martes, 26 de febrero de 2013






El sol alcanzó lo alto; el taxi corrió.
Había una especie de fiebre en el reloj
Aquella mañana. Llegamos a la estación de Waterloo
Con tiempo de sobra y sin poder encontrar mi vía.

El café amargo en un pequeño bar
Nos dio pie a conversar. Cuando el tren
Comenzó a moverse vi que te alejabas
Y desaparecías, y los vasos sanguíneos en mi cerebro

Estallaron, el tren rugió, los otros viajeros
Brincaron entre las llamas, ardiendo en el aire revuelto
"Che si cruccia", oí a los demonios maldecir
Y chillar de alegría en ese lugar más allá de toda plegaria.

lunes, 25 de febrero de 2013







La pintura. No creo que sea ya posible
hablar de Historia de la pintura. Ni me importa.
Me importa mi relación con esa cosa
con la que, aún, tengo la inercia de relacionarme.
Me importa la pintura porque me ha importado durante años.
Y, sin embargo, en cierto sentido,
ya no me importa.
No creo que en esta época nuestra un cuadro,
cualquier cuadro, sea más relevante que cualquier otra imagen
(ahora hay infinidad de tipos de imágenes:
impresas, virtuales, fotográficas, infográficas,
videográficas, grafitis en paredes,
escupitajos en el suelo).
Es más, un cuadro, cualquier cuadro,
tiene hoy menos vigencia,
esto es, menor relevancia, que cualquier otra imagen.
Entonces, ¿por qué sigo teniendo esa tendencia,
a mirar un cuadro como si fuera una cosa importante?
No lo sé, la verdad.
Hasta hace un par de años, tal vez menos,
todavía me montaba mis teorías en torno a la vigencia de la pintura,
en torno a su necesidad.
Que si tiene un carácter reflexivo
que no se produce en otros medios. Que si dibujar o pintar es,
en cierto modo, una manera de pensar las imágenes.
Que si el goce físico de mancharse las manos.
Que si es necesario conservar las sensaciones directas, táctiles,
que solamente se producen frente a un cuadro.
Pavadas. La pintura ha muerto y punto.
Murió hace mucho tiempo. Mucho antes de que yo
empezara a pintar. Lo que no quita que todavía me guste,
de vez en cuando, pintar algún cuadrito.
Al igual que me gusta rascarme los huevos.
Hay un prurito que no se acaba. Morirá conmigo.
Una parcelita en mi dura cabezota. Que me impide abandonar del todo
las cosas que alguna vez fueron para mí importantes.

Mi tema es la nostalgia. Ya lo sé.
Entiendo que el mundo gire y ahora cualquiera pueda hacer,
con un simple teléfono móvil, lo que hasta hace poco era imposible.


domingo, 24 de febrero de 2013

La vida, amigos, es aburrida. No deberíamos decirlo.
Después de todo, el cielo lanza destellos, el inmenso mar suspira,
Nosotros mismos emitimos luz y suspiramos,
Y como me decía mi madre de pequeño
(repetidamente) “Confesar que estás aburrido
significa carecer de
Recursos Internos”. Ahora ya sé que no tengo
Esos recursos, porque estoy tremendamente aburrido.
La gente me aburre,
La literatura me aburre, en especial la gran literatura,
Henry me aburre, con sus quejas & sus dolores
tan malos como uno de Aquiles,
que ama a la gente y el arte poderoso, lo que me aburre.
Y las colinas apacibles, & la ginebra parece una colilla
Y de algún modo un perro
Que se ha tomado a sí mismo & a su cola muy en serio
en las montañas o el mar o el cielo, dejando
Atrás: a mi yo, moviendo la cola.



Isidore Ducasse probablemente no tuvo una infancia feliz. Javier Morant, de súbito, muestra un especial interés por este personaje. (En cierto modo, constituye el reverso de Marcel Proust.) No es posible escribir una biografía extensa de Isidore Ducasse. Es como si no hubiera existido. Tuvo, digamos, un paso fugaz por el mundo. Sin estridencias; a no ser por el temblor salvaje que supone Los cantos de Maldoror. El biógrafo se excusa: es preciso inventar, hay que rellenar los importantes huecos en la breve vida de Isidore Ducasse; de lo contrario, nos quedaríamos con el silencio de su corta existencia y con el mito de su locura. Isidore Ducasse no estaba tan loco, al parecer. Fue un ser torturado, dice el biógrafo.

Una de las máximas de Isidore Ducasse fue no dejar memorias, no escribir sobre la memoria. De ese modo eligió lo imaginario; despreciando lo real. Lo imaginario desatado, febril, monstruoso. El desorden total. Como protesta por el orden de lo establecido, de lo convencional, de lo burgués.

Marcel Proust navegó en el mundo de las convenciones sociales. Su método es éste: discurrir por lo superficial, buceando a veces, destapando muchas veces la trastienda de las cosas. Pero sin alterar ese orden convencional; como si de él dependiera el delicado equilibrio del escritor.

Isidore Ducasse eligió la negación, la marginalidad y el malditismo. Si partimos de la premisa de que, en cierto sentido, es imposible dejar de escribir sobre uno mismo, Los cantos de Maldoror son la verdadera expresión de la biografía de Isidore Ducasse. Con los "cantos" nos debería bastar. Antonin Artaud dijo que, de haber vivido más tiempo, Isidore Ducasse se hubiera vuelto loco; como Nietzsche, como Van Gogh (o como el propio Artaud). No obstante, Isidore Ducasse vivió poco, no llegó a cumplir veinticinco años; de manera que sus "cantos" pueden comprenderse como la rabiosa expresión de su juventud. Antes de morir dejó una serie de poemas en los que cambiaba de registro. Esos poemas no son tan destructivos como sus celebrados "cantos" y, por consiguiente, no han sido tan ampliamente elogiados. Muestran un Isodore Ducasse domesticado o en vías de domesticación. Como si se hubiese dado cuenta de que era imposible seguir por el camino del malditismo. Domesticarse o morir. No hay constancia del motivo de su muerte. No sabremos si, dada la feliz alternativa de sus domesticados poemas, Isidore Ducasse eligió morir.

