martes, 21 de febrero de 2012



La Guerra Civil Española tiene interpretación en términos revolucionarios. Fue una guerra simbólica y por ello atrajo la atención internacional como lo hizo. En cierto modo, en la pugna se debatía la posibilidad de una revolución a la española frente al fascismo; fue el pulso de estas dos grandes fuerzas. Nadie sabe lo que hubiera ocurrido si hubiera triunfado la izquierda. Probablemente el territorio español hubiese caído bajo el influjo poderoso del estalinismo y no hubiese sido posible determinar el aspecto de una revolución a la española, nuestra, de aquí.

Pero lo importante es que aquí se produjo ese debate y no en otro lugar. Hubo esa inquietud. Hay un savia española de vanguardias y de ideas. Hay un impulso nuestro, de aquí.

Algo similar (salvando la distancia histórica y de importancia en cuanto a las consecuencias) ha ocurrido recientemente con el rollo ése de los Indignados. Yo creo que indefinido en sí mismo, tal vez; no obstante sintomático, inquietante, como aviso de la presencia de algo, un malestar, una indocilidad, un resentimiento social. Que haya sucedido aquí, como preludio, y se haya contagiado en el extrajero es motivo de orgullo. No somos tan tontos ni tan provincianos, joder. Nos imitan.

A pequeña escala, como cosa nacional, la Valencia de la que tanto se burlan los forasteros, por provinciana y conservadora, por la especulación inmobiliaria y la corrupción, por feudo del PP, por la desmesura de la obra pública y monumental, esa misma Valencia está dando ejemplo siendo avanzadilla en las protestas estudiantiles. Tal vez los jóvenes valencianos no sean tan tontos, ni tan provincianos, como lo fuimos nosotros, los no tan jóvenes. A ver qué pasa.





sábado, 11 de febrero de 2012


La fusión del alma oriental y occidental produce híbridos muy singulares. A menudo los japoneses, o chinos, nos parecen ridículos imitando estilos occidentales. Actitudes displicentes, como de rockeros desganados, con el punto de mira en la cultura anglosajona. Punks de ojos rasgados.

Osamu Dazai es un japonés existencialista; de cuando Japón comenzaba a expandirse con la mirada puesta en la cultura europea. Dazai no hubiese sido el escritor que fue si no se hubiese empapado de literatura europea, existencialista, nihilista y enferma. Probablemente su formación occidental fue fatal para el pobre Osamu. Un oriental siempre va más allá. De manera que Osamu y su novia se suicidaron arrojándose a un río. Osamu aún no había cumplido los cuarenta. No obstante ya había bebido mucho.

Son cosas de los abismos culturales. Uno ve a Sid Vicious desmoronarse en un escenario y resulta creíble. En cambio, un japonés haciendo el punkarra vomitando en una cuneta resulta simpático y gracioso.

Dazai escribe ordenado. Con esa simplicidad como de sushi que tienen los japoneses; donde las cosas se parten en trozos muy pequeños y se juntan, sin mezclarse, de una forma ceremoniosa y ortogonal. Ese modo de ser se contradice con el nihilismo occidental, a mi modo de ver, en esencia visceral y descreído; es decir, profundamente desordenado. Yo creo que un occidental se abandona al pesimismo de una manera que un oriental no alcanza. Del mismo modo que el alma japonesa es kamikaze por naturaleza; algo a lo que el individualismo occidental no llega.

Yo creo que toda la cultura occidental es una gran herida en el alma humana. Es una pena que haya orientales que deseen contagiarse, contaminando así su ordenada simplicidad.

