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miércoles, 25 de febrero de 2015




La familia de Alonso Sánchez había llevado una vida relativamente normal. Alonso Sánchez tardó en comprender los delirios de grandeza de su propia madre. Aprendió a enfrentarse a ellos con ironía. La madre de Alonso Sánchez probablemente vivió momentos de esplendor en su infancia y adolescencia. No obstante, la vida que Alonso Sánchez había conocido era la de una familia de clase media bastante vulgar. Alonso Sánchez comprendió posteriormente lo difícil que fue para sus padres salir adelante. Su madre le había contado numerosas veces el sometimiento de su padre a la disciplina de un trabajo que odiaba; en la cadena de montaje de una empresa de cartonajes. Alonso Sánchez nunca había escuchado a su padre quejarse. Lo recuerda saliendo cada jornada, silencioso, discreto y estoico, como era él. Como si no tuviese otra opción. Como si la vida consistiera en sacrificarse de ese modo.

Fue su madre la portavoz de las desdichas de su padre. A través de ella, Alonso Sánchez conoció el sadismo de uno de los jefes de su padre. Siempre hay gente dispuesta a humillarte, decía la madre de Alonso Sánchez. Tu padre es un hombre honesto, tú mismo lo conoces bien. (No era cierto, Alonso Sánchez nunca tuvo la sensación de conocer bien a su propio padre.) Al parecer, uno de los jefes era un antiguo compañero de colegio de su padre. Aquel tipo conoció el noviazgo de sus padres. Inclusive, se interesó por su madre al mismo tiempo que su padre. De manera que se produjo una rivalidad que condicionaría el futuro de su padre, condenado a trabajar en una empresa en la que su viejo compañero de colegio sería uno de los gerentes principales. La madre de Alonso Sánchez le contó a su hijo que aquel tipo, aquel gerente o jefe o lo que fuera, se preocupó todo el tiempo de hacerle la vida imposible a su padre. Le prometió un ascenso que nunca llegaba. Le exigía que trabajase unas horas extraordinarias que nunca le pagaba. Le comparaba con lo peor, evidenciando siempre, sobre él, y en público, una autoridad desorbitada, inhumana. Su padre había sido un hombre sencillo, cuya única ambición era llevar una vida tranquila. Pero, por mucho que uno quiera, no siempre es posible pasar desapercibido.

Alonso Sánchez recordaba a su padre como un tipo de aspecto blando pero firme de actitud. Como si el hombre hubiese asumido pronto su destino. Consciente de que su signo sería soportar los envites de la ambición de los demás. Toda esa violencia irracional que tensa nuestras vidas. No obstante, una amarga tristeza se traslucía en su rostro, en sus ademanes lentos y robóticos. En cierto modo, parecía que la vida no fuese con él. Aparentaba hacer las cosas porque sí, porque hay que hacerlas, porque no existe otro remedio.

En cierto sentido, volver a esa casa, en la que su padre había vivido prácticamente toda su vida, le obligaba a reflexionar sobre aquella figura ausente. Porque su padre, aun después de muerto, era para Alonso Sánchez alguien que no parecía haber intervenido en su vida. Con la perspectiva que da la adultez, Alonso Sánchez elaboró la capacidad de analizar la vida y las actividades de su padre. Los silencios de su padre. La gestualidad de su padre. El dolor de su padre. Los anhelos de su padre. Ahora cree que su padre le había exigido venganza. Alonso Sánchez había sido educado para vengar la existencia frustrante de aquel hombre. Aquel pobre donnadie. Aquel tipo de mirada lánguida que nunca hablaba de sí mismo. Nunca se quejaba, en efecto; pero en sus decorosos silencios había mucho de rabia contenida. Véngame, parecía decirle aquella voz de ultratumba; dales una lección a aquellos hijos de puta.

lunes, 4 de agosto de 2014




Nada más llegar a casa cerró las ventanas. Fue un acto instintivo. No obstante esa vez se quedó un momento pensando por qué lo hacía. Le gustaba sentirse aislado, quizá. O protegido.

El mundo es hiriente, pensaba, mierda pura.

Su tedioso trabajo, la vigilancia de su jefe, la brutal soledad que le ha arrastrado toda su vida. Cada jornada lo sumía en un peligroso estado de excitación, con los nervios a flor de piel. No era cansancio físico lo que experimentaba, sino agotamiento psicológico, existencial.

Acababa el día siempre irritado y de muy mal humor, profundamente frustrado.

Tal vez por ello lo primero que hacía, al llegar a casa, era encerrarse.



Vivía en un segundo piso, con un comedor pequeño y desarreglado. El propietario se lo alquiló advirtiéndole de que lo quería intacto, pues todos los inquilinos anteriores lo habían mantenido así, en perfectas condiciones, tal y como lo decoró su mujer.

No obstante Alonso Sánchez utilizaba el comedor de la casa a modo de estudio, para realizar bocetos de sus proyectos artísticos (usaba enormes rollos de papel continuo, que desplegaba y extendía en las paredes, sujetándolos con grapas).

En ocasiones, hacía a la vez esculturas y dibujos.

En esa época se dedicaba, tal y como le contó a Oriana, a unas extrañas esculturas de madera tallada en forma de bastón, con una pequeña calavera en uno de los extremos. Todavía no se le había ocurrido un título para sus "bastones"; no obstante tenía claro que hacía ese trabajo para "la calle", para camuflarlo entre el inmobiliario urbano, para competir con el lustre publicitario de la ciudad.

Sus referentes eran artistas urbanos como Bleck le Rat y Banksy.

Los artistas de "la calle" eran sus referentes conceptuales; sin embargo, su concepción del arte le llevaba a preferir materiales y procesos tradicionales, como la talla de madera o el barro modelado.

Como artista, pretendía ser una mezcla de Alberto Giacometti y el arte urbano y conceptual.

Alonso Sánchez no se consideraba un tipo especialmente leído; nunca se había preocupado por armarse teóricamente en exceso. Más bien se consideraba un artista intuitivo, pasional, expresionista. Solía subrayar su ingenuidad, su ignorancia, como si fuese una clase de rebeldía.



Cuando llegaba a su casa, en silencio, aislado del mundo, dibujaba y tallaba, tallaba y dibujaba. No se dedicaba a otra cosa. Había hecho ya más de veinte de esos "bastones"; los guardaba apilados en un rincón y seguía tallando.

Había fotografiado algunos lugares en los que pensaba colocar sus esculturas.

Lugares insignificantes en los que lo más seguro es que pasaran desapercibidas; algún barrendero las desmontaría y las tiraría a la basura sin que nadie se diese cuenta. No le importaba.

Dibujaba minuciosamente esos lugares, a partir de las fotografías, y trataba de planificar sobre el dibujo la colocación idónea de cada uno de los bastones; calculando el impacto de las pequeñas calaveras de madera sobre los transeúntes.



Le llamó Pablo al móvil. Alonso Sánchez tenía siempre el teléfono en modo silencio. Sobre todo cuando estaba en casa, trabajando en sus esculturas. Pero esa tarde había dejado el pequeño aparato sobre una mesa y, al recibir la llamada, comenzó a vibrar, encendiéndose, y a desplazarse sigilosamente por el tablero.

Alonso Sánchez se acercó y comprobó que era su amigo Pablo quien llamaba.

Finalmente, descolgó el aparato:

Qué hay, Alonsito, qué haces.

Me entretengo un rato. Ya sabes, con las calaveras que te enseñé.

Pero si son todas iguales, macho. ¿No te aburres?

No seas cabrón. No insistas, que no quiero discutirlo. ¿Qué tal tú?

Oye, hay cena para esta noche en la bocatería de la calle Jesús. ¿Te vienes?

No lo sé, tío. A estas horas no estoy muy de humor. Podrías haber avisado antes.

Joder, macho, éstos me acaban de llamar ahora mismo. Hemos quedado con mucha gente... Viene Paula. Anda, vente.



Alonso Sánchez salía de vez en cuando con un grupo de artistas, el círculo de Pablo; todos ellos pintores de cuadros que se ganaban reputadamente la vida con su trabajo.

Pero su gran amigo era Pablo, al que Alonso Sánchez conocía desde los tiempos, ya remotos, de estudiante universitario. Pablo sabía interpretar el mal carácter y los desaires constantes de Alonso Sánchez. Le dejaba en paz con notable habilidad. El resto de colegas se lo reprochaba.

Alonso Sánchez en efecto tenía fama de arisco; tal vez por ello nadie, excepto Pablo, solía llamarle para salir.



A menudo Alonso Sánchez salía a emborracharse solo, cuando se sentía ofuscado en exceso a causa del aislamiento que se autoimponía y no le salían las cosas. Entonces sentía la necesidad imperiosa de destruir su trabajo y hacerlo desaparecer (fragmentadamente, para que nadie lo pudiera reconstruir) en diversos contenedores de basura.

Bebía y cuando se encontraba con alguno de sus amigos ya estaba demasiado borracho para mostrarse amistoso. En ese caso solía ser agresivo, sarcástico, cruel e insultante. Borracho se trasformaba en alguien odioso. Sus colegas, a excepción de Pablo, cuando lo veían llegar en mal estado solían eludirlo.