De modo que Marcel Proust e Isidore Ducasse son dos antagonistas perfectos, radicalmente enfrentados en sus presupuestos estéticos.

Javier Morant lee gustoso sobre la vida de Isidore Ducasse. Javier Morant imagina que Marcel Proust, al narrar los acontecimientos de su vida, siguió el mismo método que el biógrafo de Isidore Ducasse: rellenar los huecos con suposiciones, arrojar luz sobre lo ignorado mediante la imaginación. Al fin y al cabo, la memoria de Marcel Proust no pudo ser tan prodigiosa. Marcel Proust no estaba presente cuando Charles Swan y Odette de Crécy intimaban. En las reuniones de salón en casa de Madame Verdurin, Marcel Proust debía ser tan solo un niño. ¿Cómo acordarse de todo aquello con el detalle con que ha sido narrado en En busca del tiempo perdido? Marcel Proust, en efecto, rellena lo que no sabe, debe hacerlo.

¿Qué hizo de Isidore Ducasse un negador tan radical, hasta el punto de renegar de su biografía, es decir, de su propia memoria? Tal vez el suicidio de su madre, cuando Isidore Ducasse contaba tan solo dos años de edad. Crecer con la certeza de que tu propia madre no ha querido vivir. Sentirse necesitado de negar a la madre para soportar su ausencia y su suicidio. (Proust, al contrario, siempre habla de un amor profundo por su madre; evidenciando una dependencia total, casi enfermiza.) Isidore Ducasse fue enviado por su padre (cónsul francés en Uruguay) a Europa, solo. Siendo adolescente, su padre se deshace de él. La soledad fue su signo. Javier Morant lee e imagina la silenciosa muerte de Isidore Ducasse. Dejado de lado por sus dos progenitores, rubricó antes de morir el documento de su inquina. Ni siquiera asumió su propio nombre, el nombre que le habían puesto sus padres. Firmando como el misterioso conde "del otro monte".


martes, 19 de febrero de 2013



En la sala de profesores (una sala de profesores cualquiera, de un instituto de secundaria cualquiera, de una ciudad cualquiera), varios profesores hablan sobre el recorte de sueldo en las bajas por enfermedad. Hay una profesora que, al parecer, no se ha acabado de enterar. Las dos primeras jornadas de baja, nos descuentan un cuarenta por ciento, a partir de la tercera hasta la veinte, nos descuentan el veinte por ciento. A partir de la jornada veintiuno, percibimos el sueldo completo. Por lo tanto, si caes enfermo, procura que vaya para largo. Si enfermas de algo no muy grave, vas a tener que ir al trabajo jodido, hasta que te cures; si no quieres que te metan un tajo importante a lo que vayas a cobrar ese mes. Consecuencia: hay una profesora en el centro que lleva arrastrando una gripe desde hace semanas. Se la ve fatal, puede quedarse en casa un par de jornadas sin justificar, pero ha de volver al trabajo todavía enferma, con lo cual, no se acaba de curar. Las clases se le desbaratan de mala manera, algo que va a tener que pagar a lo largo del curso. Probablemente haya contagiado a algunos alumnos. Todos pierden. Pero ella no puede faltar, no se puede permitir que se le descuente parte de un sueldo ya bastante exiguo. Paga una hipoteca, es de los pocos que todavía la puede seguir pagando. Los gastos han subido vertiginosamente: el agua corriente ya es tan cara que casi vale la pena comprarla embotellada, la luz, los gastos de escalera, el ascensor se ha estropeado, los vecinos este mes le piden una derrama importante, la gasolina, por las nubes, todas las putas semanas hay que poner, treinta euros, antes con treinta euros llenabas el depósito, ahora no llega ni a la mitad. No puede faltar, no se lo puede permitir. Pero se la ve jodida; lleva varias semanas con muy mala cara, lo está sufriendo, la mujer.

Y luego está el asunto de los robos a los profesores. Está de moda entre los alumnos. Robos perpetrados sobre todo a las profesoras, pues las profesoras llevan la cartera en el bolso. Solamente tienen que despistarla, preguntándole cosas, rodeándola, como si de pronto varios alumnos a la vez tuviesen un interés extraordinario por la asignatura; y, mientras, otro alumno le escarba el bolso, le roba la pasta que tenga en la billetera y vuelve a dejar la cartera en su sitio. No es difícil; de hecho, es como un juego, puede llegar a ser divertido si no te pillan. Los profesores están cansados, tienen más horas y más alumnos, no controlan. Es fácil aprovechar el barullo para beneficiarse. Veinte euros, treinta euros; bah, no son nada. No tiene importancia; comparado con lo que roban los gobernantes. Puede parecer demagógico, pero el alumno de secundaria, el adolescente, es bastante permeable a este tipo de cosas. Y no es fácil desmontar el argumento que a partir de las informaciones que se vierten en los noticiarios se ha ido configurando en su cabeza: si los del gobierno roban millones de euros, qué importancia tiene que yo robe de vez en cuando un billetito de veinte o de cincuenta. Al fin y al cabo, son funcionarios, tienen curro, mi padre se ha tenido que ir a trabajar a Almería, mi madre trabaja más horas en un día que ellos toda la semana. Que se jodan. Que nos jodan a todos.

