domingo, 30 de junio de 2013
sábado, 29 de junio de 2013

Eloy Tizón dice en una entrevista
que nunca se llevaría un libro de Raymond Carver
a un hospital, para leerlo antes de ser operado
a vida o muerte.
Algo así creo haber entendido.
En cambio, sí se llevaría uno de John Cheever
para leer en esas circunstancias.
Tizón dice que Cheever, a pesar de su tristeza,
le ayudaría a superar la enfermedad.
Al contrario, Carver, la agravaría.
Creo que nunca había escuchado a un autor
célebre hablar en esos términos;
del sentido terapéutico de la lectura.
Yo, la verdad, invertiría esos dos nombres:
Carver me ayuda y Cheever me hunde.
viernes, 28 de junio de 2013

No encuentro la felicidad en las pequeñas cosas.
Las pequeñas cosas de la vida no me bastan.
No me basta con el que dicen su encanto inefable,
aquel que tanta poesía en nombre suyo causa.
Una velada amena, pongamos por ejemplo;
ese goce humilde de las pequeñas cosas;
ese goce humilde no me satisface,
ni me basta, digamos, el temblor de una rosa.
Y sé que voy a estar insatisfecho eternamente.
Sé que voy a ser infeliz toda mi vida.
Porque es verdad que el hombre sabio en ello se deleita,
y yo mismo sé que en ello reside la armonía.
Pero este corazón mío es un pozo sin fondo.
Y me digo que algo habrá más allá de estas minucias
de las que acaso sólo gocen quienes, dignos del Olimpo,
se basten para sí con las mieles más insulsas.
miércoles, 26 de junio de 2013

Ahora que los escritores nocilla se extinguen o, por lo menos, parecen en decadencia, desplazados por el resurgimiento de los nuevos escritores llamados drama... Con esa vuelta a las estructuras narrativas tradicionales, de aires recios y estructuras serias... Ahora que las abstracciones pop de los nocilla se han vuelto anticuadas, con esa vacuidad de experimentos sin sustancia... Ahora que los escritores drama nos parecen igualmente gilipollas, pretendiendo haber inventado lo ya inventado, y sirviéndolo como algo nuevo (al igual que hicieron los anteriormente llamados nocilla)... Ahora que cuesta creer en la verdad de la literatura (como cuesta creer en cualquier verdad); y lo fácil es sentir el peso de las grandes verdades del pasado (pero las de verdad, las de los Flaubert, los Cervantes y los Faulkner, allí donde se sustenta la verdad de lo que fue literatura)...
Ahora uno lee a un tal Eloy Tizón y tiene la sensación de que la verdad de la literatura no ha muerto; de que no ha sido sepultada definitivamente por el peso terrible de todos estos autores muertos, anteriormente mencionados; y de que todavía vive, al margen del marketing de las empresas editoriales, discretamente, en silencio, en un segundo plano, lejos del ruido ambiental, trabajando la orfebrería del lenguaje, haciéndolo más preciso, más rico, más bello, como modelado por un viejo artesano. Ahora que los nocilla quieren ser drama y los drama pretenden ocupar el puesto de los nocilla, uno lee ese libro diminuto titulado Velocidad de los jardines y no entiende que no haya nadie que lo reclame para esos primeros puestos en el ranking de lo popularizable. Y eso que uno tan sólo ha leído ese librito discreto y un poco cursi; pero ya se impone la certeza de haber descubierto un gran autor, uno de esos escritores que parecen no tener escuela y dominan el lenguaje como nadie. Uno de ésos que te deslumbran sin que parezcan pretenderlo; en los que, todavía, uno cree reconocer hallazgos, aciertos, invenciones.
Un solo párrafo de Velocidad de los jardines vale lo que todo un libro drama o nocilla, con todo su ruido de modernidad vacía. Puede parecer una chorrada, pero leyendo a Tizón a uno le viene a la memoria la perversa habilidad para la metáfora de Vicente Aleixandre: esa misma elegancia discreta, la misma inteligencia formal. Tizón se declara nabokoviano, y sí, pero le falta el decantamiento del autor ruso por lo extraño y raro. Tizón inventa por el lado del lenguaje, no por el de la anécdota. A mí me parece mejor incluso que los afamados Marías, o Vila-Matas, o por lo menos de ese mismo nivel. A mí me parece que Tizón escribe como le hubiese gustado hacerlo a Marías, con altura pero sin engolamiento, con precisión pero sin necesidad de reiterarse. Tal vez me equivoque. Tizón hace una literatura de la ligereza, pero sin alardes, sin exhibicionismos; es decir, no como el shandy Vila-Matas. No creo que llegue a los niveles de prestigio y popularidad de estos dos; por lo que tiene de auténtico, de poco airado. A no ser que le pase como a Aleixandre y le den un premio Nobel y pase de manera inesperada a un primer plano. O puede que yo me haya equivocado y el resto de sus libros sea una mierda. Puede que Tizón sea un mediocre que una vez dio en el blanco. En cualquier caso, Velocidad de los jardines me parece un gran libro, de los que se guardan en la memoria.
martes, 25 de junio de 2013
domingo, 23 de junio de 2013