Alonso Sánchez llegó tarde a la cena.

Pablo le había reservado un sitio a su lado. Alonso Sánchez se sentó, saludando al personal con un gesto leve de la mano.

Era una mesa grande, circular, con unos quince o veinte comensales.

Alonso Sánchez no conocía a todo el mundo. Tenía a Pablo a su izquierda, lo que significaba una garantía de que no se sentiría demasiado incómodo. No obstante, a su derecha se había sentado un tipo extrañísimo. Larga melena rizada y barba, con un exótico hilo rojo que le recorría la frente sujetándole el flequillo.

Aquel tipo parecía una especie de místico de los años sesenta.

Alonso Sánchez se quedó mirándolo un instante y el tipo le saludó diciendo:

Hola, soy Cuajado, ¿y tú?

Me llamo Alonso.

¿Eres pintor, Alonso?, preguntó el místico.

Más o menos, respondió Alonso.

Alonso Sánchez no pretendía iniciar una conversación sobre arte con aquel tipo; así que se hizo el despistado y, corriendo el riesgo de quedar como un maleducado, se giró hacia Pablo.

¿Quién es el tipo éste?, le preguntó a su amigo.

No lo sé, contestó Pablo. Creo que es un amigo de Olga.

(Olga era la galerista de Pablo. Una cincuentona borracha que tenía la extraña teoría de que las artes plásticas estaban íntimamente relacionadas con la magia y la parapsicología.)

Olga había convencido a Pablo de la conveniencia de adoptar un sobrenombre que adornase su obra artística. Pablo, socarrón, había elegido Devendra, el nombre de un conocido cantante folk que Olga no conocía. A Olga el nombre artístico de Pablo le parecía estupendo y muy original. De manera que siempre que Olga tenía que presentarle a un posible comprador parecía regodearse. Ella siempre decía que el pintor no es más original que su nombre.

Pablo Devendra, una estrella en ciernes.

Pablo nunca había querido revelarle a su galerista el origen de su nombre artístico. No obstante, cuando él y Alonso Sánchez lo hablaban, les divertía que Olga lo ignorase. Para ellos era irónico firmar con ese ridículo nombre.

Les parecía que, a pesar del éxito, Pablo no se acababa de tomar en serio.



Cuajado resultó ser el vidente de Olga. El tipo que solía leerle el futuro. Decía tener poderes paranormales.

A medida que Alonso Sánchez se iba emborrachando le entraban ganas de burlarse de los poderes del vidente.

Intentó encontrar un aliado en Pablo. Pero Pablo, a pesar de ser un escéptico, extrañamente, respetaba mucho esos temas y, sobre todo, se veía obligado a respetar, al menos públicamente, cualquiera de las opiniones de Olga, su galerista, por absurda que fuera.



A la derecha de Cuajado se había sentado Paula. Alonso Sánchez conoció a Paula anteriormente, en otra de las cenas organizadas por el artista Pablo Devendra y su rutilante galerista.

A Alonso Sánchez le gustó Paula desde el principio. Parecía una tía sensata que andaba tan perdida como él, en aquel ambiente de quiromantes y pintores.

Paula era profesora en un instituto de secundaria.



Alonso Sánchez y Paula se pusieron a hablar con total naturalidad, sin tener en cuenta la presencia de Cuajado. Paula le contó a Alonso Sánchez que estaba ese año dando clases a un grupo muy difícil de alumnos. De "diversificación", dijo. Lo que más le costaba, prosiguió, era motivar a esos alumnos totalmente desmotivados y encontrar ella misma una motivación para seguir, día a día, con el trabajo docente.

Cuajado adoptó, de pronto, una postura hierática, impasible, mirando fijamente un punto al frente, como si estuviera ido.

Entonces Paula quiso introducir a Cuajado en la conversación, preguntándole por sus adivinaciones.

Cuajado soltó una retahíla de cosas increíbles que había adivinado, premoniciones que le venían a la mente de súbito e, inclusive, alguna curación milagrosa.

Olga, desde el otro extremo de la mesa, aseveró que Cuajado era un genio, un ser dotado de poderes extraordinarios.

Cuajado pareció estirarse sobre su asiento, alargó el cuello como una jirafa y volvió a adoptar aquella pose mística de antes, como si no fuera con él la cosa.

Alonso Sánchez dijo entonces que él no creía en todas esas gilipolleces.

Se produjo en ese momento una discusión en aquel variopinto grupo de comensales, sobre la conveniencia de creer o no creer en lo paranormal, sobre si la experiencia sensible es suficiente para colmar nuestras vidas o el ser humano necesita más, sobre si las ciencias tienen un límite y las paraciencias son superpoderosas.

Paula callaba extrañamente; Alonso Sánchez la miraba de reojo, mientras articulaba un discurso hiperbólico sobre la imposibilidad de la parapsicología y la idiotez de la videncia.

Olga se puso tan borracha que se meo encima.

Vamos a ver, dijo Alonso Sánchez dirigiéndose a Cuajado, todo lo alto y claro que pudo para que los allí presentes se enterasen, ¿cómo es que no has sido capaz de predecir que algo así iba a suceder?, refiriéndose por supuesto a la meada de Olga.



Al salir del restaurante todos se agruparon, para concertar el lugar donde irían a tomar la primera copa. Paula y Alonso Sánchez permanecían juntos, como amparándose.

Más tarde, ellos dos se perdieron por las calles de la ciudad. Nunca llegaron al lugar concertado con el resto del grupo.

Deseaban estar solos.

Alonso Sánchez comenzó la romántica andadura exhibiendo malditismo y desencanto, como si fueran armas de seducción. Retomaron en privado lo discutido durante la cena en torno a las paraciencias.

La ciencia siempre me ha decepcionado, dijo Alonso Sánchez, pero la solución no es la parapsicología; me parece ridícula en todas sus acepciones.

Paula sonreía y callaba.

La noche era fresca y suave. Se adentraron en las calles al azar, caminando sin rumbo y al ritmo pausado que sugería la conversación.

Alonso Sánchez siguió un rato largo con su perorata. Dijo que siempre le había interesado lo irracional, el surrealismo, el mundo de la imaginación; pero con una mínima calidad.

El esoterismo es una fantasía de calidad ínfima, dijo Alonso Sánchez.

De pronto, Paula intervino: Pero a veces se producen coincidencias increíbles.

En ocasiones, dijo Paula, parece existir una puerta que comunica el mundo material con el espiritual.

A Alonso Sánchez, Paula, hasta ese momento, le había parecido perfecta. Alonso Sánchez se imaginaba saliendo con ella toda la vida. Era discreta y tenía un aire dulce. Su rostro expresaba inteligencia, profundidad.

Evolucionaron en la conversación y en la noche.

Entraron en algunos bares. Tomaron copas. No echaron de menos al resto del grupo. Se estaban montando una fiesta alternativa, privada, íntima.

Hablaron de libros malditos, raros. Paula estaba leyendo Stone Junction, de Jim Dodge. A ella le entusiasmaba este escritor.

Alonso Sánchez no lo conocía.

El libro habla de magia y de la consecución de la piedra filosofal, dijo Paula.

Alonso Sánchez sonrió, perplejo.

Pasaron por el bar donde habían quedado, ya hace rato, con el grupo de la cena. No quisieron entrar. Continuaron hacia otro sitio.

A Alonso Sánchez le interesaba la poesía; sobre todo los simbolistas franceses clásicos, Baudelaire y Rimbaud, y los surrealistas, Breton, Elouard, Jabes. No tenía tiempo de leer otra cosa.

Alonso Sánchez dijo que no entendía que le gente perdiese el tiempo leyendo cosas actuales, cuando la literatura tradicional es tan rica y de tanta calidad.

Y dale con la puta "calidad", dijo Paula.

A ella, en cambio, le gustaba dejarse guiar por las modas, sin prejuicios esnobs; leyó una reseña sobre Jim Dodge en una revista de tendencias y desde entonces es una fan incondicional.

A Olga también le gusta Jim Dodge, dijo Paula.

¿Y tú qué tienes que ver con Olga?, le preguntó Alonso Sánchez, cada vez más contrariado.

Somos amigas, dijo Paula, nos conocemos desde hace ya años.

¿Cómo puedes ser amiga de esa pirada?, dijo un prejuicioso Alonso Sánchez, casi enfadado.

Empecé a salir con ella cuando me separé de mi ex, dijo Paula. No creo que sea mucho mejor tu amigo Devendra, añadió ella.

Claro, dijo Alonso Sánchez, soy un idiota.

(Paula es genial, el contrapunto perfecto para mí, pensó Alonso Sánchez, intentando convencerse de algo, aunque no sabía muy bien de qué.)

Se bebieron una luna líquida al compás de la noche. Se besaron. Hablaron de sus ex, del amor y el sexo, el tedio, la convivencia, sus trabajos.

Bebieron más alcohol.