jueves, 9 de febrero de 2012

Contar una vida. Suena banal. Manido. Lleno de lugares comunes. Y sin embargo, bien hecho, bien cocinado, pocas veces es tan efectivo. Uno acaba Stoner y sale de esa lectura ligeramente conmocionado. Hay varios libros más en la mesilla de noche; varias obras maestras, Julio Cortazar, Thomas Pynchon, Osamu Dazai, su puta madre. No es posible seguir leyendo. El libro de John Williams continúa bailoteando en el interior, haciendo su estropicio; sigue un buen rato entonando su canción triste, adulta y seria. Que se vayan a la mierda postmodernos y existencialistas; John Williams se ha elevado por encima de todos ellos con una narrativa escueta y poética, sin aspavientos, sostenida por un clasicismo severo y efectivo, justo y, ya lo he dicho, serio. Cuenta una vida, con su vulgaridad y su futilidad. Aminora cuando quiere o lo cree necesario; y acelera otras veces, a su antojo. Primero el principio y luego el final, respetando el orden de los acontecimientos. Y uno recorre la vida de ese tal William Stoner maravillado de que haya alguien con un conocimiento tan minucioso del sufrimiento silencioso y ordinario; nada de heroicidades, ni de grandes ideas o luchas profundas; la existencia gris cayendo a plomo, royendo poco a poco, atacando al hombre hasta dejarlo exhausto. Una vida llena de lugares comunes; como la de cualquiera. Compromisos, decepciones, aspiraciones, amistad, amor, paternidad, enemistad, decrepitud, muerte. Los avatares de una vida a menudo suceden con una trivial ligereza; dejando la sensación de una insignificancia total. Todos sabemos que esas cosas pasan. Que una hija decepcionada precipita un embarazo para huir de su casa; que un compañero ambicioso te hace la vida imposible en el peor momento; que los amores apasionados pasan y dejan un reguero de tristeza que provoca enfermedades; que a veces nos aferramos al trabajo porque la rutina es mejor que nada, mejor que sentir un vacío profundo e insustancial; que lo más probable es que al llegar al final de nuestra vida no podamos dejar de preguntarnos ¿qué esparabas?, sin hallar respuesta; que los hijos nunca dejan de ser grandes desconocidos, porque no puede ser de otra manera, y su sufrimiento llegado el momento nos afecta de forma distante, como una historia pasada; que no es posible tener más que uno o dos amigos, de los buenos, con los que compartimos los buenos momentos, y que siempre los recordaremos, hasta el final. Hay pocas narraciones que integren bien los lugares comunes de las vidas corrientes. Sin épica; eludiendo en todo momento la grandilocuencia, subrayando en cada momento ese ¿qué esparabas? final. Supongo que habría que remitirse a los grandes narradores realistas clásicos; Dickens, Zola, que yo he leído muy poco. En el cine conozco esa emoción viendo algunas películas de Jean Renoir, o John Ford (Escrito bajo el sol, por ejemplo, cuenta la vida de un guionista de cine con ese mismo grado de emoción); me acuerdo de una película de Zhang Yimou, titulada en español precisamente Vivir, que me produjo sensaciones similares. El desasosiego producido por la enorme futilidad de todos nosotros. Suena ridículo. Tal vez yo sea un ingenuo; pero tardaré en encontrar en un libro emociones similares, tan palpables.

lunes, 6 de febrero de 2012

Es halagador
que ella diga
de vez en cuando
que el niño
y yo la hacemos feliz,
un poco, al menos.
La recuerdo tía dura,
implacable, antisentimental.
El tiempo a mi lado
parece haberla ablandado.
Por eso me duele
escucharle
por la mañana
decir que está harta.
Harta de qué, le pregunto,
alarmado.
De todo, dice ella,
de vivir. Pero,
hay que hacerlo.
Con la última frase,
parece restaurarse
en modo estoico.
Como era antes, infeliz.


domingo, 5 de febrero de 2012

Si alguna ventaja tiene esta recesión, o como se llame, que estamos viviendo es que en algunos ámbitos unifica criterios y reaviva usos y costumbres que son maravillosamente precarios. Como si en la dificultad fuesemos al fin capaces de recordar de dónde venimos y adónde vamos. Me estoy refiriendo a la costumbre de reunirse en asamblea. Hasta hace poco esta forma de reunión, en sentido precario, casi anarquista, se limitaba a las juntas de escalera. Y ni allí; pues en las escaleras parece que también sea necesario un presidente. En cambio, ahora se celebran asambleas en casi cualquier sitio; hasta hace poco en las calles, de una forma que parecía espontánea; no obstante se han extendido a los lugares de trabajo. Compañeros trabajadores reunidos para tratar de gestionar la que se nos viene encima. A mí, que nunca había tenido demasiada fe en la democracia, esta manifestación precaria de sus principios y horizontalidad me conmueve. En mi centro de trabajo no se ha llegado a entender del todo, pues las asambleas son convocadas por la directiva y es la directiva quien las preside; de manera que parecen claustros, más que asambleas al uso, es decir, verticales, no horizontales. No obstante hay allí un calor no tan funcional como en otro tipo de reuniones. La preocupación por nuestros sueldos y nuestros horarios nos unifica y tenemos a la administración como enemigo común; para conspirar con nuestra débil fuerza de trabajadores asalariados. Una asamblea es como un retorno a lo básico; es una democracia informal, antiburocrática, a escala humana. Tal vez por ahí se abra una grieta que instaure un nuevo orden. Tal vez.


