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miércoles, 7 de mayo de 2014




Alonso Sánchez se desnudó, dejando toda su ropa amontonada en el suelo del baño, y se metió en la ducha. Últimamente se duchaba varias veces al día, como queriendo desprenderse de algo. (Tenía la rara sensación de estar recubierto por una capa de mugre, imperceptible a la vista, de la que no se libraba por mucho que enjabonase y se frotase la piel.) Alonso Sánchez se había mudado a casa de su madre, una mujer viuda de más de setenta años, que vivía sola desde que su marido, el padre de Alonso Sánchez, muriera a causa de una embolia o algo parecido.

La mujer vivía en un barrio humilde, en el que ya solamente quedaban españoles viejos conviviendo con inmigrantes, negros africanos, en su mayoría, y sudamericanos. Los antiguos vecinos de la anciana madre de Alonso Sánchez se habían ido muriendo y, en su lugar, habían estado llegando familias extranjeras. “Extranjericos”, como decía la mujer.

En la planta baja del edificio, los integrantes de una secta africana celebraban extraños rituales. Solían reunirse los fines de semana. Se les oía cantar, en su extraña lengua. Esos días, por los alrededores, se les veía acudir a esas misas cuidadosamente atildados. A los negros les gusta vestirse con colores chillones, ¿no crees?, decía la madre de Alonso Sánchez. Sentada en un parque, en un banquito, en la misma esquina de siempre, la mujer observaba las numerosas familias de negros africanos con una mueca de extrañamiento total. La mujer apenas conservaba un par de amigas; viudas, como ella, y con las que solía reunirse en el parque después de hacer la compra del día.

La vuelta al hogar de sus progenitores se había producido con una cierta armonía, sin estridencias. La madre de Alonso Sánchez notaba triste a su hijo. Pero no le preguntaba nada; por pudor o respeto. Simplemente procuraba ponerse a su servicio, como había hecho siempre. No obstante, en el parque, con sus dos amigas, la anciana mujer hablaba de su hijo en otros términos: Alonso es un poco inútil. No conseguirá nada en la vida. Ya lo decía su padre.

Alonso Sánchez solía desayunar con su madre, a eso de las nueve. Luego, salía a buscar trabajo. No le importó en su momento haber perdido su antiguo empleo en la gasolinera. No obstante, ya habían pasado algunos meses y nada. Abandonó el alquiler de su vivienda-estudio en Algirós; no porque ya no pudiera pagarla (tenía algunos ahorros, aunque exiguos) sino porque preveía que esta situación de precariedad podía ir para largo. Mejor conservar esos ahorros. Se hablaba de una crisis económica a escala planetaria. Tal vez había sido un idiota descuidando aquel estúpido curro que, al fin y al cabo, le daba para mantenerse y, de vez en cuando, financiar sus esculturas.

El torrente alcohólico siempre significaba algo. Varios días de borrachera le dejaban, cómo no, exhausto. Pero, al acabar, molido por dentro y por fuera, de alguna manera se sentía renovado, limpio. La borrachera era una especie de catástrofe, en la que todo quedaba arrasado. Al mismo tiempo, de este modo, se le ofrecía la posibilidad de comenzar de nuevo, desde cero. Desde lo más bajo, inclusive. (A saber qué clase de situaciones degradantes le habían pasado. No era capaz de recordar nada o casi nada. Apenas algún fogonazo: rostros desconocidos, esquinas, golpes, sensaciones; como al despertar de un sueño. Mejor que sea así, pensaba.)

Ya había sobrevivido a la borrachera otras muchas veces. No le importaba o creía que no le importaba. No obstante, nunca había tenido que volver a la casa de sus padres. Al principio, lo vivió como si fuera divertido. Mira lo que me deparaba el destino, pensaba. La madre ya decrépita, después de lustros, casi un par de décadas, sin que hubiese habido convivencia entre ellos. Al fin y al cabo, el hogar materno es de donde uno parte y adonde uno nunca espera regresar. Si no es de visita.

Alonso Sánchez se duchó frotándose el cuerpo con una especie de violencia. Una sombra espesa parecía acompañarlo a todas partes, como si fuese una maldición. ¿Y si esta vez no era capaz de reponerse? ¿Y si esta pérdida de la independencia (volver con su madre) suponía el comienzo de una caída definitiva?