Entonces ella contó que Cuajado le había dicho que saldría con un artista, un escultor.

¿Cómo?, saltó Alonso Sánchez. ¿Qué Cuajado te ha dicho qué?

Mi próximo novio será un escultor, como tú; es buenísimo el hijoputa, dijo Paula. Sin darse cuenta de que Alonso Sánchez cambiaba de expresión.

De pronto, un abismo insalvable se había abierto entre ellos dos.

martes, 15 de julio de 2014




Tienes que hacerme un favor, dijo la voz de Pablo a través del teléfono móvil. Debía ser ya tarde, las once u once y media de la noche, un jueves cualquiera. Alonso Sánchez trataba de leer un libro que le había recomendado Oriana, Dejemos hablar al viento. No se enganchaba a la lectura. Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono. Pablo le pedía un favor; era urgente, tenía poco tiempo para explicárselo (había muchas interferencias y mucho ruido de fondo, debía estar en un bar o algo parecido). Pablo Devendra decía que trataba de salir en serio con una tía desde hace semanas; si no le había contado nada anteriormente era porque no quería cagarla. La chica le mola de verdad; pero ha ocurrido algo. Ayer se enrolló con la hija de un cliente, no sabe cómo ocurrió. La hija del cliente fue a su estudio a entregarle unas fotos, Pablo Devendra la invitó a tomar un café y una cosa llevó a la otra. Se me echó encima, literalmente, dijo Pablo, follamos en el estudio, en el suelo, luego me pidió que la llevase a casa y volvimos a follar en el coche, en el asiento de detrás, como adolescentes. Fue excitante, dijo Pablo. Pero eso no era lo que le quería decir. Pablo Devendra olvidó el condón usado en la alfombrilla de detrás del coche y hoy, casualmente, la chica con la que pretende ir en serio lo ha encontrado. Habían salido a cenar. La chica con la que pretende ir en serio se acercó al coche para subir y, de pronto, vio el condón. Se puso como una fiera. Huyó gritando, espantada. A Pablo Devendra le costó seguirla por las calles, implorando que le dejase darle una explicación. Finalmente, la chica con la que Pablo pretende ir en serio se calmó. Accedió a escucharle. Anteriormente ya le había hablado de ti, le dijo Pablo a Alonso Sánchez. También le hablé una vez de José, pero José está casado, no puedo pedirle a él ese favor. (Entonces, Alonso Sánchez escuchó un ruido, una interferencia, algo muy brusco, como un golpe, como si Pablo Devendra hubiese desplazado violentamente el móvil.) Largo silencio. Luego, Pablo volvió a hablar: Te llamo después, cuando pueda volver a despistarla.

Alonso Sánchez estuvo un rato esperando la segunda llamada de Pablo. Retomó el libro Dejemos hablar al viento. Pensó en la curiosa mentalidad de Onetti, perdida en oscuros laberintos. Luego pensó en su amigo Pablo Devendra. No recordaba ya su verdadero apellido. ¿Cómo era? Garcés o Garzón, algo así. Pensó que Pablo Devendra, Garcés o Garzón, en realidad era un frívolo intentando aparentar ser un artista. Garcés, o Garzón, por Devendra. Así de fácil. Te cambias el nombre, te vistes de determinada manera, adoptas nuevos aires, una nueva forma de hablar... Alonso Sánchez se dejó llevar por esta clase de pensamientos. No obstante, llegado a un punto los reprimió. Sintió que estaba justificando su fracaso y eso le pareció del todo ilícito. ¿Es acaso él mejor artista que Pablo Devendra? ¿Se siente superior, más auténtico o profundo? ¿No es el arte, en definitiva, una impostura? Lo que Pablo Devendra hacía era adoptar una imagen que le permitiera vivir en la sociedad que deseaba; esto es, el mundillo de las galerías y los coleccionistas. El arte es en resumen un modo de socializar, un juego de máscaras. Las obras artísticas hace ya tiempo que son lo de menos. Lo que importa es el discurso, pensó Alonso Sánchez, el guion que esté uno dispuesto a declamar, repetido como en un spot publicitario. ¿Qué pretende entonces él, Alonso Sánchez, ocultándose al mundo?

El día siguiente Pablo Devendra se presentó en casa de Alonso Sánchez. Sin haberle avisado, siquiera, mediante un mensaje de texto en el teléfono móvil. Pablo Devendrá iba acompañado de la chica con la que pretendía ir en serio. Alonso Sánchez salió de la ducha, dispuesto a vestirse con el uniforme de trabajo, un harapiento jersey y unos pantalones vaqueros manchados de pintura, y se los encontró en el estudio-salón. Hacía ya tiempo que Pablo tenía una llave de su casa; Alonso Sánchez se la había dado para evitar tener que llamar a un cerrajero cada vez que olvidaba la suya en el interior. Al fin y al cabo Pablo era su mejor amigo. Desde que Alonso Sánchez le hizo una copia de la llave, Pablo Devendra se presentaba de vez en cuando en su casa, sin avisar; incluso en ocasiones se lo había encontrado dentro estando él ausente. Nunca le había importado. No obstante, era la primera vez que Pablo entraba con su propia llave acompañado de alguien, una mujer, la chica con la que pretendía ir en serio. A Alonso Sánchez eso le molestó; pero pensó que ya era tarde para impedírselo, así que les saludó con indiferencia: Buenas, dijo Alonso Sánchez. Te presento a Florian, dijo Pablo Devendra, es francesa. Ya está, pensó Alonso Sánchez, ésa es la fascinación extra que la nueva chica ejerce sobre Pablo. Florian era muy guapa, como muchas otras, y francesa. A Pablo Devendra le bastaba con eso para querer “ir en serio”. ¿Cuántas veces había querido “ir en serio” con alguien que, por ejemplo, le hubiese confesado que le gustaban los cuadros de Julian Schnabel o que pensaba que Pavement es el mejor grupo de rock de la historia? En el fondo, Pablo Devendra era un coleccionista. Cuando se acababa de acostar con una oriental, buscaba una rubia de tez albina. Aderezaba ese instinto diletante con una extraña teoría, según la cual no aceptaba novias, ni amigos, que no fuesen más de un setenta y cinco por ciento como él se consideraba a sí mismo. Calibraba, por encima de todas las cosas, los gustos personales; pues según su teoría los gustos moldean definitivamente a las personas. Así, en un primer cerco incluía artistas, escritoras, diseñadoras y cosas así. Para afinar un poco más, se relacionaba casi exclusivamente con las fans de grupos de rock indi y de la literatura pop, de los escritores beats o Breat Easton Ellis, pasando por Nick Hornby. Pablo se dejaba deslumbrar fácilmente por cosas así; determinados gustos “actuales” constituían su especial dogma de fe y él, Pablo Devendra, sólo se relacionaba con creyentes. A Alonso Sánchez toda esa fanfarria siempre le había parecido tremendamente absurda. En el fondo, no podía comprender qué le interesaba a Pablo de él; los dos eran caracteres radicalmente distintos y, a nivel cultural, sus intereses eran también divergentes. A Alonso Sánchez nunca le habían interesado especialmente aquellas movidas contraculturales que Pablo Devendra consideraba tan importantes. Pablo Devendra solía enjuiciarlo todo de acuerdo con ese aspecto transgresor que Alonso Sánchez consideraba profundamente superficial. Empezando por la moda, el traje, la ropa, el peinado, la actitud. Solía decir que una buena idea artística o estética iba asociada siempre a una buena moda. En el fondo a Pablo Devendra lo único que le interesaba era la moda, o al menos eso era lo que opinaba Alonso Sánchez de su colega. Para Pablo Devendra el arte era un apósito o un complemento, una especie de signo vinculado a las tendencias. Las mujeres, para Pablo Devendra, vestían bien o mal, leían libros de Samuel Beckett o veían películas de Jean Luc Godard. Solía presentarlas así: Lola, fan de Galaxie 500, conoce de puta madre el cine de Hal Hartley, Marta, ha estudiado a fondo la obra de Allen Ginsberg y tiene todos los discos de Superchunck, o Chelo, le mola Bolaño y el folk inglés de los setenta. Alonso Sánchez todavía recuerda cómo le habló de su última novia: Es culta, pero puta, le dijo. Corregía el defecto de la inmediatamente anterior, que solamente era culta. Florian era francesa y, que supiese Alonso Sánchez, Pablo Devendra aún no había estado con ninguna. Alonso Sánchez imaginaba que Florian, siendo francesa, debía representar para Pablo cierto ideal de modernidad; esto es, una cierta ortodoxia moderna, tal y como propugnaba su común amigo José Morand. Era de prever que, además de francesa, Florian sería culta y puta. O tal vez no. Pero, ¿qué hacían allí, los dos, en su casa, a esas horas de la mañana?

Éstas son las locadas que hace Alonso, dijo Pablo Devendra, cogiendo una de las esculturas de su amigo y mostrándosela a Florián. Por cierto, dijo, ¿qué ha sido de aquella que pusiste en la plaza de los cines Albatros?

