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lunes, 9 de febrero de 2015

Una historia cristalina, cruda e impúdica en la que su protagonista parece arrepentirse de su innata clarividencia, un don que le conduce hacia una soledad inexorable.




http://babeelcerditovaliente.blogspot.com.es/2015/02/devuelveme-mi-noche-rota-de-jose-morand.html


lunes, 29 de diciembre de 2014




Hace mal tiempo. Llueve. Qué digo llueve, truena. Como si se acabase el mundo. Son tiempos de cambios, reza la gente por la calle. El mundo flota en el diluvio. Las casas flotan en el agua. Y en el agua, humo de los incendios. Yo busco a izquierda y derecha. Pero la ballena no está. Pretendo refugiarme en su interior. Nadar a su lado. Pero siento que nunca va a venir, ya no. De algún modo, el monstruo me ha abandonado. Como si nunca hubiese existido. Como si la relación entre ella y yo se hubiese esfumado.

El agua estalla. Ya no hay una masa de agua que nos rodea. Sino un estallido de gotas de lluvia hacia arriba. Gotas de agua que desafían el sentido habitual de la fuerza de la gravedad. El agua se está desintegrando hacia el cielo. Y está dejando al descubierto la tierra inerte, gris, seca y firme.

Entre los escombros, sigo buscando. La ballena ya es, si no mi amiga, en cierto sentido mi compañera. O, mejor dicho, mi compañía. Por eso la busco. Porque sé que en estas condiciones debe estar pasándolo mal. Ahora es ella quien debe estar sufriendo para sobrevivir simplemente.

El espectáculo es lamentable. Coches volcados, casas derruidas, gente desnuda caminando a solas por la calle, lamentos, quejidos casi infrahumanos. Barro, mucho barro.

Yo me he refugiado en el interior de un árbol, al oír el estallido. Tal vez por ello me veo un poco mejor que el resto. Al menos no he perdido mi ropa. Camino con cautela. Trato de de ayudar a la gente. Madres que buscan a sus hijos. Ancianos que han caído de espaldas y son incapaces de recuperar la posición bípeda, para seguir caminando hacia ninguna parte.

En el árbol he encontrado diversos frutos: jugosos racimos de uvas, melocotones muy tiernos, sandías, esa clase de cosas sabrosas. Antes de enfrentarme al desastre he llenado bien la tripa. He comido siete melocotones, varios quilos de uvas y tres sandías muy dulces. El sabor dulce de la fruta contrasta con la amargura del espectáculo que instantes después tendré delante de mis narices. Así es la vida.

Un vagabundo ha perdido su cartón de vino. Me pide que le ayude a buscarlo. El vino es todo lo que me importa, me dice. El vino es mi familia, prosigue. Como si a mí me importase. Yo nunca he tenido demasiada empatía por los vagabundos. Me han enseñado a pensar que en cierto modo se merecen su desgracia. Cometieron errores, dejaron de luchar, bajaron los brazos. Por ese motivo están donde están. Aprendí de memoria el discurso antivagabundos de un antiguo profesor mío de educación primaria. Decía que el miserabilismo se contagia, de modo que mejor alejarse de los vagabundos. Los vagabundos son, según mi antiguo profesor, personas cargadas de negatividad.

Sin embargo, la lluvia hacia arriba me hace pensar lo contrario. De pronto siento una enorme empatía por el vagabundo que, de repente, me he encontrado en la calle buscando desesperadamente su cartón de vino. Busco durante unos minutos el vino, junto al vagabundo. No lo encontramos. Pero al cruzar una calle veo un supermercado en ruinas. Las puertas abiertas. La gente desnuda entrando y saliendo. Le propongo a mi nuevo amigo el vagabundo entrar en el supermercado y coger un nuevo cartón de vino. Acepta. Entramos. Cruzamos los pasillos sorteando los numerosos artículos del supermercado derramados por el suelo. Lácteos, carne, embutido, arroz, refrescos. Hasta que llegamos al vino. Y encontramos botellas rotas, pero también buen vino perfectamente embotellado, aunque el vidrio se haya ensuciado de barro. Limpio varias de las etiquetas. Mira, le digo al vagabundo, éste es un buen vino. Te lo aseguro, yo mismo lo probé hace tiempo.

Pero no. Mi amigo el vagabundo no quiere probar mi vino. No tiene intención, a estas alturas y en estas condiciones, de cambiar de costumbres. Se dirige directamente a coger un cartón de vino de mesa, muy barato. Lo abre con sus propias manos y bebe un largo trago. Ahhh, exclama el vagabundo. Luego me ofrece a mí. Bebo un poco, por cortesía. Nos dirigimos a la salida. Una señora de unos cuarenta años, desnuda, ha llenado un carrito de la compra y sale con él a la calle.