Fibra y bífidus
para que haga caca el niño.
Pocas ganas de levantarse por la mañana
después de haber asistido
a un concierto. No podemos ir, le dije a S.,
estamos cansados.
Vayamos, dijo ella, que es el Doctor
Chinarro. El Señor. Qué. El Señor Chinarro.
Ja. Ya sabía yo que ella se iba a quedar durmiendo
cuando el retoño diese el toque de corneta
a las siete de la mañana
y la llamase a ella, y no a mí,
con ese tono musical con que la llama a ella: Mamaaa...
Si soy yo quien le abre la puerta
el infante me avisa de que: No te llamaba a ti.
Y me dice, autoritario: Vete.
No es que no me quiera (me quiere menos que a ella,
como es normal), sino que cree que si voy yo
a levantarlo va a tener que ir al cole;
en cambio, si lo levanta ella
significa que es fin de semana
y no tiene que ir. Por eso,
una vez lo cree inevitable me pregunta:
¿Voy a ir al cole? Entonces yo le contesto: No,
es sábado. Y él dice: Nooo... Quiero ir al cole.
No hay quien lo entienda, vamos. Al fondo
se oye una voz que dice: Dale fibra y ponlo a hacer caca.
Ayer por la noche, la madre me miraba y me preguntaba:
¿Te acuerdas?
¿De qué?, le decía yo.
De nosotros, decía ella.
Estoy demasiado cansado para acordarme de nadie.
Tómate un café, anda.
Ya levantado y abrigado
le digo al niño que le voy a preparar un vaso de leche.
El tipo levanta el índice y puntualiza que la quiere:
Con cocholate. Nos ha salido autoritario,
qué le vamos a hacer. En la sala del concierto
hablamos sobre lo feos o guapos que eran los jóvenes
allí presentes. S. señaló a una chica
que estaba junto a la barra,
a un par de metros de nosotros,
y me preguntó si me parecía guapa.
No puedo pensar en ello, le dije; estas cosas
requieren un esfuerzo.

jueves, 2 de febrero de 2012





A menudo pienso que Marcel Duchamp es el artista más perfecto que nunca haya existido. Es el artista depurado al máximo, liberado de toda carga. El dandy total, a tiempo completo. Leo Stoner, la novela de un hombre medio, normal, y no dejo de pensar en el modelo contrario: el artista, el personaje liberado conscientemente de la carga de la normalidad. La novela de John Williams es magistral definiendo ese cúmulo de pequeñas tensiones que lastran la vulgaridad del hombre medio (importa poco que William Stoner sea un norteamericano de los años veinte, del siglo pasado); no obstante (aún no he acabado de leerla; no conozco el final) no paro de preguntarme por qué no se libra de su carga de una puta vez; por qué no lo abandona todo y persigue su propio spleen parisino; por qué un hombre culto y con un conocimiento erudito de la literatura se aferra a esas minucias que lo estrangulan hasta matarlo en vida. Por qué no todos podemos ser artistas; por qué ya nadie puede serlo, tal vez. Siempre me ha perseguido la figura de Marcel Duchamp; él, su estampa de cabrón liberado de todo. (La obra, más o menos, a estas alturas, ya me da un poco igual.) Duchamp es un poco como esos liberados sindicales que vienen de vez en cuando al trabajo a explicarnos cosas: se les nota relajados, sin ojeras, sin prisas; siempre hablan con ironía, sin indignación. Marcel Duchamp se las apañó toda su vida para ser un liberado del sindicato artístico y, de vez en cuando, explicarnos algunas boutades aparentemente intrascendentes, que luego resultaron ser poderosamente significativas. Por qué el mundo está lleno de stoners y no de duchamps. Ser Marcel Duchamp parece fácil; sólo tienes que no hacer nada, como dijo él, dedicarte fundamentalmente a respirar como mínimo artístico, negar con gracia, vivir con la máxima ligereza. Por qué entonces lo normal es aceptar todas estas cargas, asumir todas estas vulgares angustias, todas estas grandes y pequeñas hipotecas. Yo creo que con Marcel Duchamp se produce la culminación del modelo de artista que comienza con Leonardo da Vinci. Uno y otro se parecen mucho; se dedicaron ambos a alimentar fundamentalmente su prurito interior de artistas, a opinar del mundo con las armas de la plástica y del arte; ambos hicieron poco, lo justo, lo necesario para imprimir su huella; el resto fue elucubración, estudio indiscriminado, ciencia, geometría, poesía y nada, todo y nada. Leonardo le hizo un guiño a Duchamp a través de los siglos, retratándolo (La Mona Lisa y su sonrisita son la viva imagen de Duchamp-Rose Sélavy, de manera innegable); luego Duchamp le devolvió el guiño pintándole un bigotito al retrato y diciendo que "ella tiene el culo caliente", o algo parecido. Entre uno y otro hay un largo recorrido de renuncias, de liberados sindicales, de calculados desprecios al mundo de la normalidad y sus vulgares cargas. Por qué sigue habiendo gente normal; por qué seguimos siendo burgueses hipotecados, cansados de trabajar, aburridos del mundo, después de Duchamp.