Alguien la desmontó y la destrozó, respondió Alonso Sánchez. La encontré días después en los jardines del viejo cauce del río.

Me dijo no sé quién que te la encontraste manchada de sangre, ¿no? ¿Has averiguado de quién era la sangre?, preguntó Pablo. Alonso Sánchez sabía que no eran sus esculturas lo que les había llevado hasta su casa. Inclusive, creía recordar que había sido él mismo quien le había contado a Pablo lo de la sangre. Florián estaba expectante. Pablo Devendra estaba haciendo tiempo hasta el momento de introducir lo que de verdad les había llevado hasta allí.

No sé nada, dijo Alonso Sánchez, con total indolencia.

Hubo un breve silencio. Luego Pablo dijo: Florián es cantante, se dedica a ello.

Ah, guay, dijo Alonso Sánchez. ¿Qué tipo de canción?

Canción francesa, dijo Pablo Devendra.

Claro, qué idiota. En francés, ¿no?, dijo Alonso Sánchez.

Florián rio, nerviosa. Luego se dirigió a Pablo y, en voz baja, aunque perfectamente audible para Alonso Sánchez, dijo: Pregúntale lo del coche.

Ahora se lo pregunto, mujer, dijo Pablo Devendra, para que todos pudiesen escucharlo. Y prosiguió diciendo: Florián está preocupada porque nos hemos encontrado un preservativo usado en mi coche y no se acaba de creer que sea tuyo. Yo le he dicho que hace un par de días te dejé el coche para ir a no sé qué pueblo y que tal vez pegaste un polvo en alguna cuneta. Si el condón no es mío, que no lo es, no puede ser más que tuyo, macho. Nadie más ha cogido mi coche, que yo sepa.

Debe ser mío, disculpa. Debí limpiarlo, dijo Alonso Sánchez. Florián le miraba fijamente a los ojos, intentando averiguar la veracidad de lo que acababa de escuchar. Entonces, ella dijo:

¿Tú no tienes tu propio coche, Alonso?

Sí, tengo un viejo Ford Escort que me deja tirado cada dos por tres. Pero, ¿qué es esto? ¿Un interrogatorio? Ya me he disculpado, Florián, he sido yo, no os preocupéis que no volverá a pasar. (Alonso Sánchez se había violentado demasiado histriónicamente, intentando enmascarar una mentira que para Florián ya era evidente.) (Pablo observaba la escena tratando de ser analítico; no obstante había algo que se le escapaba. La reacción de su amigo era excelente, de eso no cabía duda. Alonso Sánchez era un gran amigo.)



Horas después, a la vuelta del trabajo, mientras anochecía, Alonso Sánchez entraba en la autovía tomando un carril de aceleración cuando le sonó el móvil. Descolgó, esquivando a la vez un enorme tráiler de doce metros. Era Pablo Devendra.

Me has salvado, macho, le dijo.

¿Tú crees?, dijo Alonso Sánchez. ¿Se lo ha creído?

Joder, macho, no me acojones. Yo creo que sí, dijo Pablo Devendra. Al menos a mí no me ha dicho nada. Te debo un favor, Pollotriste. Pídeme lo que quieras.

Ya lo pensaré, dijo Alonso Sánchez. Ahora te tengo que dejar, estoy conduciendo.

El salpicadero anunciaba escasez de combustible. Una lucecita se encendió al entrar en reserva. Trabajas en una puta gasolinera, pensó Alonso Sánchez, no deberían sucederte estas cosas.

miércoles, 25 de junio de 2014




Alonso Sánchez podría convertirse en un alcohólico. Abandonarse a una adicción, una cualquiera. Matarse poco a poco. En la mirada de su propia madre veía la compasión que se le tiene a un fracasado. Su madre siempre le querría; por supuesto, no lo dudaba. Pero su madre había sido siempre un espejo. Una especie de espejo, donde verse reflejado. Nadie había esperado tanto de él. Su grandilocuencia, el deseo oculto de ser reconocido, de obtener menciones y premios, era una respuesta a las expectativas de aquella mujer. Alonso Sánchez se había pasado la vida luchando en contra de esta evidencia. Contradiciendo a su madre para, como suele decirse, encontrarse a sí mismo.

La relación con su madre era tan compleja, tan retorcida, que la reacción inmediata de Alonso Sánchez ante cualquier situación compartida con ella siempre era contradecirla, llevarle la contraria hasta enfadarla. Sin embargo, en el fondo, siempre esperaba recompensarla, que su madre descubriese tarde o temprano que había alumbrado a un genio, a alguien verdaderamente importante, que dejaría una huella en la sociedad y sería recordado durante generaciones. Que su madre tuviera esa certeza. Que al menos ella creyera en él.

A menudo madre e hijo comían juntos. La madre de Alonso Sánchez no era una buena cocinera. No obstante, solía esperar que su hijo volviese de deambular por las calles de la ciudad con la mesa preparada y un generoso plato de cocina tradicional valenciana (generalmente arroz), que Alonso Sánchez devoraba con gusto. La televisión encendida, la mirada absorta del hijo mientras la madre se adentraba en su pasado, contando historias que Alonso Sánchez había escuchado ya en incontables ocasiones.

La familia de ella. Siempre la familia de ella. El pasado de su madre. Como arcadia. Un esplendor extinguido hace ya muchos años. La enfermedad de la madre de su madre, es decir, la abuela de Alonso Sánchez. La madre de su madre retratada como una gran dama. La abuela era toda una señora, al parecer. Alonso Sánchez nunca la llegó a conocer. El dinero de la familia vertido en la enfermedad de la abuela; tratando de paliar una agonía larga, con viajes al extranjero inclusive. Ya sabes, era otra época. Pudimos haber sido ricos, le repite su madre en numerosas ocasiones. Sin que se agote esta clase de nostalgia por la riqueza perdida o se despierte en la madre de Alonso Sánchez sentido del ridículo alguno. En efecto, la madre de Alonso Sánchez no parecía acordarse de haberse lamentado en incontables ocasiones de que según ella se malgastó la riqueza familiar en un tratamiento médico inútil, condenándola a ella a vivir en la pobreza. Hubiésemos vivido muy bien, de no ser por la enfermedad de la abuela. Se lo llevó todo, aquella maldita enfermedad.

Alonso Sánchez no recuerda casi nada de su infancia. Su memoria es prodigiosamente nefasta. No conoció tampoco a su abuelo paterno; el tipo que se empeñó en dilapidar la fortuna familiar intentando retardar una muerte que ya, a estas alturas, a nadie importa. De tanto oírselo a su madre, a menudo piensa que su destino podría haber sido diferente. Su vida mucho más cómoda; con la posibilidad de dedicarse por entero a la pasión de su arte, sin penurias económicas.

Su madre nunca tuvo hermanos. Por lo tanto, los abuelos maternos de Alonso Sánchez son su único referente familiar; pues de su padre no sabe casi nada. El pobre hombre se murió sin haberle contado nada. Sin que padre e hijo hubiesen tenido una conversación importante. El padre de Alonso Sánchez era un referente de actitud. Siempre fue un tipo estoico y callado; alguien que soportó en silencio su vida hasta que todo acabó. Se cerró el telón; así, sin más. Su madre, al contrario, había sentido siempre una fuerte necesidad de explicarse. Y siempre sus explicaciones desembocaban en aquella infancia feliz que al parecer tuvo. En aquella casa grande, con criados, o lo que fuera, hasta la terrible enfermedad de la abuela que acabó con todo.

Toda esa grandilocuencia de su madre, sin duda, había calado hondo en Alonso Sánchez. De alguna manera retorcida, indirecta. Porque Alonso Sánchez en realidad odiaba el falso esplendor de su madre. Tanta puta frustración. Tanto mirar hacia el pasado. Como culpándoles a él y a su padre de no haber estado a la altura. De no haber sabido hacerla feliz, al fin y al cabo.

lunes, 9 de junio de 2014




La madre de Alonso Sánchez trajinaba en la cocina. Alonso Sánchez entró y se sentó a la mesa. Se sentía cansado, decaído. Anímate, hijo, le dijo ella. Entonces, ella cogió un tarro de altramuces, lo abrió y derramó unos cuantos en un bol de madera. Puso el bol sobre la mesa, al alcance de Alonso Sánchez, que no tardó en alargar el brazo. Alonso Sánchez se metió un altramuz en la boca. La madre de Alonso Sánchez preparó una taza de café y se sentó junto a su hijo.

La madre: ¿Cómo ha ido?

Alonso Sánchez: Estoy hasta los huevos de buscar trabajo. No hay nada, mamá. Te lo juro, nada.

La madre: Lo sé. No te preocupes. Aquí no te falta de nada, ¿verdad? Puedes estar tranquilo. Busca, pero sin agobiarte.

Alonso Sánchez: Parece que vaya a acabarse el mundo. En serio. La gente está ya muy desesperada.

La madre: ¿Ves? No puedes culparte. El problema no es sólo tuyo. Es general. Todos andan igual.

