesiones y la enfermedad. Lo que no es fácilmente copiable porque esa clase de trastorno no se puede impostar.) Markus Orths imita a la perfección la musicalidad johannsebastianbachiana de Thomas Bernhard; no obstante la utiliza para construir un relato blandito, amable, graciosete y misteriosito. No llega a los niveles de superficialidad de un Fernández Mallo; pero se ensucia de boberías. No he sabido ver nada del trabajo docente en La sala de profesores.

John Berger me cae fenomenal. Lo imagino bebiendo vino en un estudio de pintura con jardín. Cuidando de sus verduras cuando se cansa de dibujar y escribiendo en su cuaderno cuando se agota de andar por senderos solitarios y naturales. Es un escritor rudo; de texturas avinagradas. Me gusta cuando escribe de arte. Su criterio es arcaico, tradicional; pero adusto y sensato. Promulga una austeridad que no es de este tiempo; no obstante, y tal vez por su especial anacronismo, las opiniones de John Berger me parecen imprescindibles. John Berger es como un agricultor o un panadero; un intelectual sencillo y de lo obvio. Alguien que habla en Sobre el dibujo de lo que ya nadie habla.

lunes, 21 de noviembre de 2011



No me deja pasar el guardia.
He traspasado el límite de edad.
Provengo de un país que ya no existe.
Mis papeles no están en orden.
Me falta un sello.
Necesito otra firma.
No hablo el idioma.
No tengo cuenta en el banco.
Reprobé el examen de admisión.
Cancelaron mi puesto en la gran fábrica.
Me desemplearon hoy y para siempre.
Carezco por completo de influencias.
Llevo aquí en este mundo largo tiempo.
Y nuestros amos dicen que ya es hora
de callarme y hundirme en la basura.



Desnuda está la tierra,
y el alma aúlla al horizonte pálido
como loba famélica. Qué buscas,
poeta, en el ocaso?

Amargo caminar, porque el camino
pesa en el corazón. El viento helado,
y la noche que llega, y la amargura
de la distancia!... En el camino blanco

algunos yertos árboles negrean;
en los montes lejanos
hay oro y sangre... El sol murió...
Qué buscas, poeta, en el ocaso?

domingo, 20 de noviembre de 2011





1. Las editoriales son especialmente necrófilas. Se nutren de libros póstumos; ensamblados por los parientes lejanos de los autores. Esos libros probablemente son mejores que los libros que los autores tenían en mente antes de morirse. Un suicidio a tiempo es inmejorable. El escritor se cuelga con el libro casi acabado. Su mejor libro. Ya solamente falta que la crítica lo avale. Es de lo mejor de ese autor prematuramente muerto, sin duda.

2. Yo no me he atrevido a comprar Un americano, de Henry Roth; un autor que me cae fenomenal y me gusta mucho. No me parece serio en un autor serio que salga al mercado un libro suyo que no haya ensamblado el propio autor, sino su primo lejano. Un americano es la obra maestra oculta del primo lejano de Henry Roth. No obstante devoré con gusto Los sinsabores del verdadero policía, de Bolaño; fue, de hecho, mi primer Bolaño; y el libro que me introdujo en su universo de leyendas postmodernas reales y ficticias. No me importó que el montaje final de Los sinsabores no fuese del propio Bolaño, sino de ese primo listo que tiene todo escritor fenecido. Toda la obra de Franz Kafka tiene ese mismo inconveniente y yo por supuesto no me atrevo a cuestionarlo; mejor tener a Kafka incompleto, rescatado de sus accesos autodestructivos, que no tenerlo.

3. Peter Handke es muy aburrido. Tiene ese aburrimiento vital, casi místico, que a mí me gusta tanto. Sus libros, tan austríacos, como tienen que ser, parecen suspendidos en el espacio y el tiempo; como si hicieran esfuerzos por convertirse en materia y no lo consiguieran, una vez y otra, derribándose al mismo tiempo que se erigen en pie. A mí me hace gracia que Handke todavía juegue a espantarse la sombra de Bernhard, diciendo de su rival muerto que tenía un estilo fácilmente imitable y ello lo convertía en mal escritor.

