jueves, 26 de enero de 2017







La historia de Vivian Maier parece ficticia. Descubierta hace unos pocos años por John Maloof, su archivo de material fotográfico es inmenso y todavía no ha salido en su totalidad. La artista hizo cientos de miles de fotografías durante la segunda mitad del siglo XX. Apenas reveló una pequeña parte. No las enseñó a nadie. Tuvo empleos precarios. Siempre con su Rolleiflex colgada del cuello, haciendo fotos para no mostrarlas nunca. Muriendo a solas, sin amigos.

Maloof adquiere por casualidad una serie de negativos. No sabe qué hacer con ellos hasta que se da cuenta de su importancia. Será un nuevo Max Brod para un nuevo genio artístico. Alguien poco preocupado por nada que interfiera el mismísimo hecho creativo. Haciendo fotos compulsivamente sin necesidad de mostrárselas a nadie, sin contrastar con nadie los resultados, en completa soledad. Peor que Kafka.

Vivian Maier acumulaba cosas. Documentos. Periódicos. Negativos fotográficos. Películas que ella misma filmaba. Cintas de casete que ella misma grababa (a veces parando por la calle a desconocidos para preguntarles banalidades). Tenía el instinto de registrarlo todo; como si cualquier cosa que sucediera a su alrededor, con la que se hubiese topado por casualidad, fuese una cosa muy importante. Su legado, el secreto descubierto por John Maloof, es un cúmulo de datos. El testimonio de ella; el ser humano más esquivo posible, que quiso registrar todo lo que le circundaba pero sin intervenir, sin provocarlo, sin opinar, sin manchar nada. El suyo sería un testimonio mudo, ascético, místico. Nunca preocupada por el dinero, acabó arrinconada, tachada de loca, sin una miserable pensión, teniendo que desprenderse del material que cuidadosamente había acumulado durante años. Maloof lo compró en una subasta y cuando vino a darse cuenta de la importancia de aquellas imágenes que ni siquiera la propia autora había visto impresas, indagó sobre ella, la buscó y averiguó que Maier acababa de morir. A partir de ahí, el mito crece.

Maloof dice que no va a parar hasta colocar su descubrimiento en la Historia.

La tragedia de Vivian Maier podría recordar a la del pintor Van Gogh. Pero sin histrionismos. Maier es un Van Gogh tranquilo, consciente de su destino.

Los métodos de Maier a mí me recuerdan al escritor Robert Walser. Esa manera suya de rozar la realidad sin querer intervenir en ella. Esa forma de apartarse para que las cosas sucedan; sin opinar. La misma delicadeza ilimitada; el mismo respeto por todas las cosas.

Las historias de Kafka, Van Gogh y Walser podrían ser ficticias. Podrían formar parte de una gigantesca operación de marketing. Alguien debería investigar qué hay de verdad en todos ellos. Quién se los ha inventado y por qué.

John Maloof firma las copias impresas de Vivian Maier para autentificarlas. Le financia una prestigiosa galería de fotografía neoyorquina. Maloof afirma que le hubiese gustado repartir el dinero con la autora. Murió sola, sin herederos.





Me acuerdo de una exposición que vi hace años. Un pintor y escritor chino, llamado Mu Xin. Encarcelado durante la Revolución Cultural; por brumoso. Un brumoso terco. Utilizó el escaso papel que se le permitía para escribir y dibujar paisajes inventados. Insistía en esa cosa brumosa de la imaginación; esa cosa inventada, lejana. No gustaba a los revolucionarios que lo encarcelaron. Escondía sus cosas para que no fuesen destruidas. No servía a la Revolución y, por tanto, era contrario a ella.

Por qué siguió haciéndolo.

Por qué Vivian Maier se empeñaba en hacer fotografías que ni siquiera revelaba.

Hay un detalle especialmente inverosímil en la historia de Maier. Maloof alega que Maier no imprimía sus fotos por falta de dinero. Era una simple niñera que trabajaba por muy poco. Sin embargo, en un momento dado, dedica ocho meses a viajar por el mundo ella sola y registra esos viajes, tomando imágenes que bien podrían ser de un reportero profesional. No puede revelar sus fotos; pero sí puede costearse un viaje que le lleva a Europa, Asia y Latinoamérica. Hace fotografías "de calle", por todo el mundo, para que nadie las vea. Únicamente tiene que bajar la mirada y pulsar una y otra vez el disparador en la Rolleiflex. Como si ese gesto tuviese un significado trascendental. Maier decía ser una espía.

Maier impostaba su acento francés. O lo exageraba. Su familia era de origen francés; pero ella había nacido en Estados Unidos.