Alonso Sánchez: Fui tonto. Nunca había tenido problemas para encontrar algo, cualquier cosa. Antes, cambiaba de trabajo con facilidad. Vale que eran trabajos de mierda, muy mal pagados, pero siempre había algo… Sin embargo, ahora, ¿cuánto tiempo llevo buscando?

La madre: Ay, hijo, no hables así, que se me encoge el pecho. Si yo pudiera... haría lo que fuera necesario. Pero tu madre ya está muy mayor y no puede hacer nada. En otro tiempo, tal vez...



La madre de Alonso Sánchez se levantó y dejó la taza y la cucharilla en el fregadero. Se colocó un delantal y comenzó a meter las cosas en el lavavajillas, sin decir nada. Parecía compungida. Se encontraba mal, físicamente. Pero, sobre todo, le entristecía detectar en su hijo un hundimiento progresivo, inapelable. Alonso Sánchez parecía estar siendo devorado por dentro. En ocasiones, sus antiguas obsesiones resurgían. De pronto, a veces, se ponía a dibujar en un cuaderno que guardaba en lo alto de un armario. Dibujaba extraños retratos imaginarios. La madre de Alonso Sánchez lo veía dibujar y se alegraba al recordar al niño que creció entusiasmándose por la escultura y el dibujo. Alonso Sánchez, en efecto, fue un niño extraño, muy introvertido; pero muy valiente, según su madre. Un ser estético, como el propio Alonso Sánchez diría de sí mismo, años más tarde. Alguien obsesionado por la apariencia de las cosas, desde muy niño. Con su cabello largo y su ropa deshilachada. Aquel estilo pulcramente descuidado que su madre calificaba como “jipi”. (Alonso Sánchez la corregía siempre diciendo que él no era un jipi, sino que era un “grunge”.) La madre de Alonso Sánchez nunca entendió la desazón de su hijo. Sin embargo, a menudo esta desazón le había parecido impostada, como si fuese un código de conducta, sin causas profundas o reales. Esta vez no era así.

Alonso Sánchez: ¡Qué putada! ¿Eh, madre? Has tenido un hijo que es un desgraciado. Le das de comer, le pagas una educación, le das tu cariño, pensando que lo estás haciendo fenomenal, que va a ser un tipo feliz, y te sale rana. No hay manera. Ni cuando me iban bien las cosas me iban bien, en realidad. Debo tener algo podrido aquí dentro (Alonso Sánchez se señala el pecho). Parece que todo tenga que ser engorroso, difícil. Todo tiene que costarme. Ya me he hecho mayor y nada mejora.

La madre: Debimos hacer algo mal contigo, tu padre y yo. No sé qué. Procuramos que tuvieras de todo. Tal vez fue ése el error, dártelo todo en bandeja. Permitirte las cosas: todo lo que quisieras hacer. No marcarte límites. No prohibirte nada.

Alonso Sánchez: Y aquí me tienes, de nuevo en tu casa, incapaz de despegarme de ti. Me he dado una vuelta por el mundo y he regresado. Me han dado cuatro hostias, no me permiten mantenerme, tener una vida propia y no se me ocurre otra cosa que volver contigo, al lugar de partida. Ningún hombre debería volver a casa de su madre, si no es de visita. Es insignificante. Me siento un fracasado, mamá. Creo que debería irme; aunque sea a dormir en la calle. Tal vez de ese modo me sentiría digno, dueño de mí mismo. Volver aquí, contigo, me ha hecho retroceder en el tiempo, como si siguiese siendo un niño, como si nunca hubiese dejado de serlo.

La madre: Puede que tengas razón. Puede que vivir aquí te impida prosperar. Pero no tienes otra opción. Se trata de sobrevivir.



Madre e hijo callaron, de súbito. Corroboraron con una cierta solemnidad la contundencia de aquella última sentencia. Se trata de sobrevivir. Ya no hay espacio para veleidades. Es preciso dejarse curtir por la supervivencia. Endurecerse.



En el fondo, la madre de Alonso Sánchez le estaba exigiendo a su hijo que abandonase sus viejos prejuicios. Sus aspiraciones adolescentes, de enfant terrible dedicado a las artes, la escultura o lo que fuera. Probablemente había algo más profundo que eso. No obstante, la madre de Alonso Sánchez no era capaz de expresarlo mejor. Hubo gestos, miradas, silencios, orquestando sus reproches de madre. En la cadencia de esos gestos se mezclaba el dolor y el amor. La amargura por el abatimiento de Alonso Sánchez y el deseo de arroparlo.



Sin embargo, y conforme la convivencia con ella se había hecho inevitable, Alonso Sánchez comenzaba a sentir una extraña repulsión por su madre. Le insultaba esa mirada compasiva de la anciana mujer. Sus gestos lánguidos le resultaban extrañamente teatrales. Por otra parte, Alonso Sánchez se veía a sí mismo en su madre. Lo que era él, en esencia. Lo que no dejaría de ser nunca. Aquella mujer decrépita era su viva imagen. El futuro desgajado de todas sus expectativas. Sin vida. Porque vivir, en definitiva, es perseguir una quimera que nos distancie del origen. Alonso Sánchez se sentía perseguido por ese rostro de su madre que, en fin de cuentas, era una versión envejecida del suyo propio.

domingo, 25 de mayo de 2014




El agricultor vivía en una pequeña casa unifamiliar. Planta baja y un primer piso; en las afueras de la localidad de Alfafar, muy cerca del campo. El agricultor tenía tres hijos y una hija. El pequeño, soltero, aún vivía en casa; a pesar de que apenas se le veía, siempre encerrado en su cuarto o afuera, con los amigos. El hijo pequeño no trabajaba. La chica, casada, acababa de tener su primer hijo. El siguiente, el mediano, era un bala perdida, un tipo muy vicioso; se casó y tuvo un hijo que ya tenía siete u ocho años, pero se pasaba las noches de bar en bar, bebiendo solo o con quien fuera. Al hijo mediano también le gustaba la cocaína. Se hablaba en el pueblo de los vicios del hijo mediano del agricultor; no obstante el padre decía no saber nada. El niño, como llamaba el agricultor a su hijo mediano, decía que no, que no se ponía nunca de coca, que lo suyo era el coñac y el güisqui. El agricultor ya no se sentía capaz de discutir con él cara a cara; al fin y al cabo, el niño era todo un hombre y se ponía muy burro cuando perdía los nervios. El hijo mayor se le mató en un accidente de tráfico. Era la pena de la familia. La mujer del agricultor, madre de sus cuatro hijos, no había superado la muerte del mayor, ni la superaría nunca. Esa mujer vivía angustiada, sin ningún remedio. Su tristeza era eterna. Apenas hablaba con nadie. Se atiborraba a pastillas. Dormía todo el día y lo único que solía hacer era prepararles algo de comida al agricultor y a su hijo pequeño, cuando este último andaba por casa. El agricultor y su mujer se habían casado para toda la vida; eso no había quien lo cambiara. Pero ya no se amaban. Apenas se aguantaban unas horas al día, por las noches. El agricultor se pasaba toda la jornada fuera de casa, en el campo; comía allí mismo o en un bar, y volvía al anochecer. El agricultor y la mujer casi siempre cenaban a solas, en silencio, como hipnotizados por el sonido del aparato televisor, que esparcía por toda la casa alegres proclamas publicitarias y, con total desparpajo, como burlándose del silencio sepulcral de sus dos únicos espectadores, un horrible zumbido electrónico (era un viejo aparato), sin que ninguno de ellos se viese afectado. Recogían los platos y fumaban. Siempre fumaban juntos, el agricultor y la mujer. Pero ni siquiera entonces se decían nada. A lo sumo hablaban del hijo pequeño; si estaba o no en la casa, si trabajaba o no en algo. A veces, la mujer anunciaba la visita de su hija: vendría en breve para que vieran al nieto. El hijo mediano, del que todo el mundo opinaba que era un vicioso, aparecía por casa muy de vez en cuando y sin avisar; siempre para pedirles dinero. Luego se enteraban de que andaba desaparecido varios días. Se decía en el pueblo que había sido visto en tal sitio, muy pasado de vueltas y embroncado. Mejor ignorarlo. El agricultor y la mujer fumaban juntos, en silencio siempre, cada uno pensando en lo suyo.