lunes, 18 de febrero de 2013




Lo hermoso es alegría para siempre:
su encanto se acrecienta y nunca vuelve
a la nada, nos guarda un silencioso
refugio inexpugnable y un reposo
lleno de alientos, sueños, apetitos.
Por eso cada día nos ceñimos
guirnaldas que nos unan a la tierra,
pese a nuestro desánimo y la ausencia
de almas nobles, al día oscurecido,
a todos los impávidos caminos
que recorremos; cierto, pese a esto,
alguna forma hermosa quita el velo
de nuestro temple oscuro: tal la luna,
el sol, los árboles que dan penumbra
al ganado, o tales los narcisos
con su universo húmedo o los ríos
que construyen su fresco entablamento
contra el ardiente estío; o el helecho
rociado con aroma de las rosas.
Y tales son también las pavorosas
formas que atribuimos a los muertos,
historias que escuchamos o leemos
como una fuente eterna cuyas aguas
del borde de los cielos nos llegaran.




Javier Morant está a punto de romper su relación con Ebbinghaus. Han llegado a un punto en el que no parecen avanzar en la terapia. Un punto de, digamos, estancamiento. El problema de Javier Morant, según Ebbinghaus, es que, de alguna manera, ha equivocado su planteamiento vital. Javier Morant debería haber sido otra persona, debería tener otro lugar de residencia, una mujer que no es la suya, un hijo diferente a Domingo, otro trabajo, un nuevo aspecto, nuevas prioridades. El problema es que Javier Morant hay cosas que no está dispuesto a cambiar. Ya es para él demasiado tarde. Ha llegado el momento de asumir los propios errores, cargar con ellos. Lo que Ebbinghaus le propone es, por decirlo de alguna manera, aligerar la carga, escapar de al menos alguna de las tensiones que soportan su actual existencia. Obviar sus trabas. No es posible. No puede renunciar a su entorno. (Inclusive, opina que si huyera se encontraría con nuevas angustias; en efecto, Javier Morant cree que Ebbinghaus no ha acabado de comprender su problema: la angustia le viene de fábrica, está en él y la lleva allá donde vaya, como parte de su manera de enfrentarse a las cosas.) Ebbinghaus le recomienda que trate de encontrar algo que desvíe la tensión. La gente tiene aficiones, hobbies, que cumplen esta función: liberar la angustia de la cotidianidad. Los hobbies son placebos que tratan de desviar la atención. Suponen fantasías que nos hacen creer que nuestra vida no es tan soporífera como parece. Ebbinghaus no es capaz de marcar la conveniencia de uno u otro hobby. Cualquiera puede ser válido. Cada uno busca el suyo, de acuerdo con sus intereses y su personalidad. Hacerse motero, por ejemplo, plantearse acabar una maratón, comer hamburguesas hasta atiborrarse, salir al monte todos los fines de semana, ir en bici, jugar al pádel, coleccionar sellos. Cualquier cosa que nos haga creer que nuestra vida es mucho más interesante de lo que es en realidad. Cualquier cosa que nos distraiga del envejecimiento de nuestro cuerpo y de nuestra mente. Cualquier cosa que nos haga olvidar nuestras limitaciones, en definitiva. El problema de Javier Morant, como el de cualquier neurótico, es la no aceptación de la realidad. Hay abismos a los que es preciso enfrentarse; de lo contrario uno se deja vencer por las frustraciones. Los miedos le invaden, todo hiere, se sobredimensiona lo insignificante. Uno desea llegar al final, acabar, que todo acabe, pues supone un sufrimiento insoportable.

Pero, ¿cómo combatir la banalidad del hobby, su absoluta insustancialidad? En definitiva, el hobby es una actividad que no afecta directamente a nuestro planteamiento vital. El hobby es solamente entretenimiento, nada más. ¿Cómo puede solucionar nada? Es posible que la gente se entregue a un hobby como si fuera el leitmotiv de su vida. Javier Morant no es capaz. Tiene alma de misionero. Necesita dar su vida por algo. Entregarla a tiempo completo. Apasionarse. No admite entretenimientos de fin de semana.

No existe el placebo si el sujeto no se deja engañar, piensa Javier Morant frente al discurso de Ebbinghaus. (Sin embargo, Javier Morant calla, no opina en voz alta.) La consciencia invalida el placebo. No puedo inventarme un hobby para autoengañarme. Sería como si un hiponotizador quisiese autohipnotizarse. Esto es imposible, piensa Javier Morant. La consulta de Ebbinghaus huele a comida. Es la una y media. Probablemente Javier Morant sea el último paciente de la mañana. Alguien le ha debido traer un bocadillo de algo. ¿Carne? ¿Tortilla? Javier Morant no es capaz de diferenciar el olor. Ebbinghaus, de pronto, y tras mirar su reloj de muñeca, se levanta y le tiende la mano. Nos vemos la semana que viene, le dice, y piensa sobre lo que hemos estado hablando. Tienes que encontrar algo. Pero tienes que encontrarlo tú.