4. Handke ha escrito un libro de los que a mí me gustan, aburrido, muy aburrido, innecesario e ilimitado. Se titula Ayer, de camino. Es un libro-dietario y de-viajes que me recuerda en su planteamiento a A lo largo del camino, de Julien Gracq, otro libro aburrido de otro escritor aburrido. No obstante Gracq es como una roca, de literatura condensada, sólida como el metal. Handke se pierde, flota; parece derrumbarse en cada entrada. El libro de Handke tiene, digamos, los perfiles borrosos; Gracq, al contrario, escribe su libro con perfiles precisos, clásicos. Tal vez sea ésa una diferencia fundamental; la textura literaria. O puede que mi juicio sea totalmente banal y sin sustancia. Se trata de vagar por el mundo, al fin y al cabo. Aburrirse y escribirlo.

5. David Foster Wallace quiso escribir sobre el aburrimiento. No obstante confundió el aburrimiento con la burocracia; o cosas de ese estilo (las burocráticas retrasmisiones de partidos de golf, por ejemplo). Foster Wallace quiso ver una mística en esa clase de aburrimiento. Luego se suicidó; dejando su obra maestra inacabada, todo un monumento al aburrimiento burocrático, o lo que sea. Yo creo que hay una diferencia en la calidad del aburrimiento. Hay un aburrimiento histérico y estresado (el de Foster Wallace); y un aburrimiento desgajado y laxo (el de Handke; a mi modo de ver de una calidad superior y una mística genuina y total). Yo creo que el aburrimiento autentico requiere una gratitud general, sin límites.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Un farol dominguero
madurado por el viento
puede incendiar las ramas.
Debe recogerse antes.


Las putas respingonas de las tildes
brillan por su ausencia en este orbe.
Ya no llueve.
S. me insiste que le ponga a D. esa ropa decorosa
con la que salir a la calle
como si fuera domingo.
Lo que no he contado,
por puro cansancio de contar
(tampoco hace falta decirlo todo a estas horas),
es que ayer vi a O.
y estaba fumando.
Fumaba por la calle,
mientras caminaba
(todo el mundo lo hace desde la ley seca del tabaco);
entonces D. y yo nos cruzamos con ella.
Se hizo la despistada,
como si hubiese hecho algo malo.
Las putas respingonas de las tildes
amenazan con entrar en este orbe;
no obstante yo las espanto,
con astucia (la escasa de la que soy capaz).
Un coche ostentoso, con un desagradable soniquete,
es cuidadosamente desarticulado por el infante,
despiezado, desmembrando; agonizante,
el coche (de juguete, no obstante, como digo, ostentoso)
no cesa de hacer ruido, alegre,
con esa musiquita festiva que lo anuncia,
infantil, enloquecido, en la penumbra matutina
y helada
de esta jornada (sin alcohol; pero a su vez sin tildes).
Yo creo que las tildes son en cierto modo
espirituales;
son esas putas respingonas como un halo fantasmal
o una aureola
que bordea, ya lo he dicho, brincando,
el significante de las cosas.
Vamos a pasar de todo.
(Hace tiempo que no digo nada parecido;
que no lo pronuncio,
es lo que quiero decir.)


jueves, 17 de noviembre de 2011

No le toques los pechos Extranjero
A esta sombra con fiebre que esta noche
Anocheció tan hembra
Por los linderos de los residentes
Todo el verano es de ellos
Escúchalos dichosamente extraviados
Sin saber cómo hacer
Para entender bajo sus propias voces
Este lamento de la plenitud
Que tan claro se oye en tu silencio
Y tienes que vagar a solas
Por las quietas afueras de su fiesta
Y poner sólo ecos distantes
En tu ramo nocturno en la sombra cortado
Y bañarte tan solo en murmullos de espumas
No saben que su amo
Tiene en ti un siervo más
Que también el verano te devuelve un rato
Tu corazón con llaga
Nadie sabe aquí el nombre
De tu amor extranjero
Y tienes que alejarte al borde de la noche
A decirlo a sus muertos
Que duermen allá afuera y que piensan en ti
Tras sus pesados párpados cerrados.