Nada ha cambiado. El agua sigue cayendo hacia arriba. El humo se extiende, cubriendo de negro el cielo. Mi amigo el vagabundo me sonríe. Saluda brevemente, con una mano. Contesto al saludo y nos separamos.

Entonces creo ver a lo lejos un enorme bulto negro o grisáceo. Voy hacia el bulto, con el corazón en un puño. Es la ballena. Yace varada en plena calle. En mitad de una avenida. Hay automóviles que todavía funcionan, que se frenan para no golpear a la ballena. Y hacen sonar sus cláxones, como si el animal pudiera moverse y apartarse. El espectáculo es tristísimo. Me acerco al monstruo, mi monstruo amado. No puedo hacer nada, pero por lo menos lo acaricio. Me siento a su lado y espero a que muera. Solamente un milagro salvaría a la desgraciada ballena: que el agua llovida hacia arriba volviera a caer y lo inundase todo de nuevo. Pero intuyo que eso no va a ocurrir.

lunes, 8 de diciembre de 2014




¿Resulta lícito no acordarse de nada? ¿Es posible vivir mucho tiempo así? ¿Con una total pérdida de la memoria? ¿O con lagunas en las que las cosas resultan imposibles de entender? Porque, al fin y al cabo, si sólo somos capaces de reseñar fragmentos sueltos, absolutamente insignificantes, de nuestras vidas, ¿para qué vivirlas? ¿Qué sentido tiene no saber hacer una lectura completa de lo que nos sucede?

A mí la ballena me produce ese efecto. Lo que sucede en su interior tiene una lógica muy diferente a lo que pasa fuera de ella. ¿Cómo casar estas dos realidades? La grasa con el aire libre. La constricción con la libertad. La necesidad de sentirse envuelto, protegido, dentro de algo más grande y más fuerte que tú... y la falta total de asideros.

A veces creo entender que la ballena me besa. Me persigue porque, en definitiva, me ama. Soy su obsesión. Se empequeñece para amarme y se restaura en su tamaño original para engullirme. La ballena es, en ese sentido, un ser elástico. ¿Pretende acompañarme en las dos realidades, dentro y fuera de ella misma?

Yo he creído ver el mundo acompañado por la ballena. En cierto modo, el mundo me lo ha enseñado ella. Y no creo que la perspectiva resultante sea deforme, como creen algunos; aunque no puedo dejar de desconfiar de ella. ¿Me está engañando? Podría hacerlo, perfectamente, siendo como es mucho más grande y más fuerte que yo. También más completa.

Dentro y fuera de la ballena todo es agua. Y en el agua flota el humo de mis cigarrillos. El humo alimenta a los peces fumadores, que son de colores chillones, fluorescentes, amarillentos y anaranjados, casi siempre a rayas. Si nado junto a la ballena noto cuándo me besa en la espalda, me arropa y me acuna, como si yo fuera su bebé ballena. Ambos nos alimentamos del mismo humo. Ella no fuma cigarrillos, como es evidente; sin embargo se alimenta del humo que yo expulso, lo inhala y sonríe de vez en cuando.

Me gusta flotar al lado de la ballena. A veces sucede; sobre todo últimamente. La ballena me libera; me expulsa de su interior, casi como si yo fuera una excreción. Entonces recupero parte de mi memoria; recupero, en cierto modo, una parte de mi propio ser. Se desprenden de mí pedazos de piel mal digerida por los jugos gástricos del animal. Y nado felizmente a su lado. Deambulo en un medio líquido para mí desconocido; hasta que llego a reconocer algo: una casa de algún familiar, la plaza en la que mi hijo juega con sus amigos al fútbol, el restaurante favorito de mi mujer o, simplemente, el portal de nuestra casa.

Produce cierta impresión estar nadando junto a un animal mostruoso y, de súbito, apearse para entrar en propia casa. Todo parece suceder sin necesidad de tránsito. Mi mujer, en ocasiones, sobre todo últimanente, permanece dentro de la ballena mucho más tiempo que yo. Esto es, cuando yo me separo de la ballena, cuando salgo de su interior por alguno de sus orificios, en ocasiones mi mujer se queda dentro, separada de mí; en esos instantes, yo fuera y ella dentro, recupero los recuerdos que me atan a mi mujer, puedo jurarlo; sin embargo, ella no está, no puedo acceder a ella, no puedo volver a entrar en el cuerpo de la ballena para buscarla. Siento entonces una enorme tristeza. Y, al mismo tiempo, no puedo dejar de sentirme liberado y exultante, al nadar libremente junto a un animal que me ha devorado y me ha dejado escapar. Un animal monstruoso que, en ese preciso instante, se está convirtiendo, para mí, al menos, en una presencia amable y tranquilizadora.