Ya fuera de la consulta, se adentra por los pasillos del edificio y espera el ascensor. De pronto, se da cuenta de que sí tiene un hobby, uno relevante, que de verdad le importa. La lectura. Leer, en efecto, le apasiona a veces. Aunque a veces le aburre. En efecto, Javier Morant busca en la lectura una clase de evasión. Algo que, tal y como plantea Ebbinghaus, suponga una manera de elevarse por encima del aburrimiento de lo cotidiano. La lectura no es un hobby activo, vitalista. Tal vez no sea válido, según el planteamiento de Ebbinghaus. Es raro que Ebbinghaus no haya hecho alusión a la afición de Javier Morant a la lectura; pues han hablado de ello en anteriores ocasiones. No obstante, hace ya varias sesiones que Ebbinghaus no anota nada en su cuaderno. Se limita a conversar, como si se tratase de un amigo. Y no lo es. Tal vez por ello ya va siendo hora de replantearse su relación. Podría intentarlo con un nuevo psicólogo.

Conduce hasta casa. En el catálogo de sus miedos está adquiriendo protagonismo el riesgo a sufrir un accidente de tráfico. Nunca había tenido ese miedo. Se tiene por un excelente conductor. Se gana la vida gracias a ello. No obstante, cada vez se siente más inseguro. Como si creyese estar perdiendo reflejos, destreza. En una amplia avenida de tres carriles, al ser rebasado por un automóvil, últimamente se ha sorprendido dando un volantazo para separarse, a punto de salirse del carril y contactar con otro automóvil. ¿Qué pasará si este miedo se acrecienta y es incapaz de desempeñar su trabajo?

¿Es Marcel Proust solamente un hobby? ¿Leer En busca del tiempo perdido es como hacer senderismo, como jugar al tenis, como montar en bicicleta? Javier Morant comenzó la lectura de Proust pensando en las dotes curativas de este autor. Esa cosa francesa que tanto tiene que ver con la vida, con el deseo de vivirla. Y, sin embargo, Marcel Proust parece haberle transmitido una especie de fragilidad, una clase de hipersensibilidad cuyo efecto ha sido incrementar el miedo, intensificarlo. Como si cualquier detalle de su insignificante vida tuviera resonancias que le alertasen del peligro y la imposibilidad. Pero, ¿qué imposibilidad?


domingo, 17 de febrero de 2013




Sexo atlético, paroxístico. Una mujer entra en un recinto en el que es recibida por unos veinte o veinticinco hombres y otra mujer. La primera mujer es joven y delgada, y bastante guapa. Saluda a la concurrencia y habla con la otra mujer, joven a su vez, pero no tan guapa y de aspecto punk. La mujer punk ayuda a desnudarse a la primera mujer. Los hombres, no todos pero en su mayoría, se bajan la cremallera del pantalón, se sacan la polla y comienzan a masturbarse. La mujer queda completamente desnuda. Tiene el vello púbico rasurado. Sonríe nerviosamente. La mujer punk la conduce hasta una mesa de madera que está en el centro del recinto. La mujer punk ayuda a la primera mujer a tumbarse sobre la mesa. Dócilmente, se tumba. Y se estira, quedando rígida, como si fuera un cadaver. Uno de los hombres se acerca a ella y le abre las piernas. La penetra. A partir de entonces, los hombres se turnan para penetrarla. Los que no se la están follando, siguen frotándose la polla, cada vez más cerca de ella. Varios de ellos se masturban cerca de la cabeza de la mujer, que ya ha abierto los ojos y sonríe a veces, y a veces muestra una expresión de, digamos, éxtasis. Los hombres eyaculan en el rostro de la mujer. La mujer ríe, cada vez que a uno se le escapa el esperma en su cara. En una ocasión, la mujer dice: Es como agua. Lo dice, tal vez, para hacerlo liviano, insignificante o limpio. En efecto, la mujer está recibiendo un baño de esperma. Quince o veinte tipos han eyaculado sobre su cara, sobre su pelo, sobre su boca, sobre su nariz. Inclusive, uno de los tipos bromea. Dice: Espero que no puedas quedarte embarazada por la nariz. Ella no lo escucha, o parece que no lo escucha. Una nueva polla entra en su coño y ella exagera el gesto, como de sorpresa, con el que manifiesta supuestamente el sentimiento de tener una nueva polla dentro. La mujer punk se sitúa detrás de la primera mujer (como para darle ánimos en esta especie de proeza sexual) y, acercándose a su oído, le dice: Te lo estás pasando bien. Cuando todo acaba, la mujer se incorpora y se sitúa, de pie, desnuda, junto a la mujer punk. La mujer punk coge la mano de la primera mujer y la levanta por encima de sus cabezas, al igual que hace el árbitro con el ganador de un combate de boxeo. La primera mujer, con al brazo alzado, recibe el aplauso de todos los hombres, que ya se han guardado sus pollas o se las están guardando. Así como está, desnuda, muy delgada, y con el rostro y el pelo ligeramente desfigurados por el esperma, parece una mujer desvalida. No obstante, la mujer sonríe, continúa sonriendo. Finaliza así la grabación.

Javier Morant contempla el vídeo con una mezcla de repugnancia y excitación. Parece una clase de ritual. Un ritual profundamente materialista y deportivo. Una especie de gesta sexual en la que la mujer se pone a prueba, se abandona, se degrada. Tensa el coño hasta el límite de esos veinte o veinticinco tipos. Ellos van cayendo, uno a uno. La cubren de esperma, cada vez. Pero ellos caen, agotados, rendidos. Y ella sigue. La mujer estira su cuerpo, con una flexibilidad y una autoridad extraordinarias. No deja de sonreír, como si la gesta no le supusiese un esfuerzo.

Hay una metafísica en este tipo de acciones. Debe haber un misterio (como en la escalada de un monte escarpado). Una clase de épica. Su paroxismo es equiparable al de los deportes de fondo.

Silvia Serrat le ha regalado a Javier Morant un ejemplar de las Poesías completas de Marcel Proust. Ella ha querido sorprenderle. Como estás leyendo a Proust, ha dicho Silvia Serrat, he pensado que te gustaría tener este libro. Por supuesto, muchas gracias, ha dicho Javier Morant.