La gran invención cinematográfica norteamericana no deja de ser el western. El individuo en soledad, obstinado en pos de algo: una quimera, un enemigo, casi siempre salvaje, inferior, infrahumano. Los norteamericanos se han apropiado desde siempre de la idea de lo digno, de lo que ha de ser. Su modo de vida es el que vale y lo legitima todo. Por ello sus héroes hacen de sus obsesiones individuales sacrificios necesarios para salvaguardar lo americano, que es en definitiva lo digno y lo que vale en el mundo. En cierto sentido Norteamérica es la culminación de Occidente; y ellos lo saben. Es por ello que el enemigo siempre es antioccidental: un indígena salvaje al que confinar, un oriental con una moral despiadada que supone una amenaza incomprensible y, ahora, un musulman empecinado en destruir el mundo, de quien ellos, los norteamericanos, nos van a salvar.
La noche más oscura no deja de ser un western. Sustituye a John Wayne por la guapa Jessica Chastain en el papel de individuo obstinado, solo ante el peligro, con su quimera, contra todos, y que finalmente triunfa. Porque lo que les interesa a los norteamericanos es el triunfo final, lo que justifica las penurias del solitario héroe, en este caso heroína. En el western hay una religiosidad norteamericana, un sufrimiento que es, también, sufrimiento moral. Culmina en aquel western neoyorquino titulado Taxi Driver, en el que la soledad absoluta deviene en una deriva moral definitivamente perniciosa; pero también se produce aquí, en La noche más oscura, en la escena final en la que Jessica Chastain cae en una especie de éxtasis: lo ha conseguido, ha matado, pero el resultado no es enteramente satisfactorio, como esperaba, sino que comporta dolor, dolor moral. Robert De Niro con el rostro ensangrentado y la cabeza rapada, sonríe loco, ido, y apunta con el dedo en la sien y aprieta el gatillo: pug. Jessica Chastain, en la escena final de La noche más oscura, parece haber tenido un orgasmo, y parece haber tenido que hacer, para lograrlo, algo muy abyecto y muy sucio. Es el padecimiento del héroe norteamericano: el precio a pagar.
La película La noche más oscura se nos ha vendido como denuncia, como cine-realidad, basado en documentos reales y en torno a hechos relativamente recientes. Pero, ¿es denuncia o propaganda?
Anne Sexton:
Nosotros somos América.
Somos los que rellenan los ataúdes.
Somos los tenderos de la muerte.
Los envolvemos como si fuesen coliflores.
La bomba se abre como una caja de zapatos.
¿Y el niño?
El niño decididamente no bosteza.
¿Y la mujer?
La mujer lava su corazón.
Se lo han arrancado
y se lo han quemado.
Y, como último acto,
lo enjuaga en el río.
Este es el mercado de la muerte.
¿Dónde están tus méritos, América?
sábado, 22 de junio de 2013

Etnicismo y misantropía,
los Dead Can Dance descubrieron
hace años, tal vez siglos,
una región inhospita
donde reinar.
Ahí siguen:
en la aristocracia
de lo obsoleto,
en la metafísica
del anacronismo.
La muerte puede bailar:
pregonando
la resurrección
de aquello que cayó en desuso.
La clásica y el rock gótico,
el folclore y lo orquestal.
Todo cabe siempre que sea decadente,
de otro tiempo, oscuro, espectral.

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