lunes, 29 de diciembre de 2014




Hace mal tiempo. Llueve. Qué digo llueve, truena. Como si se acabase el mundo. Son tiempos de cambios, reza la gente por la calle. El mundo flota en el diluvio. Las casas flotan en el agua. Y en el agua, humo de los incendios. Yo busco a izquierda y derecha. Pero la ballena no está. Pretendo refugiarme en su interior. Nadar a su lado. Pero siento que nunca va a venir, ya no. De algún modo, el monstruo me ha abandonado. Como si nunca hubiese existido. Como si la relación entre ella y yo se hubiese esfumado.

El agua estalla. Ya no hay una masa de agua que nos rodea. Sino un estallido de gotas de lluvia hacia arriba. Gotas de agua que desafían el sentido habitual de la fuerza de la gravedad. El agua se está desintegrando hacia el cielo. Y está dejando al descubierto la tierra inerte, gris, seca y firme.

Entre los escombros, sigo buscando. La ballena ya es, si no mi amiga, en cierto sentido mi compañera. O, mejor dicho, mi compañía. Por eso la busco. Porque sé que en estas condiciones debe estar pasándolo mal. Ahora es ella quien debe estar sufriendo para sobrevivir simplemente.

El espectáculo es lamentable. Coches volcados, casas derruidas, gente desnuda caminando a solas por la calle, lamentos, quejidos casi infrahumanos. Barro, mucho barro.

Yo me he refugiado en el interior de un árbol, al oír el estallido. Tal vez por ello me veo un poco mejor que el resto. Al menos no he perdido mi ropa. Camino con cautela. Trato de de ayudar a la gente. Madres que buscan a sus hijos. Ancianos que han caído de espaldas y son incapaces de recuperar la posición bípeda, para seguir caminando hacia ninguna parte.

En el árbol he encontrado diversos frutos: jugosos racimos de uvas, melocotones muy tiernos, sandías, esa clase de cosas sabrosas. Antes de enfrentarme al desastre he llenado bien la tripa. He comido siete melocotones, varios quilos de uvas y tres sandías muy dulces. El sabor dulce de la fruta contrasta con la amargura del espectáculo que instantes después tendré delante de mis narices. Así es la vida.

Un vagabundo ha perdido su cartón de vino. Me pide que le ayude a buscarlo. El vino es todo lo que me importa, me dice. El vino es mi familia, prosigue. Como si a mí me importase. Yo nunca he tenido demasiada empatía por los vagabundos. Me han enseñado a pensar que en cierto modo se merecen su desgracia. Cometieron errores, dejaron de luchar, bajaron los brazos. Por ese motivo están donde están. Aprendí de memoria el discurso antivagabundos de un antiguo profesor mío de educación primaria. Decía que el miserabilismo se contagia, de modo que mejor alejarse de los vagabundos. Los vagabundos son, según mi antiguo profesor, personas cargadas de negatividad.

Sin embargo, la lluvia hacia arriba me hace pensar lo contrario. De pronto siento una enorme empatía por el vagabundo que, de repente, me he encontrado en la calle buscando desesperadamente su cartón de vino. Busco durante unos minutos el vino, junto al vagabundo. No lo encontramos. Pero al cruzar una calle veo un supermercado en ruinas. Las puertas abiertas. La gente desnuda entrando y saliendo. Le propongo a mi nuevo amigo el vagabundo entrar en el supermercado y coger un nuevo cartón de vino. Acepta. Entramos. Cruzamos los pasillos sorteando los numerosos artículos del supermercado derramados por el suelo. Lácteos, carne, embutido, arroz, refrescos. Hasta que llegamos al vino. Y encontramos botellas rotas, pero también buen vino perfectamente embotellado, aunque el vidrio se haya ensuciado de barro. Limpio varias de las etiquetas. Mira, le digo al vagabundo, éste es un buen vino. Te lo aseguro, yo mismo lo probé hace tiempo.

Pero no. Mi amigo el vagabundo no quiere probar mi vino. No tiene intención, a estas alturas y en estas condiciones, de cambiar de costumbres. Se dirige directamente a coger un cartón de vino de mesa, muy barato. Lo abre con sus propias manos y bebe un largo trago. Ahhh, exclama el vagabundo. Luego me ofrece a mí. Bebo un poco, por cortesía. Nos dirigimos a la salida. Una señora de unos cuarenta años, desnuda, ha llenado un carrito de la compra y sale con él a la calle.

Nada ha cambiado. El agua sigue cayendo hacia arriba. El humo se extiende, cubriendo de negro el cielo. Mi amigo el vagabundo me sonríe. Saluda brevemente, con una mano. Contesto al saludo y nos separamos.

Entonces creo ver a lo lejos un enorme bulto negro o grisáceo. Voy hacia el bulto, con el corazón en un puño. Es la ballena. Yace varada en plena calle. En mitad de una avenida. Hay automóviles que todavía funcionan, que se frenan para no golpear a la ballena. Y hacen sonar sus cláxones, como si el animal pudiera moverse y apartarse. El espectáculo es tristísimo. Me acerco al monstruo, mi monstruo amado. No puedo hacer nada, pero por lo menos lo acaricio. Me siento a su lado y espero a que muera. Solamente un milagro salvaría a la desgraciada ballena: que el agua llovida hacia arriba volviera a caer y lo inundase todo de nuevo. Pero intuyo que eso no va a ocurrir.

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