¿Una caída? ¿Nos vamos a poner tremendistas? Alonso Sánchez salió de la ducha, malhumorado, como ya estaba empezando a ser habitual en él, y se sentó a la mesa, en la cocina. Su madre se acababa de levantar; la mujer calentaba leche y le puso un mantelito delante a su hijo. Luego, la madre de Alonso Sánchez puso otro mantelito en el lugar que ella esperaba ocupar. ¿Quieres queso o chorizo?, preguntó la madre. Un poco de queso y ya está, respondió Alonso Sánchez. Por algún motivo que desconocía, había vuelto a tratar a su madre con el caprichoso desprecio con el que la trataba siendo adolescente. Ella, servicial, complaciente. Él, tosco, huraño, como si la pobre mujer le debiese algo o fuese la culpable de todo lo malo que le había ocurrido en la vida.

Solamente era un mecanismo inconsciente. Alonso Sánchez estaba seguro de querer a su madre. Quizá ella era la persona que más amaba en la vida.

miércoles, 23 de abril de 2014




Compró Stone Junction, por curiosidad. Le pareció una novela malísima, aborrecible, insustancial. Paula le llamó por teléfono, para salir. Alonso Sánchez le dijo que había intentado leer el libro de su adorado Jim Dodge y que le parecía una mierda. Paula dijo que no tenía intención de discutir. A ella la prosa de Dodge le parecía cristalina, muy pura, y, dijo, el aura del autor tenía un halo etéreo. Alonso Sánchez se quedó un tanto descolocado. No pudo articular palabra. Se separó del teléfono e hizo una silenciosa mueca de asco. Vuelve a tus poetas franceses, le dijo Paula, pero querría volver a verte, cascarrabias, al menos una vez más.

Salieron una tarde a ver exposiciones en las galerías de arte del centro de la ciudad. Luego, cenaron algo en un restaurante vegetariano que Paula sugirió. A Alonso Sánchez la libido se le escurría entre los exóticos platos con humus y el carpaccio de berenjena. Volvieron a hablar de Jim Dodge y la magia. La cita perdió todo romanticismo. Alonso Sánchez lanzaba diatribas a diestro y siniestro; en contra de Jim Dodge, las paraciencias y el vegetarianismo. Llegó a gritar, inclusive, en aquel silencioso ambiente new age al que le había llevado Paula. Alonso Sánchez se cegó de rabia; por su mala suerte en la vida y su soledad congénita. Levantó un muro entre él y la chica; pensó que no hay solución para él y lo dijo: No tengo remedio, soy un idiota. Hacía muecas extrañas, aspavientos, se agachaba como si quisiese recoger algo del suelo y de pronto se ponía en pie, nervioso, como un loco. Paula parecía asustada. El chico tímido e interesante de las cenas de artistas se estaba comportando frente a ella como un tipo amargado e insoportable, en efecto, un idiota, un perdedor radical. Acabaron de cenar y se fueron cada uno a su casa. Esta vez no hubo una prórroga en la noche. Quedaron en llamarse para verse de nuevo. No obstante, ninguno de los dos tenía intención de hacerlo.

A Alonso Sánchez se le conocía como el Capitán Pollotriste. Lo llamaban así desde su época de estudiante. Ya no recordaba quién le había puesto el mote. Podía acordarse de las bromas en los bares universitarios a propósito del personaje creado por el escritor Arturo Pérez Reverte, el Capitán Alatriste. Alguien dijo que lo suyo no era cosa del ala, sino del pollo entero. Desde entonces, se fue extendiendo el apodo. A veces se le llamaba Capitán, a secas; otras veces, Pollotriste. Casi siempre, cuando se hablaba de él, sobre todo entre sus amigos artistas, se le llamaba Capitán Pollotriste. Capi Pollo, para hacer mofa.

A tus pies, Capitán, dijo la voz de Pablo a través del teléfono.

Qué cuentas, contestó Alonso Sánchez.

¿Cómo fue la cita con la profesora?, le preguntó Pablo

Yo qué sé. Me parece una pirada, como tu amiga Olga. Se me fue la olla y creo que la he cagado, dijo Alonso Sánchez.

¿No hubo nada? ¿Ni un piquito? La otra noche parecíais la pareja perfecta.

Nada. Ya te he dicho que se me fue la cabeza; me faltó insultarla.

