jueves, 11 de septiembre de 2014




Hola, me llamo Jacobo Morteruelo y, como todo el mundo sabe, doy clases de dibujo en centros públicos. La gente cree que me dedico casi en exclusiva a subir y bajar escaleras, abrir y cerrar ventanas, morder y envolver bocadillos, pasear, descansar, acuclillarme, enchufar ordenadores e impresoras, pasar las páginas de la agenda, tres de agosto, cuatro de agosto, seis de agosto, anotando el día cuidadosamente en mi cuaderno, escribir, diligentemente, tres de agosto, o escribir cuatro de agosto, o escribir seis de agosto, afeitarme o no afeitarme, beber tal o cual refresco, buscar la sombra por las calles, caiga o no un sol de justicia, como hoy, que sí, que cae un sol de justicia y he venido hasta aquí buscando cuidadosamente la sombra y luego me he refrescado la cara en el cuarto de baño, ah, el agua fresca, las escaleras, la calle, de nuevo, y sin saber cómo, sin saber por qué, encontrarse otra vez en el vientre de la ballena, los ojos pálidos, como de animal rabioso, la mirada perdida en algún punto en la superficie del mar, qué mar, tan pronto uno se encuentra a la sombra, bajando o subiendo escaleras, comprando un bocadillo para el almuerzo, o hablando con alguien amistosamente, cordialmente, como uno suele hablar, y a la vuelta de la esquina ese animal monstruoso se aproxima con la boca bien abierta y, zas, uno cae de nuevo en el mismo amasijo de vísceras, sangre, restos de otros animales y, tal vez, otras personas muertas, mal digeridas, que permanecen, durante años, en el estómago gigantesco del animal.

En ocasiones, cuando me he sentido atrapado por la ballena y he viajado gratis hasta el interior de sus pulmones, respirando el aire que el animal me presta, yo he intentado zafarme, buscar una salida, un agujero de luz. Pero siempre me ha sido imposible. En ese preciso momento todo es carne a mi alrededor y ya nada importa sino la carne. La carne ardorosa, palpitante, como la de los amantes revolviéndose en el barro, penetrándose y dejándose penetrar. Y entonces creo sinceramente que toda esta coreografía de nimiedades, subir y bajar persianas, abrocharse los pantalones, saludar a personas conocidas e, inclusive, desconocidas, beber agua del grifo del agua corriente, abrir la nevera, bajar un libro de algún estante, ver la televisión, leerle un cuento a mi hijo Duncan, bajar la basura, arreglar la cisterna del baño, comprar un cable para el ordenador, todo forma parte del mismo ritual carnicero. Por ese motivo decidí un día sentirme cómodo en el vientre de la ballena. Construirme una casa allí dentro. Con su cocina, su sala de estar, sus dos baños y su terraza con vistas al mar. No es la mejor casa del mundo. Solamente es una casita diminuta, casi de juguete. Fabricada con el tejido subcutáneo de la ballena. La grasa de la que luego me alimento; pues hay veces que he de pasarme semanas, meses, incluso, dentro del vientre de la ballena. Algo hay que hacer, ¿no? Me como poco a poco al animal que me ha comido a mí. Me como su carne muy a gusto, todo hay que decirlo. La corto a pedacitos, del tamaño aproximado de un filete de ternera, como los que venden en los supermercados, y guardo los pedacitos que me sobran en el congelador, para la siguiente ocasión. La carne de ballena tiene un sabor generoso, expansivo, que sacia pronto. Por ese motivo me he de buscar otras cosas que hacer; porque uno no puede pasarse el día comiendo. Y menos aún ese tipo de comida, tan grasienta, poco recomendable para conservar la salud intacta. ¿De verdad es posible conservar la salud intacta? No lo sé. No obstante, ¿qué hacer cuando no hay otra cosa que comer? Y, sobre todo, ¿qué hacer después de haber comido, después de haberse saciado? Yo creo que, en gran parte, éste es el gran problema de las sociedades occidentales. Después de comer la gente ya no sabe qué hacer. Por ese motivo la gente queda constantemente para comer. Y luego para cenar, es decir, para seguir comiendo. ¿Y después qué?

En alguna ocasión yo he invitado a mi mujer a comer conmigo en el interior del vientre de la ballena. Allí también hay, por supuesto, algún rinconcito muy romántico. Sin embargo, a ella en general no le ha gustado. Mi mujer se llama Séfora. Aunque todos la llamamos Sé. Sé y yo hemos ido al cine y luego nos hemos dejado engullir por el enorme animal. A Sé no le gustan las grandilocuencias, pero hay veces que las tolera. Lo hace por mí. ¿Por amor? ¿Costumbre, tal vez? Cuando Sé se niega a comer carne de ballena procuro prepararle otra cosa. Busco entre los jugos gástricos del animal algún manjar que me pueda servir. Restos de algas, por ejemplo. Preparo una ensalada de algas, muy troceaditas, al estilo chino. Y se la sirvo a Sé. Entonces podemos hablar tranquilamente de los pliegues intestinales de la ballena. Hablamos de construir allí un jardín de infancia. De abandonarlo todo y venirnos a vivir aquí. Pero aquí, dice Sé, sólo hay grasa. No necesitamos otra cosa, amor mío. Yo he tratado de convencerla en numerosas ocasiones. Pero ella no dice nada. Me mira con sus ojitos de gata, lánguidamente. Y me siento perdido por ella.

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