Por la noche, casi en secreto, Javier Morant hojea el libro de poemas de Marcel Proust. Son las doce y media y un amigo suyo, de quien no sabe nada desde hace mucho tiempo, le envía una imagen por WhatsApp. Una fotografía de Iñaki Urdangarin con la princesa Cristina. La princesa muestra a Iñaki la portada de una revista en la que ella misma aparece desnuda. Un bocadillo permite leer una línea de diálogo. La princesa le dice a su marido: Ya sé cómo conseguir el dinero de la fianza.

Javier Morant no es capaz de comprender por qué la gente pierde el tiempo con estas cosas. Nunca sabe cómo responder a este tipo de chistes. Medita un poco. A quién se le habrá ocurrido manipular esa fotografía y comenzar a enviarla. Hasta el punto de que esa fotografía le ha llegado finalmente a él, Javier Morant, un tipo que al fin y al cabo nunca ha participado en ese tipo de cosas. Javier Morant decide enviarle a su amigo, al que hace ya mucho tiempo que no trata, un poema de Marcel Proust. Busca uno al azar. Copia unos versos y se los envía a su amigo:

Sostener una espada, un lirio, una paloma
que con su cuerpo tembloroso [huye] y retuerce mi mano,
no vale tanto como tener tu mano, pues no es tan puro el lirio
ni tan noble la espada.

viernes, 15 de febrero de 2013

Locura, humor, fantasía,
ideas crepusculares,
versos tristes y vulgares,
eterna melancolía,
angustias de hipocondria,
soledad de la vejez,
alardes de insensatez,
arlequinada, zozobra,
rapsodias en donde sobra
y falta mucho a la vez.

Viviendo en tiempo brutal,
sin gracia y sin esplendor,
no supe darles mejor
contextura espiritual.
Es un pobre Carnaval
de traza un tanto harapienta,
que se alegra y se impacienta
con murmurar y gruñir,
con el llorar y reír
de su musa turbulenta.
Y como no hay más recurso
que escuchar a esta barroca
furia, que siga su curso
y que lance su discurso
la amargura de su boca.



miércoles, 13 de febrero de 2013




Feliz.
Conecto
un cachivache
a la red
eléctrica.
Soy feliz.
Muy
feliz.
A fuerza
de pronunciarlo
tal vez
se produzca.
Lucha libre
en una cama
de matrimonio.
Atar
unos cordones
de zapatos.
Feliz.
Por nada.
Un telefilme.
Uno decide
ser feliz.
Con ganas.
Mirando
alrededor.
Aguantando
el desprecio
del otro.
Soy feliz.
Lo he querido
así.
Es fácil.
Buscar
en un diccionario
una palabra.
Beber
alcohol
en las comidas
o fuera
de ellas.
Puta felicidad.
Soy tan feliz
que
no puedo
disimularlo.
Hacer algo
para cenar.
Hacer
cuaquier cosa
para comer.
Hoy tenemos
prisa.
Una canción.
Trabajo
hecho en casa.
Qué felices
somos.
Mira
cómo
crecen
nuestros hijos.
Es así.
Nos
desprecian.
Felicidad
pura.
Lucha libre
en la cama.
A ver
qué dicen
los telediarios.
Dar un paseo.
Andar
hasta el centro.
Comprar
un par
de zapatos
porque
hace falta.
Conducir el coche
averiado.
Todas esas
cosas.
Cualquier
cosa.
El aburrimiento.
Veo
la felicidad
en sus ojos.
Cinco
o seis
bocadillos.
Para el desayuno.
Dos cafés.
Felicidad
y cafeína.
Lo que sea.
Apagar
la luz
y dormir.

martes, 12 de febrero de 2013




En vano nos agarramos a las telarañas flotantes
y al alambre de púas.
En vano apoyamos el talón en la tierra
para no dejarnos arrastrar con tanto ímpetu
hacia las tinieblas, que son más negras
que la más negra noche
y carecen ya de corona de estrellas.

Y cada día encontramos a alguien
que involuntariamente nos pregunta
sin abrir siquiera la boca:
¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Y qué viene después?

Bailan y danzan aún un poco más
y respiran el aire perfumado,
¡aunque sea con el dogal al cuello!

domingo, 10 de febrero de 2013




Werner Herzog es un hombre del Romanticismo. Empezando por su aspecto. Esa jeta que se le ha ido haciendo, como de ser maligno, de vampiro despiadado.

En su cine pervive el espíritu romántico alemán. Herzog es un Caspar David Friedrich con una cámara cinematográfica. Un tipo que pretende enfrentarse a los límites naturales del hombre. Los confines, lo inaccesible, la locura, la diferencia, la deformidad. Uno intuye que a Werner Herzog no le interesa para nada la normalidad. La cotidianidad le aburre soberanamente.

En La cueva de los sueños olvidados no es distinto. En un primer momento, me extrañaba que Herzog hubiese centrado su atención en algo relacionado, intrínsecamente, con el mundo de la cultura (aun siendo prehistórica). No obstante, uno ve ese filme documental y no tarda en apreciar que a Herzog la cultura, en sí, es decir, esnobista, le da absolutamente igual. A Herzog le interesa, al contrario, y de nuevo, esa huida romántica lejos del mundo civilizado, hacia los confines. Le interesa la lejanía, el desplazamiento. Herzog, inclusive, utiliza el cine como un medio para escapar, como una clase de experiencia límite. El resultado, en cierto modo, es secundario.