¿Cómo puedes ser tan gilipollas, tío? Seguramente, volveréis a coincidir en alguna otra cena. Esa tía creo que es bastante colega de Olga.

¡Y a mí qué más me da!, dijo Miguel. Es tu rollo, Pablo, son tus frikis, tus videntes, tus locarios; la gente que a ti te divierte. Yo ya estoy harto. Si es preciso, no voy a ninguna otra cena y sanseacabó.

No seas radical. Somos amigos, dijo Pablo. Tú eres mi friki favorito: el Capitán Pollotriste. Sin ti esas cenas no tendrían altura; tú les das un toque de calidad. Tu presencia me permite no perder el rumbo. Estamos juntos desde siempre, ¿no te das cuenta?; es como si fueras mi copiloto. El tipo sensato que me advierte de las dificultades que yo no sé ver.

De qué dificultades hablas, dijo Alonso Sánchez. Tienes éxito, casi sin proponértelo. En cualquier faceta de la vida. Te exponen los mejores galeristas de la ciudad, ganas mucha más pasta que yo, follas por supuesto mucho más. Lo tienes todo, cabrón. Qué mierda de rumbo es el que se supone que yo te marco. De qué copiloto me hablas. No necesitas copiloto, macho, te bastas tú solito.

No te das cuenta, capullo, dijo Pablo. El otro día lo hablamos José Morand y yo. No sabes lo importante que eres para nosotros. En definitiva, eres una especie de gurú.

En el fondo, a Pablo le gustaba burlarse de Alonso Sánchez. Era su manera de superar esa supuesta honestidad de artista abnegado que se le suponía a su amigo. ¿Qué se creía? ¿Mejor que los demás? Pablo era lo suficientemente inteligente como para relativizar el éxito. Pintaba enormes lienzos abstractos, etéreos, vaporosos, elegantes y decorativos. ¿Tan malo es eso? Pablo Devendra amaba su pintura. Se vendía bien, vale, ¿tenía que pedir perdón por eso?. Todos los coleccionistas importantes de la ciudad tenían uno o varios de sus cuadros; también vendía mucho a instituciones, para decorar ostentosos despachos de diseño; ganaba concursos y conocía a los críticos que escribían en las más influyentes publicaciones.

A Alonso Sánchez todavía le sorprendía que Pablo, su colega de siempre, fuese tan conocido en el mundillo artístico de la ciudad. Pablo Devendra, vaya seudónimo ridículo. ¿Es que nadie se da cuenta del fraude? En una ocasión, un coleccionista reconoció a Alonso Sánchez por la calle, después de haber coincidido en una inauguración, y le dijo que saludase al señor Devendra. Alonso Sánchez se extrañó tanto que no supo qué decirle al coleccionista. ¿A quién quiere que salude?, dijo Alonso Sánchez. Al señor Devendra, el pintor, dijo el coleccionista. Ah, hostia, Pablo García, dijo Miguel. ¿Pablo García?, repitió el coleccionista. Claro, Pablo García, Devendra, dijo Alonso Sánchez, como si hubiese descubierto de pronto el seudónimo de su amigo. No se preocupe que ya saludo yo al pintor de su parte.