No le contó el agricultor a su mujer que por la mañana había visto a una puta mamársela a uno. El agricultor llevaba ya rato pulverizando las hierbas, cuidando los tomates y observando a ratos la amenaza del viento y las nubes. Oyó algo, un coche grande, de esos familiares. Se arrimó al polígono, cerca del descampado, como otras veces, esperando verle las piernas a la puta y la cabeza al putero a través de las ventanillas y el parabrisas. Pero esta vez estaban fuera del coche, los dos; la chica, de rodillas, mamaba aquella pequeña polla; el tipo, grueso y trajeado, pero con los pantalones bajados hasta las rodillas, la tenía agarrada por el cuello y la dirigía. El agricultor se quedó mirando un rato, entre indignado y ligeramente excitado. El putero ponía cara de perro rabioso. Miraba a la chica con fiereza mientras manejaba la cabeza, adentro y afuera. Luego la tumbó sobre el capó del coche y se la folló, poniendo la misma cara de depravado. Agazapado en los límites del huerto, el agricultor no distinguía el rostro de la chica, tumbada y recibiendo la polla del tipo. El agricultor quería verla. La cara de ella se lo diría todo. Pero el escorzo de su hermoso cuerpo le ocultaba el rostro y el agricultor sólo podía verle la mata de cabello, moviéndose al ritmo de los empellones del tipo que se la estaba follando. Entonces, el tipo se tumbó sobre la puta y le dijo algo. El agricultor no pudo oírlo. La puta cambió de posición, sumisa, y el tipo la empujó contra el suelo, a cuatro patas. Luego se la metió por el culo. Ella le gritaba: ¡Cabrón, mi ropa! El agricultor pudo escucharlo bien claro. Podía ver, desde su posición, agazapado en una esquina del huerto, la ropa de ella esparcida por el descampado, entre escombros y restos de basura. La chica, de hecho, estaba casi totalmente desnuda; el culo en alto, recibiendo. Ahora sí se le veía la cara. Parecía asustada. El agricultor interpretaba la expresión de miedo de la puta, mientras ella gemía. Luego el tipo tuvo su orgasmo y se retiró. La chica recogió del suelo la ropa y se fueron. Desaparecieron, calle abajo. El agricultor siguió entonces con su trabajo. Por la noche, fumando a solas con su mujer, no contó nada. Ambos guardaban silencio, absortos bajo el humo de sus cigarros. El agricultor revivió, mientras fumaba, aquella escena que había presenciado por la mañana. La niña iría el viernes por la tarde, con el nieto, le dijo la mujer. Bien, dijo el agricultor, procuraré estar. Una luz cenital iluminaba sus cabezas, envolviéndolos en una clase de misterio. Asfixiándose mientras se aproximaban al final de sus vidas. Tristemente aislados del mundo. Eran como dos espectros viviendo de sus malos recuerdos y sin esperanza. Cuando acabaron sus cigarros, la mujer tiró la ceniza a la basura y los dos durmieron.

Oriana volvió a su puesto junto a la gasolinera un poco agitada y con el rostro desencajado. Cuando se metió en la gasolinera cogió un Red Bull y un paquete de rosquilletas integrales; pasó por caja a pagar y Alonso Sánchez le preguntó qué le sucedía. Nada, le dijo Oriana, pero no volvió a salir al exterior, se quedó allí, como esperando algo de Alonso Sánchez, un nuevo comentario, algo que la consolara. Alonso Sánchez no le dijo nada; entonces, Oriana le propuso algo: ¿Sales un rato, a fumar un cigarro? Vale, dijo Alonso Sánchez, pero nos quedamos cerca de la puerta, porque si viene un cliente voy a tener que volver rápido.

El día era lluvioso. Al frente, a menos de treinta metros, la autovía emitía un rugido sónico. Los alrededores de la gasolinera, las calles del polígono y las entradas y salidas a la autovía, constituían un paisaje absolutamente impersonal, poderosamente alienante. Nada en ese sitio apaciguaba la mirada. Uno se daba cuenta de ello cuando de pronto cesaba cualquier actividad y se veía obligado a mirar alrededor. Oriana y Alonso Sánchez se apoyaron en un ventanal, junto a la puerta de la estación de servicio, y dejaron que rugiera la autovía, absorbidos por el paisaje desapacible.

¿Qué te ha ocurrido?, le preguntó Alonso Sánchez a Oriana.

Un hijo de puta me la ha metido por el culo y después no quería pagarme el servicio extra. Me ha arrastrado por el suelo. Se lo he contado a Jean Carlo y no ha hecho nada. Jean Carlo me ha cogido los cuarenta euros y ha dicho que ya me estaba bien. Se supone que me tiene que proteger; lo tenía a mano y le ha faltado decirle adiós, buenos días, al hijoputa. Yo lo hubiese matado allí mismo. Me ha tratado como si fuese un animal.

Ya, dijo Alonso Sánchez. Entonces, no pronunció nada más. Ni siquiera se atrevía a mirarla. Le hubiese querido decir algo, para consolarla. Imaginó que la rodeaba con los brazos y la arrullaba; pero no lo hizo. Algo se lo impedía.

Cualquier día apareceré muerta en alguna cuneta y no le importará a nadie, dijo Oriana.

No digas eso, dijo Alonso Sánchez. Lo que tú tendrías que hacer es salirte de ahí, cuanto antes. Podrías encontrar curro de cualquier cosa; de camarera, limpiando, lo que sea.

Tú lo ves muy fácil. Me tienen cogida por los güevos; les debo mucha pasta, conocen a mi familia... Además, tú no sabes lo que sería capaz de hacer conmigo Jean Carlo. Cuando llegué aquí me hizo mucho daño; él y sus amigos. Le temo demasiado para largarme. Debería convencerse él, para dejarme ir. O que alguien le convenciese a él.

Alonso Sánchez se quedó callado. Oriana nunca le había contado tanto. El tal Jean Carlo algunas veces había entrado en la estación de servicio; acompañando a veces a las chicas. Era un tipo muy serio; con un punto tímido, huidizo. Conducía un lujoso BMW de color morado, con un gran alerón coronando la puerta trasera, la del maletero. Alonso Sánchez a veces veía a las putas como si fuesen un grupo de turistas alrededor de Jean Carlo, alegres y despreocupadas. No se había parado a pensar demasiado en ellas. Se exhibían en las calles del polígono, pavoneándose como si fuesen maniquís. Alonso Sánchez sabía que la vida de ellas tenía que ser complicada, incluso muy dura; pero no se sentía afectado, quizá porque las putas no le hacían ver el peligro que las circundaba. Las putas son como los mendigos. Su oscuridad es inconmensurable y la gente es consciente de ello; pero en el escaparate de las calles su expresión es superficial y todo el mundo pasa de largo sin sentirse afectado. Si uno se acerca demasiado la oscuridad parece aspirarlo. Se siente entonces el vértigo de la marginalidad y la reacción inmediata es alejarse y volver a cubrir al ser marginal con una pátina de superficialidad, amable y decorativa, inclusive. Alonso Sánchez sintió ese mismo vértigo tras el relato de Oriana. Pensó que no conocía nada de ese mundo salvajemente degradado. Se sintió, de pronto, cobarde, mezquino. Apagó el cigarro que se habían fumado a medias, pisoteándolo exageradamente; como poniendo un punto y aparte en la conversación. O como una forma de decirle algo a ella sin necesidad de hablarle.

No vale la pena que te agobie con mi vida. ¿Qué tal tú, artista?, le preguntó Oriana.

He colgado una de mis esculturas, en una plaza en las afueras de la ciudad, dijo Alonso Sánchez.

¿Colgado? ¿Dónde?, preguntó Oriana.

En la plaza de los cines Albatros, cerca de la salida norte de la ciudad, respondió Alonso Sánchez.

¿La has colgado en una pared?, dijo Oriana.

¿He dicho “colgado”? Me refería a que la he colocado en un lugar de la plaza. En realidad, como te dije, las esculturas que estoy haciendo ahora se clavan al suelo, como estacas.

¿Sólo has puesto una? Creí que habías hecho varias, dijo Oriana.

Sí, dijo Alonso Sánchez, pero tengo que pensarme bien dónde las pongo; he de calcular el efecto en el entorno, algo que me resulta muy difícil.

Ya, por eso has elegido un lugar en las afueras; para causar un impacto total.

Si vas a ser cínica, me largo. No sabes lo importante que son para mí esas cosas. Por las esculturas aguanto este curro de mierda; son todo lo que tengo.

En ese momento una furgoneta se detuvo junto al surtidor número dos de la gasolinera. Alonso Sánchez dijo: Me voy para dentro. Oriana se quedó, observando a los tipos que iban en el interior del vehículo. Alonso Sánchez ya no podía oírlo cuando ella dijo: Perdona el comentario.

miércoles, 7 de mayo de 2014




Alonso Sánchez se desnudó, dejando toda su ropa amontonada en el suelo del baño, y se metió en la ducha. Últimamente se duchaba varias veces al día, como queriendo desprenderse de algo. (Tenía la rara sensación de estar recubierto por una capa de mugre, imperceptible a la vista, de la que no se libraba por mucho que enjabonase y se frotase la piel.) Alonso Sánchez se había mudado a casa de su madre, una mujer viuda de más de setenta años, que vivía sola desde que su marido, el padre de Alonso Sánchez, muriera a causa de una embolia o algo parecido.

La mujer vivía en un barrio humilde, en el que ya solamente quedaban españoles viejos conviviendo con inmigrantes, negros africanos, en su mayoría, y sudamericanos. Los antiguos vecinos de la anciana madre de Alonso Sánchez se habían ido muriendo y, en su lugar, habían estado llegando familias extranjeras. “Extranjericos”, como decía la mujer.