miércoles, 1 de febrero de 2012



Stoner, la novela de John Williams, va de un hombre normal. Stoner es a su vez una novela normal. En ella nada aparentemente se sale de la normalidad; de un realismo tibio; unas descripciones no excesivamente minuciosas y una opacidad que es casi como la del mundo, en el que las cosas pasan siguiendo una lógica a menudo incomprensible, azarosa y banal. La trivialidad del mundo a menudo convierte la vida de la gente normal en una cosa correosa y pesada, a veces difícil de sobrellevar. Finalmente, nuestras tristes vidas acaban y nos damos cuenta de que no hemos adivinado nada; nos hemos limitado a trampear, muchas veces, demasiadas, mezquinamente, como bien hemos podido, haciendo equilibrios con los resultados de nuestra mediocridad y aquello que los que nos rodean han querido hacer de nosotros. Tal vez no seamos conscientes de lo difícil que se lo ponemos a nuestros semejantes; apuñalamos las veces que haga falta la libertad de nuestros seres queridos y sus ambiciones, con el único objetivo de calmar nuestras frustraciones. Siempre levantando la voz para no decir nada; sin darnos cuenta de que finalmente seremos aplastados y anulados y yaceremos inertes en la nada suspendida de la historia.

Lo fácil es ser maximalista, pretencioso y mencionar la aparente profundidad de las cosas, rozándola y citándola como un espejismo de lo profundo. Los mediocres caemos constantemente en este tipo de defectos; los sin talento sentimos el reflejo aparente de lo profundo. Lo difícil, al contrario, es despojarse de cualquier pretensión y encontrarse de lleno con una dimensión de lo vívido. Yo no conozco las otras narraciones de John Williams; creo que Stoner es lo único que se ha traducido al castellano. Me llama la atención que solamente Stoner haya trascendido. No puede ser tanta la casualidad. Por otro lado; un equilibrio tan difícil no puede ser sino el producto de una casualidad. La novela de John Williams guarda como digo un equilibrio oculto, de un raro realismo.

¿Qué ingredientes componen una novela como Stoner, armada de la naturalidad de lo no dicho, que nunca cae en la aparente profundidad de un psicologismo estéril? ¿Qué encontrar en el continuo exilio de John Williams, en su ocultamiento sin tregua? William Stoner tiene la inocencia necesaria, el volumen de simplicidad del hombre normal, a merced de las inclemencias de las voluntades del otro y los designios huecos de una vida sin sentido. Es el hombre clásico, sin determinación precisa o con una voluntad de vivir indisolublemente condicionada por los avatares del mundo. (Al hombre clásico le sucede el hombre moderno, empeñado en imponer su voluntad trasformadora; yo nunca he pasado de lo clásico y muchas veces lo lamento, pero ésta es otra historia, inadmisiblemente mía y que aquí no tiene más importancia; clásico o moderno da igual, tiene que dar igual a la hora de desvelar el misterio de Stoner, su normalidad velada de interferencias silenciosas, de tensiones imprecisas y angustias realistas.) John Williams yo creo que es un Robert Walser sin tragedia, sin paseos y sin mito. Un Robert Walser cuerdo, fumador, tal vez, soportando sus neurosis hasta un ataque final del destino; calmado de estridencias y perseguidor total de la huella o la sombra. John Williams, el John Williams de Stoner, es también un John Cheever de clase media, de un realismo sangrante y sostén de una cotidianidad dolorosa.
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