Alonso Sánchez pensaba en la posibilidad de firmar sus trabajos con otro nombre. Alonso Sánchez era demasiado normal. Tal vez al éxito de su amigo contribuyese este tipo de estrategias; firmar, con ironía, utilizando el nombre de un excéntrico cantante folk norteamericano, probablemente le permita a Pablo Devendra asumir parte de la aureola, el carisma y la popularidad del auténtico Devendra Banhart. El nombre es como una trasferencia. Llamarse Alonso Sánchez y pretender hacer uso de un nombre como ése, vulgar, corriente, en el difícil mundillo artístico de la ciudad significaba asumir la normalidad de todos los alonso sánchez; lindante con la de los rodríguez garcía y la de los lópez martínez. Podía hacer uso del mote con el que sus colegas se burlaban de él: Capitán Pollotriste. Darle la vuelta a la cruel broma de sus compañeros y utilizar el mote como si fuese una especie de imagen de marca. No obstante algo le impedía hacerlo. Todos esos golpes de efecto a Alonso Sánchez le parecían demasiado “de artista”. Para Alonso Sánchez hacerse llamar Devendra, el nombre de un cantante folk, siendo un pintor abstracto de elegantes superficies de espumoso color era una especie de sarcasmo artístico, indigno en cierto modo. La excentricidad de Alonso Sánchez iba en otro sentido; su goticismo no era humorístico, a pesar de que se le torturara con sobrenombres patéticos, como Capitán Pollotriste. Él era el puto Capitán Pollotriste, sí; cuando alguno de sus colegas, gilipollas, lo llamaba así, Alonso Sánchez respondía amablemente. No obstante, era incapaz de referirse a sí mismo de ese modo. Se dejaba humillar por los demás; formaba parte de lo inevitable. Su manierismo y su tristeza venían dados por una especie de lasitud indecorosa y congénita. Si uno no corrige lo que se le viene encima, si uno no actúa y no se opone a nada, la vida lo va hundiendo poco a poco. Alonso Sánchez se sentía sumido en la desesperación y el extrañamiento. Se creía un manierista, es decir, un raro; no renegaba de ello. No obstante lo último que quería era ser un raro previsible, el raro de siempre. No pretendía imponer una excentricidad artificiosa y publicitaria; sino defender los rasgos de una rareza inevitable, que no pudiera manifestarse de otra manera. Así sería su arte. En ese sentido, Alonso Sánchez se consideraba un manierista auténtico; a pesar de que dentro del mundillo artístico de la ciudad fuese considerado un fracasado, un raro sin estilo propio.

Hizo una primera prueba. Alonso Sánchez instaló uno de sus bastones en una jardinera de la plaza Fray Luis Colomer, junto a los cines Albatros. De vez en cuando Alonso Sánchez iba al cine con alguno de sus colegas; Pablo Devendra, José Morand, cualquiera de ellos. Con ellos veía alguna película moderna, de estreno. El entorno de la plaza y los cines le parecía tranquilo y frecuentado por gente que podía apreciar sus cosas. A Alonso Sánchez le gustaban los grafittis que solían adornar las paredes de la plaza. Llevó allí uno de sus bastones y lo plantó junto a un árbol pequeño, en una de las esquinas del lugar. Eligió el sitio porque él solía pasar por allí al acercarse a hacer cola en la taquilla del cine. En torno a esa esquina de la plaza la gente solía permanecer en pie haciendo cola o mirando la cartelera. En esa esquina estratégica plantó su bastón de madera de pino con una pequeña calavera en lo alto, alzándose dos metros y medio del suelo, más o menos. La calavera no abultaba más que un puño cerrado y parecía coquetear con las ramas y las hojas del árbol junto al que había sido instalada. Nadie parecía recabar en Alonso Sánchez y sus bártulos; en esa escultura que no era sino un bastón clavado en el suelo de una jardinera, plantado allí como si fuera un soporte para algo, lo que fuera, o un aditamento para las plantas, un adorno extraño, inexplicable. Alonso Sánchez instaló su escultura a medianoche, para no ser estorbado por nadie, cuando ya había comenzado la última sesión de cine. Hizo fotos esa noche tras dejar su bastón allí instalado, rampante, junto al árbol; no obstante, volvió al día siguiente por la mañana, y luego por la tarde, excitadísimo, para poder hacer nuevas fotos con distinta luz y observar las reacciones de los transeúntes. El bastón se izaba en paralelo al tronco del árbol; bastón y árbol hacían buena pareja, de algún modo se complementaban. El árbol camuflaba la escultura y la arropaba; ejercía de contexto y al mismo tiempo origen, ocultando el significado del objeto artístico, es decir, oscureciéndolo. Nadie parecía advertir la presencia inquietante de la obra de arte. La gente entraba y salía de los cines Albatros sin darse cuenta de nada; en la cola de la taquilla el cinéfilo medio iba a la suya, prestando atención, a lo sumo, a las películas programadas en las vitrinas de la cartelera. Tan sólo en una ocasión Alonso Sánchez pudo ver, desde su escondite en la cafetería de los cines, a un tipo que parecía señalar la calavera o el bastón, se acercaba hasta un metro más o menos y le decía algo a su compañera. Alonso Sánchez se fijó en ellos y salió espitado de la cafetería, para verlos mejor y tratar de escuchar algo de lo que decían. Era una pareja joven, de unos veinticinco o treinta años, él, y veinte o veinticinco, ella. A Alonso Sánchez le empezaba a gustar el aspecto de esos dos; eran modernos sin serlo en exceso, un poco desaliñados, tal vez estudiantes de bellas artes o arquitectura. Es decir, el tipo de público que requiere su obra. Alonso Sánchez pasó por su lado; sin embargo, ya estaban a otra cosa, hablando de una tal Raquel que se había liado con un policía. Alonso Sánchez se hizo el despistado. Caminó un trecho, hasta la cartelera, miró un rato las fotos de escenas de las películas. Luego volvió a la cola, al lugar donde todavía estaban la chica y el chico que habían estado observando su escultura. No pudo averiguar nada más. A Alonso Sánchez le hubiese gustado preguntarles cosas; pero no se atrevió y, finalmente, se fue.