¿Qué le puede atraer a Werner Herzog del mundo prehistórico? La inaccesibilidad, el desconocimiento, probablemente. Yo creo que a Herzog no le atrae tanto el conocimiento como el desconocimiento. En cada filme parece que quiera hacer tabula rasa, desbrozar lo que en el hombre hay de cultural. Alcanzar el origen de sí mismo en lo recóndito. Porque Herzog es, fundamentalmente, un artista que utiliza el arte para explorase a sí mismo.






viernes, 8 de febrero de 2013




Trato de hacer un poco de ejercicio físico
semanalmente.
Salir a correr
o algo por el estilo, lo mismo da.
Los padres de un amigo de mi hijo se mantienen
joviales y en forma gracias al deporte.
El papá del amigo de mi hijo
es triatleta.
Me toca el orgullo.
Salgo a correr.
Parezco un marsupial
arrastrándose por las calles.
Segregarás endorfinas,
dice el padre del amigo de mi hijo.
Las endorfinas son narcóticas, añade, risueño.

Yo fui un obseso del deporte
en otro tiempo.
Me he pasado al bando contrario.
Se me ocurren mil cosas que hacer
en lugar de ponerme a correr o lo que sea.
Detesto hacer deporte.




La luz cada vez más dura,
más impura. La luz que vacía
y ciega, convertida en locura
y aluminio, acá
donde en el opulento barullo
del mercado, la ciudad
escupe al rostro su Orgullo
y su Desmesura.



jueves, 7 de febrero de 2013




Nuestras vidas se deslizan
como los dedos sobre el papel de lija;
días, semanas, años, siglos,
y había épocas en que pasábamos llorando
largos años.

Hoy todavía camino alrededor de la columna
donde con tanta frecuencia esperé
y escuché, cómo murmura el agua
de las fauces apocalípticas,
sorprendido cada vez
por la amorosa coquetería del agua,
que estallaba en la superficie de la fuente
mientras caía la sombra de la columna en tu rostro.

Esta era la hora de la Rosa.

miércoles, 6 de febrero de 2013




Hay un libro que se titula El encantador: Nabókov y la felicidad. Es uno de esos tratados de carácter misceláneo que se escriben ahora. Sin ánimo de profundizar en nada; entre el diario de viajes, la intimidad autobiográfica, la gracieta facilona y la colección de citas. Javier Morant ha pagado por ese libro y no ha podido acabarlo de leer. Normalmente, Javier Morant acaba todo lo que empieza. Es un tipo tozudo. Y le da igual leer una cosa u otra. Puede leer a Soledad Puertolas y creer que la literatura de Soledad Puertolas tiene que ver con la de Marcel Proust. Por el psicologismo, hay que suponer. Los juicios, los razonamientos de Javier Morant en lo que concierne a sus lecturas son misteriosos, personalísimos. A veces parece que se entere de algo; pero, generalmente, queda como un idiota. Javier Morant lo sabe y por eso calla siempre que tiene delante a alguien realmente instruido. Ayer, por ejemplo, uno de sus alumnos de la autoescuela se puso a hablar sobre el escritor francés Mathias Enard. El alumno decía estar leyendo un libro fascinante titulado Zona, un libro sobre Europa, sobre la Europa mediterránea o lo que sea. Pues bien, Javier Morant, creyendo que su alumno, mucho más joven que él, quedaría impresionado, se puso a hablar de un libro de Enard que había estado hojeando en una librería, titulado Remontando el Orinoco. Javier Morant, como un puto imbécil, habló sobre la prosa concisa de ese libro, sobre la metáfora del salmón y sobre cualquier barbaridad que se le ocurriera en torno a ese escritor. Habló sin saber muy bien lo que decía (solamente para impresionar a su interlocutor) hasta que se dio cuenta de que su alumno sabía mucho más sobre Mathias Enard de lo que jamás hubiese imaginado. En efecto, ese alumno había leído un libro de Enard dedicado a la figura del artista italiano Michelangelo Buonarroti. Habló ese alumno sobre el singular casamiento que se da en la obra de Enard, entre Oriente y Occidente. Sobre la postmodernidad de Enard, la amplitud de registros, de localizaciones, sobre las vastas influencias que convergen en su escritura, que van de Dante y Homero hasta William Burroughs y David Foster Wallace. Javier Morant se quedó absolutamente impresionado. Sobre todo porque estaba escuchando a un muchado de no más de veinte añitos. Javier Morant pensaba que a esa edad solamente se piensa en la cultura que se filtra por los pequeños altavoces de un teléfono móvil de última generación.

Al llegar a casa después del trabajo, Javier Morant lo habló con Silvia Serrat. Hemos perdido el tiempo, le dijo a su mujer. Somos unos incultos, añadió. E hizo un repaso mental de todas las supuestas obras maestras que aún le quedan por leer. Pensó que iba a morir siendo un ignorante, incapaz de hilar un discurso coherente y erudito como el de aquel alumno suyo. Ya de noche, ligeramente mareado por el efecto de sus somníferos, retomó el interminable En busca del tiempo perdido. Pensó que a estas alturas del libro todavía no era capaz de entender nada. Marcel Proust en todo caso se había hecho una paja literaria y maratoniana. Javier Morant pensó en la conveniencia de seguir con su empeño de leerse En busca de cabo a rabo. El Narrador, siendo todavía un adolescente, se enamora de la pequeña Gilberte Swann. Experimenta un rechazo similar al que en la primera parte sintiera el padre de Gilberte, Charles, por la madre, Odette. Las dos novelas tienen, hasta ahora, un esquema parecido. Ríos de psicologismo en torno a la insignificancia de unos amores caprichosos, insustanciales. Javier Morant piensa en Silvia Serrat, en ese amor que se tienen sepultado por la pringosa sustancia de la cotidianidad. Lee un poco de Proust y se mete en internet a buscar porno. Escribe en el buscador: "rubia voluptuosa chupando polla". La mecánica del sexo. Escenografiado. Tetas de plástico. Poses de falso éxtasis. Javier Morant revisa durante unos pocos minutos todo este catálogo de imágenes. Internet como un inmenso parque pornográfico. Luego piensa en su hijo, Domingo. En pocos años tendrá todo esto a su alcance. Ya lo tiene, pero, entonces, lo buscará. Hasta perderse. (Javier Morant no se cree capaz de educar a su hijo. El mundo es demasiado vasto y está cambiando a un ritmo vertiginoso, imposible de seguir.) Da una última calada al porro de esta noche y se acuesta. Lo que importa, piensa, es no dejarse impresionar. Saber mantener una cierta tranquilidad. O aparentarlo.




