lunes, 17 de diciembre de 2012

La importancia de Marcel Proust es la ambigüedad. O, para ser exactos, la inestabilidad. Otros escritores producen incertidumbre; Marcel Proust produce inestabilidad. Leer a Proust es como pisar una superficie deslizante y ser incapaz de mantener el equilibrio. No existen firmezas. El ser humano es moldeable, informe. La naturaleza es elástica, cambiante, incognoscible. Otros escritores golpean al lector. En otros escritores hay fuerza bruta, músculo. Marcel Proust aplica una química disolvente, difuminadora. No existe una separación entre los personajes y el fondo; no hay líneas de contorno. La narración es una especie de continuum anecdótico y banal. Trascendencia cero. Ligereza infinita. Las cosas, en manos del escritor Marcel Proust, pierden toda solidez, se degradan, se descomponen. Lo proustiano tiene una gravedad diminuta, atomizada, disgregada, infinitamente divergente. En Proust hay una fuga constante en la que las cosas pierden su apariencia. El escritor, en cierto sentido, juega a engañarnos. Pero no nos aniquila. No nos asfixia. Su juego es hacernos etéreos, diseminarnos. Ponernos frente a nuestra propia aleatoriedad. Hacernos ver lo que de nosotros hay en el otro. El otro siempre. El otro como un molde de nosotros mismos. La novela de Proust es como un juego de espejos. Por ese motivo, Marcel Proust pudo escribir como lo hizo sobre los sentimientos de Charles Swann. Marcel Proust supo ver, no solamente lo que de él mismo había en los demás, sino lo que de los demás había en él mismo. Uno sospecha que Marcel Proust escribió para disolverse, para cuestionarse, no para construir certezas, no para reafirmarse, no para elaborar tesis, sino para penetrar la realidad, como un hombre invisible que penetra las paredes. Es decir, como un fantasma que no conoce los límites físicos, sustanciales, de las cosas.

Ninguna lectura ha influenciado tanto a Javier Morant en su percepción del mundo como En busca del tiempo perdido. La realidad se ablanda, hasta el punto de creerse Javier Morant una ficción de sí mismo, un personaje inventado, imaginado, abocado a un destino cambiante, incierto, fantástico e imprevisible. Curiosamente, para Javier Morant todo esto constituye algo positivo. La voluntad y el deseo desaparecen. Cualquier insignificancia adquiere un sentido nuevo, una consistencia inesperada.


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