Entonces soy yo quien devora a otras especies de menor tamaño. Sigo fumando en el agua, mientras nado; de modo que el humo de mis cigarrillos atrae a multitud de peces fumadores, de colores muy vivos y alegres. Algunos de esos peces son pequeñísimos. Me hacen cosquillas al introducirse en los orificios de mi cuerpo. Revolotean en mi interior, causándome un cosquilleo muy gracioso. Y yo me pregunto, al llegar a mi casa, al entrar por la puerta, al prepararme algo de comida, al ducharme e irme a la cama, si he digerido ya esos diminutos peces o han sido expulsados de mi cuerpo. Si siguen ahí y están vivos yo ya he dejado de sentir cosquilleo. Si han salido, no los he visto salir. Por lo que deduzco que tal vez la ballena tampoco sea consciente de mí, al entrar y salir de su cuerpo. Al fin y al cabo, ser consciente no es lo que importa.

jueves, 20 de noviembre de 2014




Los gases de mi cuerpo producen enormes burbujas de colores. Dependiendo de dónde procedan; las burbujas que salen de mi cabeza son amarillas, las de mi abdomen azules, las de la espalda plateadas y las que salen de las extremidades de un tono marronoso, rojizo, como de arcilla. En un primer momento me da la sensación de estar desintegrándome. Me escuece la piel y creo estar corroyéndome a causa de alguna clase de ácido, procedente tal vez de los jugos intestinales de la ballena. Es el fin, pienso. Pero es un fin muy bonito, colorido, festivo.

A cada burbuja la piel parece debilitarse. Y, a la vez, se hace un poco más sensible. Entonces, de súbito, recuerdo que he llegado aquí con mi mujer. Ella está junto a mí. Me mira con su mirada blanca, confiada. Sin necesidad de pronunciar nada, mi mujer me habla. La puedo escuchar, lo sé. Dice cosas incomprensibles. Me está hablando en una lengua para mí desconocida. Por sus gestos, creo descifrar que se trata de algo importante, decisivo, vital. Pero no alcanzo a comprender los detalles.

Sentados a la mesa, comemos algas fritas y frutos marinos. Que previamente hemos recolectado de aquí y allá, en el interior del monstruoso animal. Cada vez que una de las burbujas de colores se desprende de mi cuerpo, pierdo el sentido de la realidad. Se desdibuja la imagen que tengo de mi mujer. Desaparece, la olvido. Y la recupero un tiempo después.

Cómo se llaman nuestros hijos, le digo. Insisto, cómo se llaman nuestros hijos. Sé que son dos, le digo a mi mujer, pero no soy capaz de recordar sus nombres, tampoco sus rostros. Entonces mi mujer parece contestarme. No la entiendo, sin embargo. Cómo se llaman nuestros hijos, qué rostro tienen, quiénes son.

Una puerta se abre y se cierra. No paran de entrar y salir amigos nuestros, cadáveres todos ellos. Con sus cuerpos desmembrados, a veces sin rostro, a medio digerir.

Oigo carcajadas. Quién se ríe. Me doy la vuelta y me doy cuenta de que uno de mis amigos cadáveres se lo está pasando en grande mordiendo y explotando las burbujas que salen de mi cuerpo. Una especie de gas ácido le estalla en la cara a mi amigo y le produce una clase de cosquilleo, según creo, a juzgar por la expresión placentera de su rostro.

De pronto me fijo en unos insectos diminutos que flotan en el interior de las burbujas de colores que se desprenden de mi cuerpo. Me hablan esos insectos, aunque en voz muy baja. He de aguzar el oído para poder escucharles.

Se presentan, uno por uno, muy cortésmente. Hay un insecto que se llama José Miralles Larrosa, otro se llama Lorenzo Posteguillo Alonso, otro se llama María Perreta Martínez, otro dice llamarse Javier Medina Barroso, otro Macarena Solaz Buendía. Podría seguir: Vicente Arroyo Cubete, Juan José Mañas López, Itzíar Miranda Márquez o Julio Atienza Beltrán. Cada uno tiene su historia. Lorenzo Posteguillo, por ejemplo, me habla de lo poco que se fía de los mecánicos. Siempre te arreglan mal el coche, para que al poco tiempo se vuelva a estropear y tengas que volver a arreglarlo. Itzíar Miranda, en cambio, se muestra preocupada por el aumento del precio de la luz. A Vicente Arroyo le gusta el cine mudo. Y José Miralles es un apasionado de la moda.

