martes, 16 de mayo de 2017




Annie Ernaux escribe en No he salido de mi noche sobre la enfermedad de su madre. Casi un diario de los que se escriben para entender alguna cosa especialmente dolorosa y hacerla un poco más soportable. No pensaba publicarlo pero, ay, lo acaba publicando. A priori el libro enlaza con el resto de su obra. Con su, como suele decirse, proyecto narrativo. Con el aliciente, según se cuenta en el prólogo, de que en este diario la escritura apenas se ha reelaborado. Escritura cruda, sin apenas procesar.

¿Es lícito exponer así la decadencia de un pariente cercano?

Ernaux no ha tenido piedad consigo misma ni con ninguno de sus amantes, a lo largo de su trayectoria literaria. Ha sometido su propia vida a un escrutinio severo. Porque ella lo ha decidido así. Porque ha instalado su particular construcción literaria en base a estos cimientos: la literatura será su vida al igual que su vida será su literatura. Más allá de la cacareada autoficción, lo suyo es autobiografía pura, esto es, indagación en lo que sería o debería ser la verdad desnuda.

Siempre existe un ejercicio de ficción; es evidente. El propio lenguaje le devuelve a uno una imagen deformada.

Pero existen diversas gradaciones, diría yo. Y existe la voluntad de distorsionar más o menos.

Toda ficción es una autobiografía encriptada. También es esto cierto. Nadie es capaz de alejarse demasiado de la experiencia propia. Madame Bovary soy yo, diría Flaubert.

Y, sin embargo, si uno elije la desnudez, ¿es preciso enfocarlo todo?

Yo he sido un fervososo admirador de Ernaux hasta este libro, No he salido de mi noche. Hay en él una impudicia que me obliga a dejarlo. No puedo olvidar que está hablando de alguien débil que está siendo traicionado. No está escrito para mí. (Creo yo que para nadie.)

Sucede un poco como con En la tierra del dolor, de Alphonse Daudet. Aquí Daudet escribió para sí mismo; para entender su enfermedad. El traidor aquí fue el editor.

Me gusta leer crónicas y autobiografías. Lo que no soporto es leer epístolas; sobre todo cuando sé que se trata de la correspondencia entre dos personas reales. Queda claro que la escritura cruda, sin procesar, no iba dirigida a un tercero. No tengo afán de voyeur.

viernes, 12 de mayo de 2017




La brevedad es importante.

Estoy acabando de leer una novela de Tolstoi de más de mil páginas. Una novela estupenda, de otra época. Publicada probablemente por entregas en algún diario. Como un serial televisivo.

Hay quien cree que el texto largo es mejor, más elevado o difícil. Funciona en este sentido una inercia, a mi modo de ver, que viene de la gran novelística de siglos pasados.

La literatura sudamericana es más poderosa que la española. Es normal. Hay más escritores sudamericanos que españoles. Por una cuestión estadística, es lógico que haya más buenos escritores sudamericanos.

El paradigma del escritor de texto largo, larguísimo, sería Rodrigo Fresán. Un escritor incontinente, superfluo, vaporoso. Me parece inverosímil que haya alguien dispuesto a leer sus últimos novelones sobre, como se dicta en la solapa, lo que un escritor sueña. ¿Acaso quiere explicar Rodrigo Fresán que un escritor sueña distinto? ¿Merecen sus sueños cientos de páginas?

Martín Caparrós reedita La historia. El propio Caparrós dice que es su novela, su libro más importante. A mí Caparrós me gusta más que Fresán, siendo los libros de ambos, al peso, equiparables. En Caparrós hay menos paja, más proteína. A pesar de eso, no creo que me atreva a leerme, de cabo a rabo, La historia.

Entiene uno que El hambre, Los living, Lacrónica, son secuelas de La historia. Pero es que uno ha llegado a descubrir La historia demasiado tarde. Y esto es también algo a tener en cuenta.

En las antípodas, Alain-Paul Mallard reedita su brevísimo Evocación de Matthias Stimmberg. Un texto extraño, kafkiano. Muy breve pero, después de leerlo y releerlo, el libro continúa su batalla por dentro y yo diría que derrota y humilla en el imaginario lector a la mayoría de escritores de ladrillos contemporáneos.

martes, 2 de mayo de 2017















De las ruinas de Uncle Tupelo Jeff Tweedy se llevó el brillo y formó Wilco. En la medida de lo posible Wilco pretende colocarse en el centro de la diana, equidistante de cualquiera de los parámetros de la música popular.

Jay Farrar siguió en la senda de la música tradicional americana. Asentado en eso que algunos llaman las raíces.

La fórmula de Wilco se agota. Es imposible, en un momento determinado, contentar a todos.

Wilco hizo músculo cargado de esteroides en el cambio de milenio, más o menos. Era deslumbrante. Pintaba de modo inmejorable; lo hacía todo bien. Inclusive, parecía tener vida interior. Tweedy es el frontman ideal. Ni muy guapo ni demasiado feo. El desaliño perfecto, la desgana justa, la astenia calculada con tiralíneas.

En su momento, no hice mucho caso de Son Volt. Dentro del tradicionalismo norteamericano había muchas más opciones, mucho más excéntricas. Todos los alias de Will Oldham. Lambchop. Vic Chesnutt. Farrar parecía demasiado anclado en el rock americano de los ochenta.

Puede que siga ahí. En el inmovilismo de la canción rock, pop, country, blues, o lo que sea. A mí hay ahora una tonada que me vuelve loco, como hacía mucho tiempo que no me sucedía. Se titula Back Against The Wall.