lunes, 4 de febrero de 2013




Lo han quemado todo.
La Iglesia. La Escuela.
El Ayuntamiento.
Todo.

Hasta la hierba.
Incluso,
junto con el cementerio, el humo
tierno de la chimenea
del horno.
Indemne,
amanece sola la arena
y el agua: el agua que hace temblar
mi voz, y refleja
la desolación de un grito
sin origen.
La gente
no sabes ya dónde está.

Quemada hasta la taberna.
Hasta el autocar.
Todo.

No queda ni tan siquiera el luto,
ni el gris, para esperar la solitaria
(inexistente) palabra.

domingo, 3 de febrero de 2013




La trastienda de las cosas. Antes, solamente nos llegaba la cosa en su esplendor, la cosa mitificada. El héroe deportivo o los salvadores de la patria. No eran hombres, eran dioses.

Todo el mundo sabía que aquello no era muy normal. Había mucha mierda escondida, eso seguro.

Los ciclistas se dopan para aguantar esas carreras tan largas. De lo contrario, imposible aguantarlas.

Antes no importaba tanto la trastienda de las cosas. Ahora la gente quiere saber lo que hay detrás de todo. Derribar los mitos. Que no haya dioses. Debe ser cosa de las redes sociales. Hay una especie de democracia de la información. Todo el mundo opina. Se produce un cambio de mentalidad.

Todo el mundo sabía que en política se hacen chanchullos. Los que mandan hacen lo que quieren. Para eso mandan. Dicen que lo hacen por la gente, por el pueblo; pero, no.

La confesión del ciclista Lance Armstrong constituye un hito del deporte. Habrá un antes y un después, probablemente. Se destapa la trastienda del deporte. Lo que ocultan todas esas gestas. Todo ese puto heroísmo.

Nos engañan. Nos han engañado siempre.

Ahora falta un mandatario que tenga los huevos que ha tenido Lance Armstrong. Alguien que marque un hito en el mundo de la política, que instaure una nueva era de transparencia. Aun a riesgo de quedar como un capullo.

Al fin y al cabo, todo el mundo les tiene por capullos deshonestos, chanchulleros.



Marcel Proust fue el mayor de dos hermanos. Sin embargo, jamás escribió sobre ello en su novela En busca del tiempo perdido. Obvió literariamente a su hermano, llamado Robert. Robert fue médico, como el padre de ambos. Robert fue un tipo fuerte y saludable, un tipo con, digamos, éxito en la vida (éxito relativo, de persona normal). Los hermanos Proust no se llevaban bien. Eran muy diferentes. Marcel, el artista, hipersensible, enfermizo, singular. Robert, instalado en el pragmatismo al que obliga la supervivencia normal, la prosperidad en la vida social, lo que sea. Robert emuló al padre. Marcel, a la madre. Esa polaridad los separó. (Sobre todo, a ojos del hermano mayor, Marcel, mucho más perceptivo para este tipo de cosas.) Robert se ocupó de Marcel cuando murieron sus dos progenitores y el escritor, el artista, enfermó definitivamente y no quería más que dedicarse a escribir esas memorias suyas interminables. La relación entre los dos hermanos debió ser, en cierto sentido, similar a la de los hermanos Van Gogh (el hermano inútil, el débil, el enfermo, el obsesivo artista, versus el hermano que sabe conducirse en la vida práctica). Sin embargo, Robert Proust, a diferencia de Theo Van Gogh, no pudo ayudar a su hermano en su arte, pues como médico nada tenía que ver. Robert se ocupó de la salud de Marcel, en la medida de lo posible (pues Marcel, al parecer, no le hacía mucho caso). Mientras, Marcel escribía una autobiografía novelada en la que había borrado la existencia de su hermano.

El dato resulta, cuanto menos, curioso. Julien Gracq, en Leyendo escribiendo, dice que una literatura como la de Marcel Proust, fundamentada en el recuerdo y la experiencia, queda irremediablemente lastrada. La literatura no es la vida, actúa en otro plano. Proust sabe elevar su relato, fundamentado innecesariamente en su vida (según Gracq), porque es un genio. Otros, sin duda, hubiesen fracasado en un empeño similar. La obra de Proust es un enorme anecdotario. La literatura no tiene nada que ver con la vida.

Nabókov dijo algo parecido sobre El Quijote. La obra maestra de Cervantes es un serial de anécdotas, sin estructura, según Nabókov. El Quijote lo salva el genio de Cervantes, que es capaz de mantener el pulso, el tono, en una narrativa que es un caos estructural.

(Tal vez haya más concomitancias entre Marcel Proust y Miguel de Cervantes de lo que parece.)