En la planta baja del edificio, los integrantes de una secta africana celebraban extraños rituales. Solían reunirse los fines de semana. Se les oía cantar, en su extraña lengua. Esos días, por los alrededores, se les veía acudir a esas misas cuidadosamente atildados. A los negros les gusta vestirse con colores chillones, ¿no crees?, decía la madre de Alonso Sánchez. Sentada en un parque, en un banquito, en la misma esquina de siempre, la mujer observaba las numerosas familias de negros africanos con una mueca de extrañamiento total. La mujer apenas conservaba un par de amigas; viudas, como ella, y con las que solía reunirse en el parque después de hacer la compra del día.

La vuelta al hogar de sus progenitores se había producido con una cierta armonía, sin estridencias. La madre de Alonso Sánchez notaba triste a su hijo. Pero no le preguntaba nada; por pudor o respeto. Simplemente procuraba ponerse a su servicio, como había hecho siempre. No obstante, en el parque, con sus dos amigas, la anciana mujer hablaba de su hijo en otros términos: Alonso es un poco inútil. No conseguirá nada en la vida. Ya lo decía su padre.

Alonso Sánchez solía desayunar con su madre, a eso de las nueve. Luego, salía a buscar trabajo. No le importó en su momento haber perdido su antiguo empleo en la gasolinera. No obstante, ya habían pasado algunos meses y nada. Abandonó el alquiler de su vivienda-estudio en Algirós; no porque ya no pudiera pagarla (tenía algunos ahorros, aunque exiguos) sino porque preveía que esta situación de precariedad podía ir para largo. Mejor conservar esos ahorros. Se hablaba de una crisis económica a escala planetaria. Tal vez había sido un idiota descuidando aquel estúpido curro que, al fin y al cabo, le daba para mantenerse y, de vez en cuando, financiar sus esculturas.

El torrente alcohólico siempre significaba algo. Varios días de borrachera le dejaban, cómo no, exhausto. Pero, al acabar, molido por dentro y por fuera, de alguna manera se sentía renovado, limpio. La borrachera era una especie de catástrofe, en la que todo quedaba arrasado. Al mismo tiempo, de este modo, se le ofrecía la posibilidad de comenzar de nuevo, desde cero. Desde lo más bajo, inclusive. (A saber qué clase de situaciones degradantes le habían pasado. No era capaz de recordar nada o casi nada. Apenas algún fogonazo: rostros desconocidos, esquinas, golpes, sensaciones; como al despertar de un sueño. Mejor que sea así, pensaba.)

Ya había sobrevivido a la borrachera otras muchas veces. No le importaba o creía que no le importaba. No obstante, nunca había tenido que volver a la casa de sus padres. Al principio, lo vivió como si fuera divertido. Mira lo que me deparaba el destino, pensaba. La madre ya decrépita, después de lustros, casi un par de décadas, sin que hubiese habido convivencia entre ellos. Al fin y al cabo, el hogar materno es de donde uno parte y adonde uno nunca espera regresar. Si no es de visita.

Alonso Sánchez se duchó frotándose el cuerpo con una especie de violencia. Una sombra espesa parecía acompañarlo a todas partes, como si fuese una maldición. ¿Y si esta vez no era capaz de reponerse? ¿Y si esta pérdida de la independencia (volver con su madre) suponía el comienzo de una caída definitiva?

¿Una caída? ¿Nos vamos a poner tremendistas? Alonso Sánchez salió de la ducha, malhumorado, como ya estaba empezando a ser habitual en él, y se sentó a la mesa, en la cocina. Su madre se acababa de levantar; la mujer calentaba leche y le puso un mantelito delante a su hijo. Luego, la madre de Alonso Sánchez puso otro mantelito en el lugar que ella esperaba ocupar. ¿Quieres queso o chorizo?, preguntó la madre. Un poco de queso y ya está, respondió Alonso Sánchez. Por algún motivo que desconocía, había vuelto a tratar a su madre con el caprichoso desprecio con el que la trataba siendo adolescente. Ella, servicial, complaciente. Él, tosco, huraño, como si la pobre mujer le debiese algo o fuese la culpable de todo lo malo que le había ocurrido en la vida.

Solamente era un mecanismo inconsciente. Alonso Sánchez estaba seguro de querer a su madre. Quizá ella era la persona que más amaba en la vida.

miércoles, 23 de abril de 2014




Compró Stone Junction, por curiosidad. Le pareció una novela malísima, aborrecible, insustancial. Paula le llamó por teléfono, para salir. Alonso Sánchez le dijo que había intentado leer el libro de su adorado Jim Dodge y que le parecía una mierda. Paula dijo que no tenía intención de discutir. A ella la prosa de Dodge le parecía cristalina, muy pura, y, dijo, el aura del autor tenía un halo etéreo. Alonso Sánchez se quedó un tanto descolocado. No pudo articular palabra. Se separó del teléfono e hizo una silenciosa mueca de asco. Vuelve a tus poetas franceses, le dijo Paula, pero querría volver a verte, cascarrabias, al menos una vez más.

Salieron una tarde a ver exposiciones en las galerías de arte del centro de la ciudad. Luego, cenaron algo en un restaurante vegetariano que Paula sugirió. A Alonso Sánchez la libido se le escurría entre los exóticos platos con humus y el carpaccio de berenjena. Volvieron a hablar de Jim Dodge y la magia. La cita perdió todo romanticismo. Alonso Sánchez lanzaba diatribas a diestro y siniestro; en contra de Jim Dodge, las paraciencias y el vegetarianismo. Llegó a gritar, inclusive, en aquel silencioso ambiente new age al que le había llevado Paula. Alonso Sánchez se cegó de rabia; por su mala suerte en la vida y su soledad congénita. Levantó un muro entre él y la chica; pensó que no hay solución para él y lo dijo: No tengo remedio, soy un idiota. Hacía muecas extrañas, aspavientos, se agachaba como si quisiese recoger algo del suelo y de pronto se ponía en pie, nervioso, como un loco. Paula parecía asustada. El chico tímido e interesante de las cenas de artistas se estaba comportando frente a ella como un tipo amargado e insoportable, en efecto, un idiota, un perdedor radical. Acabaron de cenar y se fueron cada uno a su casa. Esta vez no hubo una prórroga en la noche. Quedaron en llamarse para verse de nuevo. No obstante, ninguno de los dos tenía intención de hacerlo.

A Alonso Sánchez se le conocía como el Capitán Pollotriste. Lo llamaban así desde su época de estudiante. Ya no recordaba quién le había puesto el mote. Podía acordarse de las bromas en los bares universitarios a propósito del personaje creado por el escritor Arturo Pérez Reverte, el Capitán Alatriste. Alguien dijo que lo suyo no era cosa del ala, sino del pollo entero. Desde entonces, se fue extendiendo el apodo. A veces se le llamaba Capitán, a secas; otras veces, Pollotriste. Casi siempre, cuando se hablaba de él, sobre todo entre sus amigos artistas, se le llamaba Capitán Pollotriste. Capi Pollo, para hacer mofa.

A tus pies, Capitán, dijo la voz de Pablo a través del teléfono.

Qué cuentas, contestó Alonso Sánchez.

¿Cómo fue la cita con la profesora?, le preguntó Pablo

Yo qué sé. Me parece una pirada, como tu amiga Olga. Se me fue la olla y creo que la he cagado, dijo Alonso Sánchez.

¿No hubo nada? ¿Ni un piquito? La otra noche parecíais la pareja perfecta.

Nada. Ya te he dicho que se me fue la cabeza; me faltó insultarla.

¿Cómo puedes ser tan gilipollas, tío? Seguramente, volveréis a coincidir en alguna otra cena. Esa tía creo que es bastante colega de Olga.

¡Y a mí qué más me da!, dijo Miguel. Es tu rollo, Pablo, son tus frikis, tus videntes, tus locarios; la gente que a ti te divierte. Yo ya estoy harto. Si es preciso, no voy a ninguna otra cena y sanseacabó.

No seas radical. Somos amigos, dijo Pablo. Tú eres mi friki favorito: el Capitán Pollotriste. Sin ti esas cenas no tendrían altura; tú les das un toque de calidad. Tu presencia me permite no perder el rumbo. Estamos juntos desde siempre, ¿no te das cuenta?; es como si fueras mi copiloto. El tipo sensato que me advierte de las dificultades que yo no sé ver.

De qué dificultades hablas, dijo Alonso Sánchez. Tienes éxito, casi sin proponértelo. En cualquier faceta de la vida. Te exponen los mejores galeristas de la ciudad, ganas mucha más pasta que yo, follas por supuesto mucho más. Lo tienes todo, cabrón. Qué mierda de rumbo es el que se supone que yo te marco. De qué copiloto me hablas. No necesitas copiloto, macho, te bastas tú solito.

No te das cuenta, capullo, dijo Pablo. El otro día lo hablamos José Morand y yo. No sabes lo importante que eres para nosotros. En definitiva, eres una especie de gurú.

