lunes, 25 de julio de 2011

He intentado escribir el Paraíso.
No os mováis,
dejad hablar al viento.
Eso es el Paraíso.

Que los dioses olviden
lo que yo he realizado.
A aquellos a quienes amo
perdonen
lo que he realizado.


Había muerto yo por la Belleza;
me cercaron el silencio y la soledad,
cuando dejaron cerca de mi huesa
a alguno que murió por la Verdad.

En el suave coloquio que entablamos,
vecinos en la lúgubre heredad,
me dijo y comprendí: Somos hermanos,
una son la Belleza y la Verdad.

Y así, bajo la noche, tras la piedra,
dialogó nuestra diáfana hermandad
hasta que el rostro nos cubrió la yedra
y los nombres borró la eternidad.

martes, 19 de julio de 2011



Un dibujo, una pintura, en definitiva son un esquema. Como una foto. Un ídolo, un tótem. (Emblema protector, simbólico. Ejemplo de conducta o actitud.) Igual que una canción, o un libro. Se me ocurre que para que todo esto funcione, para que se active su mágia, se ha de hacer tangible. La materialización del ídolo es un requisito indispensable. De ese modo se hace concreto. De lo contrario no deja de ser fantasmal, aterrador, un espectro alienante. Pues bien, yo creo que con las imágenes televisivas pasa eso: nunca dejan de ser alienantes. Son como fantasmas que se nos aparecen en nuestras casas, en el interior de nuestros hogares, para arruinarnos el día, el año, la vida. Es posible que el ser humano nunca haya dejado de ser, digamos, totémico (es decir, aspirante a tótem, a ser uno, a tener uno, a ser protegido por uno). El aparente raciocinio de las tecnologías nos despista. Estamos en realidad perdidos en una total y oscura irracionalidad. La razón es un espejismo. Sus imágenes, como digo, son solamente fantasmas.

lunes, 18 de julio de 2011



La manera más sencilla que había para que un samurái acabara siendo rōnin era a través del nacimiento. El hijo o hija de un rōnin también era rōnin, siempre que no renunciara a su estatus. A menudo el rōnin por nacimiento soñaba con demostrar su valía para poder jurar lealtad con un clan, convirtiéndose así en un verdadero y auténtico samurái. Aunque esto ocurriera de vez en cuando, era algo infrecuente, reservado a los más talentosos, pues pocos daimyō estaban dispuestos a sentar un precedente permitiendo que un rōnin entrara en su clan. Más a menudo los rōnin eran enviados en ciertas misiones con la promesa de la admisión, para luego negársela basándose en algún tecnicismo.

viernes, 8 de julio de 2011



A mí lo que menos me gusta de Ernest Hemingway (un escritor al que ya le estoy dedicando demasiado tiempo) es precisamente él, su mito, su figura, sus aficiones, de las que tanto se vanagloriaba, su vida vivida como si fuera un juego, adolescente, banal y pijo. (Le gustaban, en efecto, cosas que yo detesto: empezando por los toros, el boxeo, la pesca, la caza mayor.) [La única afición que le admiro es el alcohol, los daiquiris; bueno, alguna más, las mujeres, a las que trataba como si fuera un guiñol quinceañero (pero, en fin de cuentas, tampoco yo sé tratarlas); y los libros, de los que nunca hablaba pero se sabe que bebía de las fuentes de la mejor literatura rusa del diecinueve, Chéjov, Turguénev y tal.] Yo creo que Hemingway es el último escritor que concibe la literatura como una gran aventura, si se me permite, "externa". Hemingway coloniza el mundo con su escritura; pero no el mundo interior, como harán otros, sino el mundo exterior, el de la experiencia. Hemingway quiere tener experiencia de la vida para luego escribir; pero no una experiencia cualquiera, ni siquiera una experiencia perversa o sofisticada, sino que quiere que su vida sea algo excitante, ardiente, frenético y total, como en las antiguas novelas de aventuras. Sus personajes se le parecen, pero no son precisamente él, sino lo que él hubiese querido ser en el marco inestable de la aventura y de acuerdo con su propia experiencia. A mí lo que me engancha de Hemingway es ese modo apasionado de ver las cosas que se trasluce en sus libros; ese ir de aquí para allá sin pararse a pensar mucho, como si de ello se pudiera deducir una terrible certeza: que pararse a pensar no sirve de nada y que, puestos a exprimir el tiempo, mejor no parar, mejor permanecer siempre en movimiento. Precisamente esto que digo, que para mí es lo mejor que tiene este escritor, es lo que, a mi modo de ver, le hace caer en lo peor. Parece que se hubiese dejado arrastrar por lo más fácil y lo más banal que le aportan su tiempo y estatus social. No es siempre así, por supuesto; vivió una guerra mundial y escribió muy bien sobre ella, se trasladó a París y estuvo en contacto con la bohemia, conoció a los mejores artistas de su tiempo y coleccionó arte, cuando coleccionar arte era un poco menos especulativo de lo que es ahora. Yo creo que estoy enganchado a Hemingway porque me fascinan todos estos contrastes. Y me fascina que todo ello lo supiese sintetizar, como escritor, en un estilo simple y limpio, seco y viril, germen de la literatura de muchos otros escritores, muchos muy malos y algunos muy buenos, que me han interesado alguna vez y/o me siguen interesando. De algún modo aquel personaje que hoy nos parece un poco ridículo consiguió ser el origen de algo, sentar las bases de un tipo de literatura. Si la literatura es actitud, Hemingway inicia con su actitud cierto espíritu literario norteamericano. No en vano se hacía llamar Papá.
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