Javier Morant ha empezado a leer un libro de Soledad Puertolas. Ha elegido esta vez a Puertolas como segunda lectura, lectura ligera o de descanso. Lo correcto hubiese sido elegir un librito pop, otro de Javier Calvo, por ejemplo, o alguna cosa postmoderna, como Juan Francisco Ferré. Javier Morant no siempre hace lo correcto. Soledad Puertolas ha sido un revulsivo en otro tiempo. Sin embargo, Javier Morant ha sentido recientemente un impulso irresistible de leerla. La frágil Soledad Puertolas, la escritora opaca, gris.

No está mal Soledad Puertolas. Escribe fluido, suavecito, con una prosa melodiosa y ligeramente perfumada. Como una escritora antigua y muy mujer. A Javier Morant le gusta porque Puertolas obvia lo extraordinario. Es aburrida en el mismo sentido en que lo es Marcel Proust. La diferencia, como dirían Julien Gracq y Vladimir Nabókov, está en el genio literario. El genio literario le costó a Marcel Proust una enfermedad. Le costó, en cierto sentido, la infelicidad y la vida. Proust murió de genio literario. Soledad Puestolas es como Marcel Proust y su hermano Robert en uno. O como el Quijote y Sancho, todo a la vez. Uno no puede pretender ser una persona normal y escribir con profundidad sobre las personas normales. No te puede ir de puta madre en la vida y pretender entender el sufrimiento de la gente.

Javier Morant reflexiona sobre este tipo de cosas mientras soporta un terrible dolor de cabeza. Los árboles se agitan a su alrededor con fiereza. Ha recibido una llamada de Silvia Serrat, desde Praga. Hace frío, dice ella. Claro, le contesta Javier Morant, te has ido a Praga, nada menos, en pleno invierno. Todo es muy bonito, dice ella, soy muy feliz. La felicidad no existe, dice él, cuando vuelvas todo habrá acabado. ¿A qué te refieres?, pregunta Silvia Serrat. Nada, que cuando vuelvas esa felicidad que dices desaparecerá, ya verás. Es lo que tienen lo viajes.

Me encanta viajar, dice Silvia Serrat.

viernes, 1 de febrero de 2013

Ebbinghaus tiene una especial habilidad para interpretar el lenguaje hablado. No solamente el hablado, sino el lenguaje, como suele llamarse, no verbal. De modo que casi inmediatamente, nada más entrar en la consulta del psicólogo, Javier Morant sabe que ya está siendo meticulosamente examinado. Al poco rato, Ebbinghaus le expone sus inteligentes conclusiones: Has empleado mucho la palabra "travesía", como si te supusiera un gran esfuerzo; Mueves mucho el brazo izquierdo, cubriéndote el vientre... tal vez ocultas algo importante, algo que te es difícil confesar; Te has referido a tal suceso como "una batalla perdida"... probablemente no sea la mejor manera de enfocarlo, asumes de antemano el papel de perdedor. A Javier Morant estos comentarios le fastidian bastante. Ni siquiera le parecen "respetables"; sino fortuitos, inciertos y, hasta cierto punto, ridículos; como los que hacen los videntes televisivos al contactar por teléfono con algún incauto al que pretenden retener.

Ebbinghaus, de un modo u otro, es consciente de que cada uno de nosotros percibimos nuestra vida en base a una especie de ficción. Javier Morant nunca ha hablado de Marcel Proust con su psicólogo. No se ha dado el caso. Han hablado de otros escritores, como Ernesto Sábato, o Borges, o Kafka. En realidad, ellos dos no tienen por qué hablar de escritores. No obstante, Ebbinghaus parece conocer la psicología de algunos escritores famosos. Por ese motivo, tal vez, Ebbinghaus pone esa clase de ejemplos. Kafka tal cosa, Sábato tal otra. Ebbinghaus debe ser un buen aficionado a la literatura. Al parecer, el psicólogo ve en Javier Morant una especie de escritor o un artista, o lo que sea. Anima a Javier Morant a que empiece a escribir y cuente todo aquello que vomita en su consulta, en voz bien alta, de ese modo hueco en que funcionan la palabras habladas desvaneciéndose y perdiéndose para siempre. Probablemente, Ebbinghaus cree que esas palabras que desaparecen furiosamente en el aire infectado de psicologismo de esa consulta suya merecen escribirse, de algún modo fijarse, solidificándose como esculturas de alambre. No obstante, Javier Morant no cree en una literatura nueva, diferente de toda la literatura anterior. La literatura ha acabado; sus presupuestos, sus discursos, finiquitados, acumulan polvo en las librerías. Si Javier Morant creyese en la literatura probablemente intentaría escribir algo, consignar alguna cosa en torno a su vida o la vida de alguien. Es posible que Ebbinghaus, simplemente, crea que la escritura es una buena forma de terapia. Escribir para curarse, para exorcizar los padecimientos. Y de ese modo dejar de sufrir. O sufrir menos.

Silvia Serrat se ha ido de viaje con su amiga Marta. Han viajado a Praga. Javier Morant se las imagina follando. No puede evitarlo. Domingo no puede quedarse solo, es demasiado pequeño. Por eso Silvia Serrat dice que han de turnarse para poder viajar. Dentro de un par de meses, Javier Morant podrá irse a cualquier sitio que desee visitar. Lo que ocurre es que Javier Morant siempre viaja solo. Al menos, desde que Domingo nació. Ha estado un par de veces en Roma y se ha ido una vez a Viena. Silvia Serrat siempre encuentra acompañante. Y siempre es la misma persona. Su amiga Marta. La zorra lesbiana de siempre, piensa Javier Morant.






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