Yo les atiendo a todos. Les escucho, procuro entenderles. Memorizo sus nombres. Curiosamente, no me cuesta recordarlos. Pero tan pronto me ocupo de sus preocupaciones, mi mujer desaparece. Rodeado de insectos diminutos, mi mujer se ausenta, me abandona. Ya no está. Primero la busco. Pero al rato, ya no siento necesidad de buscarla. María Perreta me está hablando de los beneficios de una alimentación saludable, de lo maja que es la gente del sindicato y las tardes que pasa en el gimnasio, junto a su amiga Sofía Pavía Tomás. Y con lo que soy capaz de escuchar de vez en cuando, me basta. No pido más.

viernes, 14 de noviembre de 2014




Uno puede sentirse confortado por el estómago de la ballena. Como si se tratase de un útero materno. Esto es, uno ha sido engullido de un modo, casi siempre, sorpresivo. En cualquier lugar. Como no hace mucho, en el salón de mi propia casa, viendo un programa televisivo. El rostro del monstruoso animal se asoma, de repente, por el balcón. Es de noche, de modo que solamente puedo ver su mirada oscura, escrutando el interior de la casa. ¿Flotan en el aire las ballenas? ¿De pronto el aire ya no es aire, sino agua? Mi primera reacción es apagar todas las luces y el televisor, para que el animal no pueda verme. La ballena no puede entrar por el balcón. Es demasiado voluminosa. Yo no temo que intente entrar, curiosamente. No temo una reacción violenta por parte de la ballena. Ella busca algo o a alguien. Tal vez a mí. Me escondo en un primer momento, como ya he dicho. Luego dejo de temer que me vea. Ya me ha visto, sabe ya que estoy aquí.

Salgo al balcón y me fumo un cigarro. Durante unos minutos estoy fumando junto a la ballena. El monstruo flota en el aire. Pero no es aire, es agua. El humo de mi cigarro se dispersa en el agua. Y yo respiro como siempre. No me sienta mal respirar agua.

Miro distraído las volutas de humo en el agua. Me producen una cierta tranquilidad. La ballena me mira a mí y parece sonreírme. No decimos nada en ningún momento. De hecho, yo nunca he hablado con la ballena. Las ballenas no hablan, ¿no? Pero tampoco flotan en el aire. Tampoco persiguen a la gente por las calles. Y tampoco se asoman por el balcón de una casa, buscando algo en el interior. No te temo, pienso, mientras fumo y miro a los ojos al animal.

Su mirada es opaca. No soy capaz de imaginar sus pensamientos. ¿Soy alimento para la ballena? ¿Pretende acabar conmigo? ¿O, por el contrario, su intención es darme cobijo, protegerme?

No suelto el cigarro cuando la ballena abre sus grandes fauces y yo entro en su interior, con una especie de resignación. Dentro encuentro lo mismo de siempre. La misma viscosidad de siempre. La misma grasa engorrosa. Pero, esta vez, sin embargo, yo entro tranquilo y, ya digo, fumando. Y en uno de los pliegues intestinales de la ballena encuentro treinta y cinco cajetillas de tabaco. No es mi marca favorita. Pero pienso que, ya que he encontrado los cigarros, me los voy a fumar, uno detrás del otro. Ya tengo algo que hacer allí, en el interior de la ballena.

Antes de olvidarme de mí mismo, de mi nombre, de mi rostro, de todo lo que soy o creo ser, recapacito sobre la posición del animal. ¿Se mueve mientras yo permanezco en su interior? ¿Ha abandonado el balcón de mi casa y nos dirigimos a alguna parte? No tiene sentido que yo me haga todas estas reflexiones. Pronto me olvidaré de todo y saldré de nuevo al exterior un poco más cansado y, desde luego, más deforme. Sin saber qué me ha pasado, por qué no soy la misma persona de antes. Por qué no puedo serlo, sin embargo, a pesar de mis esfuerzos.

Mi trabajo será, entonces, volverme a habituar a mi nuevo rostro. A mis nuevas deformidades. A esa piel que parece disolverse, formar nuevos pliegues, resquebrajarse, dejando a la intemperie algunas partes de mi cuerpo, en carne viva.