Echo de menos ser joven.

viernes, 21 de abril de 2017





Balthus pintaba gatos. Velázquez solía pintar perros. Balthus pintaba gatos asombrados, expectantes. Velázquez pintaba perros tranquilos, elegantes, dignos. Ambas categorías, los gatos de Balthus y los perros de Velázquez, son una transmutación de ellos mismos.

Desde que leí las memorias de Balthus me obsesiono por este pintor. El pintor-gato. Un personaje extraño dentro del panorama de la modernidad. Ajeno a los manierismos modernos; sin embargo, cultivó un manierismo sui géneris que le granjeó el respeto de los surrealistas y de figuras como Picasso y Duchamp. Aunque sus estrategias pictóricas tenían más que ver con los pintores arcaicos del Renacimiento Italiano, como Masaccio, Masolino, Giotto e, inclusive, Piero della Francesca. El propio Balthus no lo oculta en sus memorias. Todos sus esfuerzos se dirigen a imitar la inmanencia de los grandes pintores italianos, su sentido de la geometría y el hieratismo. Amén de la pintura oriental, por supuesto. Aunque a Balthus, en mi opinión, lo oriental le influye solamente en apariencia. Por su carácter decorativo y refinado. Pues los dibujos de Balthus, en su teatralidad, son demasiado meditados, demasiado lentos, demasiado repintados para representar la huidiza levedad de la pintura tradicional japonesa. La pintura japonesa es de un solo trazo; Balthus insiste e insiste, hasta el hastío.

Si es capaz de rozar algún aspecto de la modernidad, en cualquier caso, sería el Surrealismo. La pintura de Balthus sería surrealista de forma tangencial. Surrealismo de soslayo, diría yo. Tras los sueños machistas de Delvaux se sitúan las pícaras nínfulas de Balthus, que levantan sus falditas y muestran la entrepierna a la luz.

En el dibujo de Balthus todo hubiese quedado en un deseo compulsivo, recurrente, reprimido, como los impulsos asesinos de Alfred Hitchcock, si uno no supiera que, al final de su vida, cuando ya no podía pintarlas, Balthus hacía venir a las niñas a su estudio y las fotografiaba en las mismas posturas, semidurmientes, perversamente laxas. En este caso, más que en ningún otro, la fotografía supone un peligroso indicio de una conducta reprobable, de la utilización de unas niñas para significar el deseo perverso de un adulto bajo la coartada del arte; mucho más allá que las torturas y descuartizamientos de Hans Bellmer o Nobuyoshi Araki, que en ningún momento cruzan la barrera del juego adulto. Balthus se defendería aduciendo que en sus nínfulas no hay perversión sino un juego alegórico. No son niñas sino ángeles, diría en sus memorias el pintor-gato.





Si Balthus retrata a sus gatos como una presencia activa en sus cuadros, una presencia expectante, Velázquez pinta sus perros como acompañantes ausentes, profundamente indiferentes. Los perros de Velázquez (pintor-perro, en mi opinión) están ahí, simplemente, con una mezcla de resignación y apatía. No es difícil imaginar que sería esa, precisamente, la actitud de Velázquez en la corte real. Quizá por ese motivo los viajes a Italia fueron para Velázquez una liberación; como cuando se le permite a un perro salir de un cerco. El perro abandona entonces esa actitud sumisa e indiferente. Quizá por eso el rey tuvo que insistirle al pintor-perro que volviese de su segundo viaje; y a partir de entonces no volvería a dejarlo salir.


martes, 11 de abril de 2017




Busco un par de imágenes de Doris Lessing. Son imágenes en blanco y negro. En la primera foto la escritora es vieja. No oculta las arrugas. Tiene una expresión orgullosa. En la segunda, una Doris Lessing joven sostiene un cigarrillo con la mano derecha. La mirada tímida, perdida en algún lugar fuera del encuadre.

Por las noches leo un rato. Muy poco. Pero me gusta leer, todavía. Acabo de empezar El cuaderno dorado. No creo que haya un escritor con la agilidad de Lessing. He tratado de encontrar un calificativo. No se me ocurre otro. Lessing vuela. Escribe como si respirase, como si transcribiera libremente sus pensamientos.

No imposta. Parece libre de prejuicios para hablar de lo que sea. Como si todavía no hubiese perdido la ingenuidad que los escritores actuales pretenden aparentar haber perdido. Cuando habla de literatura, defiende la literatura que ella cree que se debe hacer. Una literatura desvinculada de la mera información, contraria al periodismo. No deberían escribirse libros literarios destinados únicamente a saber lo que sucede en tal o cual sitio en tal o cual época. La literatura es indagatoria y debería aspirar a trascender lugares y épocas. ¿Cuántas obras literarias leemos que logren esto último? Muy pocas. Leemos muchos libros bien estructurados, bien escritos. Leemos libros modernos, clásicos. Pero muy pocos que trasciendan el tiempo y el lugar en que fueron escritos.

Lessing expone sus ideas sin miedo. Habla de liberarse de los hombres y de liberarse de los hijos. Habla de sus esclavitudes y de cómo convive con ellas. Lo expone todo abiertamente. Habla del fervor comunista y del desencanto comunista. De la incapacidad de los comunistas de dejar de sospechar los unos de los otros.

No es una escritura ardorosa. No hay un apasionamiento subrayable o explícito. Lessing escribe con frialdad; como si hiciera mucho tiempo que hubiese vivido lo que cuenta. Como si el relato fuese solamente una letanía. Un objeto mítico que rememorar.

He leído un poco sobre Doris Lessing. Su literatura es desigual. Lo abarca todo. En El cuaderno dorado, creo, está ella, sin más. Una mujer discordante y admirable.


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