jueves, 27 de marzo de 2014




Le gustaba dibujar a lápiz cosas de su entorno. En ese momento, en el punto en que se hallaba su vida, le parecía una actividad terapéutica. Hizo innumerables retratos de su madre. El rostro ajado, los años y el sufrimiento marcados en la mirada, en aquella dolorosa expresión que adquiría la anciana. Para Alonso Sánchez, tras la marcha de Estela, su madre estaba siendo, digamos, una tabla de salvación. Aferrarse a ese rostro tenía un contenido simbólico. El rostro de su madre le estaba enseñando cosas. Cosas importantes para seguir viviendo, para resistir. Dibujarlo no era tanto un acto de amor hacia ella como una manera de aprehender todas esas cosas. Cada sombra, cada trazo, era una frase, una máxima, que le ponía en evidencia y le pedía, casi a gritos, que volviera a ser el de antes, que recuperase la ilusión por las cosas, por volver a considerarse un artista.

miércoles, 9 de mayo de 2012



El silencio metafísico de Samuel Beckett. Religioso, moderno. Muro de silencio. Superficie monocromática, introspectiva, vacía de contenido. Lápida gris, sin distinciones. Soledad absoluta, estética e intelectual. La muerte como tema único. Como única alternativa. Paisaje vasto, oscuro. La espera perpetua. El destino insondable de la muerte, su misterio. Samuel Beckett, Mark Rothko. La modernidad.

El ruido abstracto de David Markson. Cultural, postmoderno. Hombre-anuncio, multietiquetado. Referencialidad infinita, contradictoria y banal. Vaciada igualmente de contenido. Lo que en Beckett era un lugar único, constreñido e innombrable, en Markson se convierte en una multiplicidad total de localizaciones; esto es, Markson pretende representar al mismo tiempo todos los sitios considerados culturalmente significativos. La amante de Wittgenstein está absolutamente sola; no obstante continuamente se mueve por el mundo, vive en el interior de las más importantes pinacotecas y se alimenta de sus residuos culturales. Calienta su cuerpo quemando los cuadros, restos de la cultura extinta. El simbolismo de David Markson es igualmente desesperanzador. Su protagonista es un ser poblado de referencias, pero no le sirven para nada; su movimiento constante no le lleva a ningún lugar en concreto. En Markson la soledad del personaje no puede ser ya metafísica, sino llena de voces. No hay espera, sino dispersión, esquizofrenia e hiperactividad. David Markson promueve un aullido residual; esto es, una especie de silencio extravertido. Convierte la oscuridad beckettiana en una luminosidad total, cegadora e igualmente insoportable.

Yo creo por lo tanto que la figura de David Markson es parangonable con la de Samuel Beckett. Del mismo modo que la de W. G. Sebald lo es con la de Marcel Proust. Sebald es el narrador torrencial, infinito, líquido. Markson es sincopado, seco, incorrecto y huidizo. Sebald promueve continuidad, ligazón; sus relatos parecen estirar de un hilo que no se acaba nunca. Markson, al contrario, quiebra sus referencias, las traiciona, las deforma hasta el absurdo. Las hace irreconocibles.


viernes, 7 de octubre de 2011

Parece que estemos viviendo
en el fin del mundo.
Los acontecimientos escenifican
un derrumbe paulatino,
lento e inexorable,
de las cosas.

La sensación, sí señor,
es de que el mundo se acaba
y poco podemos hacer
para remediarlo.

La crisis económica
sólo es uno de sus síntomas.

El declive empezó
mucho antes; como
un cáncer no detectado
a tiempo.

Parece que sea
ya demasiado tarde.


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