Pero lo que me toca, ahora, es sumirme en el sueño. En ese sentido, aún me queda un momento de autoconsciencia antes de perder, de nuevo, la memoria.

jueves, 23 de octubre de 2014




Yo me tomo un café. La textura del café me remite a la piel de la ballena, a sus órganos vitales y a lo pringoso de su grasa cuando uno cae atrapado en ella. La grasa es en efecto como barro pegajoso y maloliente. A menudo, cuando pasa un rato uno se da cuenta de que no hay nada que hacer, que ha de permanecer sí o sí en esta situación de manera indefinida, hasta que se cumpla la voluntad del animal. Se produce entonces una especie de relajamiento. Uno puede sentirse muy a gusto a pesar del horror de verse atrapado y ahogado en la grasa de la ballena. Uno extiende los brazos y acaricia a veces a los amigos cadáveres; que extienden sus extremidades buscando a su vez algo o a alguien. Regocijándonos todos en la propia grasa, tal vez alimentándonos de ella.

El café y la ballena son una misma cosa indisoluble. El café es como una puerta astral que permite ahogarse en la ballena, penetrarla; como por arte de magia. O como parte de un ritual desconocido y ancestral. (¿Habrá alguien en algún lugar del mundo practicando algún conjuro mágico que me afecte directamente a mí y me conduzca, por error, tal vez, al estómago del animal?)

Yo he pensado en mis dos hijos. En algún momento he pensado que imaginármelos sería como abrir otra puerta, de acceso a otra cosa. Una puerta de salida. Lo lamentable, como ya he mencionado varias veces, es que nada más entrar en el cuerpo de la ballena se produce una especie de efecto burbuja. Ya nada existe fuera de la ballena. Es decir, nada parece existir. Sino el propio aprisionamiento. Es decir, uno en esa situación ni siquiera se plantea que haya posibilidad de escapatoria. El encierro en el interior del cuerpo monstruoso tiene sentido en sí mismo. Ese monstruo da coherencia a las cosas. Cualquier forma de vida podría interpretarse precisamente por el hecho de verse en el interior de la ballena. Vivir la vida tiene sentido como modo de permanecer dentro; arropado por la grasa animal y circulando por los intestinos como si fuesen pasadizos secretos. Es decir, como si los intestinos de la ballena fuesen portadores de una verdad importante, algo propio y descifrable, verdadero. Algo descubrible en la piel, en la grasa y la carne.

Me he imaginado esta vez a mis hijos rubios, gorditos y sonrosados. En el interior de la ballena, como digo, soy incapaz de recordarlos según su aspecto auténtico. Por eso me veo obligado a imaginármelos. Cada vez yo imagino a mis hijos de una manera: a veces más pecosos; otras veces, con la piel muy lisa y blanca. O con los cabellos rizados. U otras veces lisos. Muy morenos o muy rubios. Da igual. Son ellos. Lo sé. De manera que siempre tengo esperanzas de atinar con el aspecto real de mis hijos. Al fin y al cabo, uno cree que existe alguna posibilidad, aunque sea remota, de que dentro del azar que supone imaginar de manera aleatoria sus rostros, sus ojitos, sus barbillas y sus cabecitas, esté percibiendo, aunque sea con la imaginación, sus verdaderos rostros. A veces pienso, inclusive, que debe haber alguna región del subconsciente que permanezca inalterada al introducirme en la ballena. Algo de mi memoria ha de quedar protegido y, tal vez, apelando a ese algo yo logre reproducir en el interior del animal monstruoso los verdaderos rostros de mis dos hijos. No puedo haberlos perdido completamente, ni siquiera en ese ambiente nefasto; ya que, y tal vez esto no lo he contado todavía, cuando yo salgo de la ballena los recupero de inmediato. Vuelvo a acordarme de ellos, vuelvo a comprender su realidad, como si nada.

