viernes, 21 de abril de 2017
Balthus pintaba gatos. Velázquez solía pintar perros. Balthus pintaba gatos asombrados, expectantes. Velázquez pintaba perros tranquilos, elegantes, dignos. Ambas categorías, los gatos de Balthus y los perros de Velázquez, son una transmutación de ellos mismos.
Desde que leí las memorias de Balthus me obsesiono por este pintor. El pintor-gato. Un personaje extraño dentro del panorama de la modernidad. Ajeno a los manierismos modernos; sin embargo, cultivó un manierismo sui géneris que le granjeó el respeto de los surrealistas y de figuras como Picasso y Duchamp. Aunque sus estrategias pictóricas tenían más que ver con los pintores arcaicos del Renacimiento Italiano, como Masaccio, Masolino, Giotto e, inclusive, Piero della Francesca. El propio Balthus no lo oculta en sus memorias. Todos sus esfuerzos se dirigen a imitar la inmanencia de los grandes pintores italianos, su sentido de la geometría y el hieratismo. Amén de la pintura oriental, por supuesto. Aunque a Balthus, en mi opinión, lo oriental le influye solamente en apariencia. Por su carácter decorativo y refinado. Pues los dibujos de Balthus, en su teatralidad, son demasiado meditados, demasiado lentos, demasiado repintados para representar la huidiza levedad de la pintura tradicional japonesa. La pintura japonesa es de un solo trazo; Balthus insiste e insiste, hasta el hastío.
Si es capaz de rozar algún aspecto de la modernidad, en cualquier caso, sería el Surrealismo. La pintura de Balthus sería surrealista de forma tangencial. Surrealismo de soslayo, diría yo. Tras los sueños machistas de Delvaux se sitúan las pícaras nínfulas de Balthus, que levantan sus falditas y muestran la entrepierna a la luz.
En el dibujo de Balthus todo hubiese quedado en un deseo compulsivo, recurrente, reprimido, como los impulsos asesinos de Alfred Hitchcock, si uno no supiera que, al final de su vida, cuando ya no podía pintarlas, Balthus hacía venir a las niñas a su estudio y las fotografiaba en las mismas posturas, semidurmientes, perversamente laxas. En este caso, más que en ningún otro, la fotografía supone un peligroso indicio de una conducta reprobable, de la utilización de unas niñas para significar el deseo perverso de un adulto bajo la coartada del arte; mucho más allá que las torturas y descuartizamientos de Hans Bellmer o Nobuyoshi Araki, que en ningún momento cruzan la barrera del juego adulto. Balthus se defendería aduciendo que en sus nínfulas no hay perversión sino un juego alegórico. No son niñas sino ángeles, diría en sus memorias el pintor-gato.
Si Balthus retrata a sus gatos como una presencia activa en sus cuadros, una presencia expectante, Velázquez pinta sus perros como acompañantes ausentes, profundamente indiferentes. Los perros de Velázquez (pintor-perro, en mi opinión) están ahí, simplemente, con una mezcla de resignación y apatía. No es difícil imaginar que sería esa, precisamente, la actitud de Velázquez en la corte real. Quizá por ese motivo los viajes a Italia fueron para Velázquez una liberación; como cuando se le permite a un perro salir de un cerco. El perro abandona entonces esa actitud sumisa e indiferente. Quizá por eso el rey tuvo que insistirle al pintor-perro que volviese de su segundo viaje; y a partir de entonces no volvería a dejarlo salir.
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Me gusta lo que dices de Balthus, me gusta Balthus (lo he visto otra vez hace poco). Aunque Velázquez también pintó gatos (su famosa riña de ídem), vale lo que dices.
ResponderEliminarEn cuaanto a la inmediatez de trazos orientales, eso vale para cierta pintura japonesa muy relacionada con lo caligráfico y el zen, pero para nada con las famosas estampas que tanto impresionaron a Van Gogh, que son meditamente expresionistas, como la pintura china es por contra impresionista. Matices, claro.
...tienes razón, los grabados japoneses son imágenes mucho mas meditadas que la pintura tradicional; tal vez la influencia oriental en Balthus vaya por ahí...
ResponderEliminar...en cuanto a Velázquez, no le conozco gato, y lo he buscado: la imagen que citas, "Riña de gatos", es de Goya
¡Glup, qué lapsus!
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