Por qué fingiría ser francesa.

Andaba como un robot.





Petter Moen era noruego. Preso durante la Segunda Guerra Mundial, durante la ocupación alemana. Su historia podría ser ficticia. Estuvo encerrado unos seis meses. Le proporcionaban hojas de papel higiénico que perforaba cuidadosamente con un clavo (arrancado de la cortina de la celda y vuelto a colocar, cada vez, en la misma cortina). Las pequeñas perforaciones, realizadas sin apenas luz, formaban letras y las letras palabras (que podría leer al tacto). Enrollaba las hojas de lo que constituiría su diario y las escondía a través de los orificios de una rejilla de ventilación, en su propia celda.

A los seis meses iba a ser trasladado en barco, junto con otros presos, a Alemania. El barco naufragó y Moen murió. Pero se salvó un compañero suyo de prisión al que le había confesado la existencia de su diario.

Tras la guerra, buscaron los papeles de Moen en la celda que había ocupado. Estaban aún en los conductos de ventilación, con sus pequeñas perforaciones intactas, formando letras, palabras.

El relato de Moen es mucho menos poético que el de Xin. Más desesperado, sin embargo. Se adivina una necesidad de escribir. Un deseo compulsivo de decir. De decirse a sí mismo alguna cosa. Alguna cosa banal a veces, o alucinada otras veces. Que le mantenga atado al mundo.

¿Compartieron esta misma necesidad Vivian Maier, Mu Xin y Petter Moen? ¿O forman parte de un mismo fraude?

En las últimas entradas de su diario, Moen exclama: ¡Nada malo me sucederá! ¡Estas palabras tienen poder!

Lo repite en diversas entradas, como un mantra. Como el principio de una oración.


martes, 10 de enero de 2017







Me gustan las mujeres tímidas. Las señoras huidizas, misteriosas, como gatas. Siempre me han parecido atractivas. No todas. Algunas. La timidez digamos que intensifica su atractivo.

Sin embargo, nunca he tenido una relación que se pueda considerar relación con una señora tímida. A mí me han tocado siempre alegres y expansivas. Lo que supone una bendición; porque las personas tímidas, como yo, generalmente defraudan.

No esconde nada alguien tímido; excepto un punto de vista cerrado, un poco más limitado que el resto, y una capacidad superdotada para las neurosis.

Hay que asumirlo.

Fleur Jaeggy y Marisa Madieri son escritoras tímidas. Coinciden en la lengua literaria, el italiano, y que ambas son, o han sido (Madieri ha muerto), las esposas de intelectuales italianos proteicos e importantes como Roberto Calasso y Claudio Magris, respectivamente.

Desde la distancia que confiere una afición bastante simple a la literatura, bastante precaria, Jaeggy-Calasso y Madieri-Magris son binomios similares. Yo las prefiero a ellas, escritoras gatas, delicadas, esquivas; aunque entiendo que la talla intelectual de sus famosos maridos les proporciona a ellas personalidad y encanto. Esto es, en cierto sentido Jaeggy y Madieri son satélites de los planetas Calasso y Magris. Es de suponer que lo han asumido así y se benefician de ello. Calasso y Magris juegan el papel de grandes intelectuales todoterreno, de saber enciclopédico y vastísima erudición; mientras sus mujeres ejercen una escritura del detalle, la intimidad y el extravío. Puede sonar machista, y lo es; pero yo creo que es así.

Recuerdo un cuento de Jaeggy en el que narra un encuentro en Nueva York con el neurólogo Oliver Sacks. Calasso está presente. El encuentro sucede en un restaurante en el que hay una pecera. Calasso y Sacks conversan sobre alguna cosa que no aparece en el cuento. La narradora, Jaeggy, se evade de la conversación e imagina una conversación paralela con uno de los peces que aguarda en la pecera del restaurante, a punto de ser capturado para servir de comida.

Es fácil imaginar una conversación erudita entre Sacks y Calasso. Una conversación plagada de citas y de nombres y de cultura. Y a la gata Jaeggy burlándose de la erudición de sus dos acompañantes y observando obsesivamente la boquita del pez abriéndose y cerrándose como si hablara.

Jaeggy estaba allí y no en otro sitio, de cualquier modo.

martes, 3 de enero de 2017




Creo que cultivo tensiones
como flores
en un bosque al que
nadie va.

Cada herida es perfecta,
se cierra en un diminuto
imperceptible brote,
que causa dolor.

El dolor es como una flor, como aquélla,
como ésta,
como aquélla,
como ésta.
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