Por ese motivo bebo el café con miedo. Y no sólo el café me tiene atemorizado. Cualquier otra cosa también. Cualquier acción, por inocua que parezca, puede catapultarme al interior de la ballena. Tal es el sentimiento de inseguridad que me produce casi cualquier cosa. Abrir una ventana, por ejemplo. O encender el ordenador. La pantalla oscura, palpitante, me absorbe en ocasiones de un modo hipnótico. Anula toda fuerza de voluntad. Y yo me dejo arrastrar hacia esa otra oscuridad. Del negro centelleante de la pantalla del ordenador, de ese negro frío, paso a la ceguera total de sentirme envuelto por la grasa animal de la ballena. Su oscuridad palpitante, cálida. Reconfortante a veces.

lunes, 22 de septiembre de 2014




Para sobrevivir en esta dicotomía, este dentro y fuera de la ballena, se necesita memoria. ¿No? Creo que sí. Aunque no estoy del todo seguro, pues tan pronto me veo fuera, liberado, olvido las penurias que he pasado dentro. Olvido, inclusive, a quienes me han acompañado y me han dado, en cierto sentido, su amistad: mis amigos los cadáveres A, B, C, D y E. No tienen nombre. Dos de ellos contestaron cuando yo les pregunté por su nombre, pero sin duda mintieron. Ninguno de ellos se llama, verdaderamente, Lorenzo y ninguno se llama Abelino, por supuesto. A mí me da igual, simplemente les he preguntado su nombre para poder orientarme, por si en algún momento soy capaz de reconocer sus voces, personalizarlos. No me es posible en estas circunstancias; aquí apenas hay luz, salvo en algunas partes del interior del monstruoso animal iluminadas por algas y cosas fluorescentes. Gases fluorescentes, inclusive; pestilentes, por otro lado.

Uno es capaz de acostumbrarse a los malos olores. A lo que no se acostumbra uno es a esta especie de desintegración de los testículos: convertidos casi sin advertirlo en inesperados manantiales de zumo de naranja. Y al extraño cosquilleo de los peces revolucionarios que lo único que quieren es beberse el jugo de mis testículos, como si les alimentase de manera definitiva.

Me he dado cuenta de que mi amigo el cadáver D no me llama por mi nombre. Ya puedo yo repetirle que me llamo Jacobo Morteruelo que no se le queda. Parece incapaz de recordarlo. Mi amigo el cadáver B dice que la experiencia le ha dado a entender que aquí dentro nada se recuerda. Entonces, les digo: ¿Cómo soy yo capaz de acordarme de mi nombre? No lo sé, dice mi amigo el cadáver A, tal vez porque tu nombre tú lo has interiorizado y nosotros el nuestro no lo hemos interiorizado. Tu nombre significa algo para ti y para nosotros el nuestro no significa nada. No aquí dentro, en esta oscuridad, soportando estas temperaturas tan altas, febriles a veces, y con esta pestilencia insoportable.

De repente, me acuerdo, ¿y mi mujer? Yo había venido aquí con ella. Habíamos planeado una cena romántica a base de algas y verduras mal digeridas por la ballena. Yo había preparado la mesa, con sus mantelitos de estilo oriental, los palillos chinos, tal y como le gustan a ella, y unos pedazos de carne cruda para mí. ¿No es cierto?, les pregunto a mis amigos cadáveres, que me miran con aire extrañado.

No lo sé, dice mi amigo el cadáver B. Nadie lo puede saber. Tu mujer bien podría ser uno de nosotros. Como ves, al llegar aquí lo primero que te sucede es que tus genitales se convierten en jugo de naranja y se los van bebiendo poco a poco los peces revolucionarios. Desaparecen las diferenciaciones. Nos convertimos en cadáveres, sin genitales, primero, y sin rostro, después. Y sin memoria, por supuesto. La memoria no sirve para nada aquí dentro. Aquí funciona otra clase de supervivencia.

¡Sé!, grito, ¡Sé! ¿Estás aquí?

Nadie responde. Seguramente me están engañando mis amigos los cadáveres. Deben tener una intención oculta; por eso me rodean, por ese motivo me acosan con sus preguntas.

Eres tú quien nos está acosando a nosotros, dice mi amigo el cadáver J. ¿J?, pienso, ¿había un amigo cadáver J? No recuerdo a ningún amigo cadáver J.

Muy bien, no voy a haceros más preguntas. Observaré las cosas tal y como vayan sucediendo y trataré de entenderlas por mí mismo.

Eso está bien, dice mi amigo el cadáver A.

La voz de mi amigo el cadáver A me recuerda a la de Sé. Sin embargo, he prometido no hacer preguntas. ¿Eres Sé?, pienso, sin pronunciarlo.

jueves, 18 de septiembre de 2014




Los niños juegan felices en las calles. La ciudad es perfectamente apta para caminar por las aceras. Subir y bajar escalones en la intimidad de las casas. Leer mensajes de telefonía móvil, distraída o atentamente. Mirar muy arriba, siguiendo el vuelo de las águilas, los halcones, las gaviotas, los mirlos, las libélulas. Dar saltitos, hip, hop, como en una comedia infantil. Despertarse pronto o tarde. Asistir a los conciertos pop. Y, después, a la salida de cada uno de esos conciertos, fumar distraídamente y seguir con la mirada el humo azul entre los trazos salvajes de los árboles. Agacharse y atarse los zapatos como si se acabase el mundo. Ah, la vida como un continuo atarse los zapatos. Y regresar, aguantando la mirada del monstruoso animal, como en una bufonada dramática, al estómago de la ballena. Se regresa siempre a un refugio oscuro y mullido.