¿Existe una imaginación que entronizada reúna
Tan inexorable como benevolente, lo justo
Y lo injusto, que en medio del verano se detenga

Para imaginar el invierno? Cuando las hojas mueren,
¿Se asienta en el norte y se envuelve a sí misma,
Con la agilidad de una cabra, cristalizada y luminosa,

En la más alta noche? ¿Yesos cielos la adornan
Y la proclaman, la blanca creadora de negro, propulsada
Por extinciones, tal vez incluso de planetas,

Incluso de tierra, de mirada, en la nieve,
Excepto cuando es necesario a modo de majestad,
En el firmamento, como cábala de coronas y diamantes?

Salta a través nuestro, a través de todos nuestros cielos,
Extinguiendo nuestros planetas, uno a uno,
Dejando, de donde estábamos y mirábamos, de donde

Nos conocíamos unos a otros y pensábamos de cada uno,
Un residuo tembloroso, congelado y concluso,
Salvo esa corona y esta cábala mística.

Pero no se atreve a saltar por azar en su propia oscuridad.
Debe cambiar de destino a frágil capricho.
Y así, su impulsada tragedia, su estela

Y su forma y su fúnebre hacerse se mueven para hallar
Lo que deba o, al menos, pueda deshacerla,
Digamos, una ligera comunicación bajo la luna.

lunes, 14 de noviembre de 2011



Low no son un conjunto musical para apaciguarse. En C'mon se muestran cachazudos; pero con una determinación extraordinaria. Yo soy adicto a la cerebralidad de C'mon. Su violencia religiosa; su intrepidez desvestida. La música en C'mon viene de muy lejos, como las letanías. Con un ruego estoico, salvaje en su desgarro severo.

Soy estúpido
en la trascendencia. Hay algo hueco en la música;
en toda la música al fin y al cabo.

Vaya rectitud en los eriales.
Todo es broma. El dolor
ahogado. Mortal
dulzura.

domingo, 13 de noviembre de 2011


Este trazo blanco en la página blanca es el trazo del grito.
Ya no teme al obstáculo.
No le estorba la tinta.
¿Deja el ave una huella de su vuelo?
Tú sigues con la mirada al pájaro.
Aquí, el oído es el orden.
Un pensamiento que tiembla, no mayor que un reyezuelo
herido, se hincha al pulso de mi alma redondeada,
punza mientras su arañazo señala semejante a un montón de porquería,
alas ovales sonando monótonamente como un corazón apanelado.
Me das pena, reyezuelo; más de la que tú das al gusano.
He visto ese pico sin piedad golpeando suave al gusano
como una aguja de calcetar a la lana, el temblor que das
tragando ese flácido fideo, su meneo de consumación
semejante al de una semilla tragada por la raja de una tumba,
después tu guiño de rectitud ante la religión de un reyezuelo;
pero si murieses en mi mano, ese pico sería la aguja
en la que el mundo negro siguió girando en silencio,
tu música tan medida en surcos como lo era la de mi pluma.
Sigue picando en esta vena y verás lo que pasa:
las madejas rojas se partirán en dos como lo hace la calceta.
Se acanala en mi palma, como el latido, baqueteando para irse,
como si compartiera el conocimiento de un reyezuelo en otra parte,
más allá del mundo anillado en su ojo, estación y zona,
en el iris radial, la mirada fija, apuntada, apuntando.


viernes, 11 de noviembre de 2011

No escribiré nada acerca de lo que he visto. Escribo al pie del instante que esquivo, a rastras
de una pregunta preñada de preguntas.
El mar es mi casa.
No escribiré nada acerca de la calle, el follaje del árbol ahogado.
No escribiré nada acerca de la bestialidad de los hombres, la palabra profanada.
Inocente y culpable, distanciada en el corazón y en los ojos de mi padre y de mi madre,
por una resurgencia de demencia
cuyas gradas son las piedras calcinadas.
Sola, en mi terror a mirar por encima de la tapia.
Sola, en mi penumbra obstinada.



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