El semblante rígido, casi asfixiado. ¿Qué hay aquí, qué buscar?, dice alguien. En los pliegues intestinales del animal todo es hervor y todo es salvaje. Uno ha de andarse con ojo. Explorar con el tacto el tejido viscoso. Oler los perfumes ácidos, la podredumbre. Los cadáveres vivientes como parte de una nueva vecindad, una nueva esperanza. Peces revolucionarios intentando asaltar con sus lenguas mugrientas los pelos de mis piernas. Nada escapa al folclore intestinal. Mi amigo el cadáver A me cuenta su historia. Perdió un ojo en una guerra y le dejó su mujer. A partir de ahí se dedicó a cultivar almendras. Las vendía en sobres clandestinos. Luego viajó a Alcocéber y encontró un veneno ideal. El veneno definitivo.

Las ballenas a veces mugen como las vacas. Nadie parece haberse dado cuenta. Uno a veces cree poder descifrar sus mugidos. Son como cantos de sirenas acatarradas. Luego las ballenas callan y todo se olvida; como si los mugidos hubiesen sido una parte importante del sueño. Mi amigo el cadaver A no se queja, nunca. Cero espectáculo, dice. Seamos consecuentes. Estamos aquí para construir algo. Hacer algo con nuestras propias manos. Componer poco a poco, día a día, una obra. Algo que sirva a quienes vengan después. Seamos célebres en ese sentido. Reproduzcamos los mugidos olvidados de las ballenas como parte de un nuevo plan. Busquemos su origen ancestral, su significado último. Seamos listos, dice mi amigo el cadáver A. Pensemos en nuestros hijos.

Yo le hablo entonces de mis hijos. Tengo dos. El mayor, Duncan, juega al fúlbol en las aceras. El pequeño, Viriato, dice no conocer a su madre. Son mi alegría y mi desgracia. Siempre llevo conmigo sus dibujos.

Mi amigo el cadaver B dice ser capaz de apreciar los dibujos de mis hijos. Duncan es un dibujante minucioso, muy aseado. Viriato, al contrario, parece que dibuja con descuido, como quien no quiere la cosa. La belleza infantil de los dibujos de mis hijos es indiferente a nuestras miradas.

¿Qué hacer?, dice mi amigo el cadáver C. Bajamos por una de las muchas escaleras intestinales, buscando una estancia más cómoda. El calor es asfixiante. Apenas puedo doblar mis rodillas. Los peces revolucionarios beben un líquido anaranjado que mana de mis testículos. ¿Zumo de naranja? ¿Con o sin pulpa? Empieza entonces la aventura del zumo de naranja.

Mi amigo el cadáver D dice que es capaz de sudar aguardiente. Mi amigo el cadáver E sabe hacer cócteles. Que empiece la fiesta, dice mi amigo el cadáver F. ¿Alguien puede decirme su nombre?, grito, desesperado. Lorenzo, dice mi amigo el cadáver B. Abelino, dice mi amigo el cadáver C. Los demás, callan.

Yo me llamo Jacobo Morteruelo. ¿Habéis oído? ¡Jacobo Morteruelo!

jueves, 11 de septiembre de 2014




Hola, me llamo Jacobo Morteruelo y, como todo el mundo sabe, doy clases de dibujo en centros públicos. La gente cree que me dedico casi en exclusiva a subir y bajar escaleras, abrir y cerrar ventanas, morder y envolver bocadillos, pasear, descansar, acuclillarme, enchufar ordenadores e impresoras, pasar las páginas de la agenda, tres de agosto, cuatro de agosto, seis de agosto, anotando el día cuidadosamente en mi cuaderno, escribir, diligentemente, tres de agosto, o escribir cuatro de agosto, o escribir seis de agosto, afeitarme o no afeitarme, beber tal o cual refresco, buscar la sombra por las calles, caiga o no un sol de justicia, como hoy, que sí, que cae un sol de justicia y he venido hasta aquí buscando cuidadosamente la sombra y luego me he refrescado la cara en el cuarto de baño, ah, el agua fresca, las escaleras, la calle, de nuevo, y sin saber cómo, sin saber por qué, encontrarse otra vez en el vientre de la ballena, los ojos pálidos, como de animal rabioso, la mirada perdida en algún punto en la superficie del mar, qué mar, tan pronto uno se encuentra a la sombra, bajando o subiendo escaleras, comprando un bocadillo para el almuerzo, o hablando con alguien amistosamente, cordialmente, como uno suele hablar, y a la vuelta de la esquina ese animal monstruoso se aproxima con la boca bien abierta y, zas, uno cae de nuevo en el mismo amasijo de vísceras, sangre, restos de otros animales y, tal vez, otras personas muertas, mal digeridas, que permanecen, durante años, en el estómago gigantesco del animal.

En ocasiones, cuando me he sentido atrapado por la ballena y he viajado gratis hasta el interior de sus pulmones, respirando el aire que el animal me presta, yo he intentado zafarme, buscar una salida, un agujero de luz. Pero siempre me ha sido imposible. En ese preciso momento todo es carne a mi alrededor y ya nada importa sino la carne. La carne ardorosa, palpitante, como la de los amantes revolviéndose en el barro, penetrándose y dejándose penetrar. Y entonces creo sinceramente que toda esta coreografía de nimiedades, subir y bajar persianas, abrocharse los pantalones, saludar a personas conocidas e, inclusive, desconocidas, beber agua del grifo del agua corriente, abrir la nevera, bajar un libro de algún estante, ver la televisión, leerle un cuento a mi hijo Duncan, bajar la basura, arreglar la cisterna del baño, comprar un cable para el ordenador, todo forma parte del mismo ritual carnicero. Por ese motivo decidí un día sentirme cómodo en el vientre de la ballena. Construirme una casa allí dentro. Con su cocina, su sala de estar, sus dos baños y su terraza con vistas al mar. No es la mejor casa del mundo. Solamente es una casita diminuta, casi de juguete. Fabricada con el tejido subcutáneo de la ballena. La grasa de la que luego me alimento; pues hay veces que he de pasarme semanas, meses, incluso, dentro del vientre de la ballena. Algo hay que hacer, ¿no? Me como poco a poco al animal que me ha comido a mí. Me como su carne muy a gusto, todo hay que decirlo. La corto a pedacitos, del tamaño aproximado de un filete de ternera, como los que venden en los supermercados, y guardo los pedacitos que me sobran en el congelador, para la siguiente ocasión. La carne de ballena tiene un sabor generoso, expansivo, que sacia pronto. Por ese motivo me he de buscar otras cosas que hacer; porque uno no puede pasarse el día comiendo. Y menos aún ese tipo de comida, tan grasienta, poco recomendable para conservar la salud intacta. ¿De verdad es posible conservar la salud intacta? No lo sé. No obstante, ¿qué hacer cuando no hay otra cosa que comer? Y, sobre todo, ¿qué hacer después de haber comido, después de haberse saciado? Yo creo que, en gran parte, éste es el gran problema de las sociedades occidentales. Después de comer la gente ya no sabe qué hacer. Por ese motivo la gente queda constantemente para comer. Y luego para cenar, es decir, para seguir comiendo. ¿Y después qué?

En alguna ocasión yo he invitado a mi mujer a comer conmigo en el interior del vientre de la ballena. Allí también hay, por supuesto, algún rinconcito muy romántico. Sin embargo, a ella en general no le ha gustado. Mi mujer se llama Séfora. Aunque todos la llamamos Sé. Sé y yo hemos ido al cine y luego nos hemos dejado engullir por el enorme animal. A Sé no le gustan las grandilocuencias, pero hay veces que las tolera. Lo hace por mí. ¿Por amor? ¿Costumbre, tal vez? Cuando Sé se niega a comer carne de ballena procuro prepararle otra cosa. Busco entre los jugos gástricos del animal algún manjar que me pueda servir. Restos de algas, por ejemplo. Preparo una ensalada de algas, muy troceaditas, al estilo chino. Y se la sirvo a Sé. Entonces podemos hablar tranquilamente de los pliegues intestinales de la ballena. Hablamos de construir allí un jardín de infancia. De abandonarlo todo y venirnos a vivir aquí. Pero aquí, dice Sé, sólo hay grasa. No necesitamos otra cosa, amor mío. Yo he tratado de convencerla en numerosas ocasiones. Pero ella no dice nada. Me mira con sus ojitos de gata, lánguidamente. Y me siento perdido por ella.
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