En el fondo, a Pablo le gustaba burlarse de Alonso Sánchez. Era su manera de superar esa supuesta honestidad de artista abnegado que se le suponía a su amigo. ¿Qué se creía? ¿Mejor que los demás? Pablo era lo suficientemente inteligente como para relativizar el éxito. Pintaba enormes lienzos abstractos, etéreos, vaporosos, elegantes y decorativos. ¿Tan malo es eso? Pablo Devendra amaba su pintura. Se vendía bien, vale, ¿tenía que pedir perdón por eso?. Todos los coleccionistas importantes de la ciudad tenían uno o varios de sus cuadros; también vendía mucho a instituciones, para decorar ostentosos despachos de diseño; ganaba concursos y conocía a los críticos que escribían en las más influyentes publicaciones.

A Alonso Sánchez todavía le sorprendía que Pablo, su colega de siempre, fuese tan conocido en el mundillo artístico de la ciudad. Pablo Devendra, vaya seudónimo ridículo. ¿Es que nadie se da cuenta del fraude? En una ocasión, un coleccionista reconoció a Alonso Sánchez por la calle, después de haber coincidido en una inauguración, y le dijo que saludase al señor Devendra. Alonso Sánchez se extrañó tanto que no supo qué decirle al coleccionista. ¿A quién quiere que salude?, dijo Alonso Sánchez. Al señor Devendra, el pintor, dijo el coleccionista. Ah, hostia, Pablo García, dijo Miguel. ¿Pablo García?, repitió el coleccionista. Claro, Pablo García, Devendra, dijo Alonso Sánchez, como si hubiese descubierto de pronto el seudónimo de su amigo. No se preocupe que ya saludo yo al pintor de su parte.

Alonso Sánchez pensaba en la posibilidad de firmar sus trabajos con otro nombre. Alonso Sánchez era demasiado normal. Tal vez al éxito de su amigo contribuyese este tipo de estrategias; firmar, con ironía, utilizando el nombre de un excéntrico cantante folk norteamericano, probablemente le permita a Pablo Devendra asumir parte de la aureola, el carisma y la popularidad del auténtico Devendra Banhart. El nombre es como una trasferencia. Llamarse Alonso Sánchez y pretender hacer uso de un nombre como ése, vulgar, corriente, en el difícil mundillo artístico de la ciudad significaba asumir la normalidad de todos los alonso sánchez; lindante con la de los rodríguez garcía y la de los lópez martínez. Podía hacer uso del mote con el que sus colegas se burlaban de él: Capitán Pollotriste. Darle la vuelta a la cruel broma de sus compañeros y utilizar el mote como si fuese una especie de imagen de marca. No obstante algo le impedía hacerlo. Todos esos golpes de efecto a Alonso Sánchez le parecían demasiado “de artista”. Para Alonso Sánchez hacerse llamar Devendra, el nombre de un cantante folk, siendo un pintor abstracto de elegantes superficies de espumoso color era una especie de sarcasmo artístico, indigno en cierto modo. La excentricidad de Alonso Sánchez iba en otro sentido; su goticismo no era humorístico, a pesar de que se le torturara con sobrenombres patéticos, como Capitán Pollotriste. Él era el puto Capitán Pollotriste, sí; cuando alguno de sus colegas, gilipollas, lo llamaba así, Alonso Sánchez respondía amablemente. No obstante, era incapaz de referirse a sí mismo de ese modo. Se dejaba humillar por los demás; formaba parte de lo inevitable. Su manierismo y su tristeza venían dados por una especie de lasitud indecorosa y congénita. Si uno no corrige lo que se le viene encima, si uno no actúa y no se opone a nada, la vida lo va hundiendo poco a poco. Alonso Sánchez se sentía sumido en la desesperación y el extrañamiento. Se creía un manierista, es decir, un raro; no renegaba de ello. No obstante lo último que quería era ser un raro previsible, el raro de siempre. No pretendía imponer una excentricidad artificiosa y publicitaria; sino defender los rasgos de una rareza inevitable, que no pudiera manifestarse de otra manera. Así sería su arte. En ese sentido, Alonso Sánchez se consideraba un manierista auténtico; a pesar de que dentro del mundillo artístico de la ciudad fuese considerado un fracasado, un raro sin estilo propio.

Hizo una primera prueba. Alonso Sánchez instaló uno de sus bastones en una jardinera de la plaza Fray Luis Colomer, junto a los cines Albatros. De vez en cuando Alonso Sánchez iba al cine con alguno de sus colegas; Pablo Devendra, José Morand, cualquiera de ellos. Con ellos veía alguna película moderna, de estreno. El entorno de la plaza y los cines le parecía tranquilo y frecuentado por gente que podía apreciar sus cosas. A Alonso Sánchez le gustaban los grafittis que solían adornar las paredes de la plaza. Llevó allí uno de sus bastones y lo plantó junto a un árbol pequeño, en una de las esquinas del lugar. Eligió el sitio porque él solía pasar por allí al acercarse a hacer cola en la taquilla del cine. En torno a esa esquina de la plaza la gente solía permanecer en pie haciendo cola o mirando la cartelera. En esa esquina estratégica plantó su bastón de madera de pino con una pequeña calavera en lo alto, alzándose dos metros y medio del suelo, más o menos. La calavera no abultaba más que un puño cerrado y parecía coquetear con las ramas y las hojas del árbol junto al que había sido instalada. Nadie parecía recabar en Alonso Sánchez y sus bártulos; en esa escultura que no era sino un bastón clavado en el suelo de una jardinera, plantado allí como si fuera un soporte para algo, lo que fuera, o un aditamento para las plantas, un adorno extraño, inexplicable. Alonso Sánchez instaló su escultura a medianoche, para no ser estorbado por nadie, cuando ya había comenzado la última sesión de cine. Hizo fotos esa noche tras dejar su bastón allí instalado, rampante, junto al árbol; no obstante, volvió al día siguiente por la mañana, y luego por la tarde, excitadísimo, para poder hacer nuevas fotos con distinta luz y observar las reacciones de los transeúntes. El bastón se izaba en paralelo al tronco del árbol; bastón y árbol hacían buena pareja, de algún modo se complementaban. El árbol camuflaba la escultura y la arropaba; ejercía de contexto y al mismo tiempo origen, ocultando el significado del objeto artístico, es decir, oscureciéndolo. Nadie parecía advertir la presencia inquietante de la obra de arte. La gente entraba y salía de los cines Albatros sin darse cuenta de nada; en la cola de la taquilla el cinéfilo medio iba a la suya, prestando atención, a lo sumo, a las películas programadas en las vitrinas de la cartelera. Tan sólo en una ocasión Alonso Sánchez pudo ver, desde su escondite en la cafetería de los cines, a un tipo que parecía señalar la calavera o el bastón, se acercaba hasta un metro más o menos y le decía algo a su compañera. Alonso Sánchez se fijó en ellos y salió espitado de la cafetería, para verlos mejor y tratar de escuchar algo de lo que decían. Era una pareja joven, de unos veinticinco o treinta años, él, y veinte o veinticinco, ella. A Alonso Sánchez le empezaba a gustar el aspecto de esos dos; eran modernos sin serlo en exceso, un poco desaliñados, tal vez estudiantes de bellas artes o arquitectura. Es decir, el tipo de público que requiere su obra. Alonso Sánchez pasó por su lado; sin embargo, ya estaban a otra cosa, hablando de una tal Raquel que se había liado con un policía. Alonso Sánchez se hizo el despistado. Caminó un trecho, hasta la cartelera, miró un rato las fotos de escenas de las películas. Luego volvió a la cola, al lugar donde todavía estaban la chica y el chico que habían estado observando su escultura. No pudo averiguar nada más. A Alonso Sánchez le hubiese gustado preguntarles cosas; pero no se atrevió y, finalmente, se fue.

jueves, 27 de marzo de 2014




Le gustaba dibujar a lápiz cosas de su entorno. En ese momento, en el punto en que se hallaba su vida, le parecía una actividad terapéutica. Hizo innumerables retratos de su madre. El rostro ajado, los años y el sufrimiento marcados en la mirada, en aquella dolorosa expresión que adquiría la anciana. Para Alonso Sánchez, tras la marcha de Estela, su madre estaba siendo, digamos, una tabla de salvación. Aferrarse a ese rostro tenía un contenido simbólico. El rostro de su madre le estaba enseñando cosas. Cosas importantes para seguir viviendo, para resistir. Dibujarlo no era tanto un acto de amor hacia ella como una manera de aprehender todas esas cosas. Cada sombra, cada trazo, era una frase, una máxima, que le ponía en evidencia y le pedía, casi a gritos, que volviera a ser el de antes, que recuperase la ilusión por las cosas, por volver a considerarse un artista.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Alonso Sánchez, el Capitán Pollotriste, cuando vuelve a casa después de trabajar se pregunta si es posible que aquella prostituta (¿cómo se llama?) y él mismo estén forjando una verdadera amistad. Le parece una situación absolutamente irreal. La chica entra en la estación de servicio y empiezan a hablar como si se conociesen de toda la vida. No le cuesta nada contarle sus cosas (ya recuerda, la chica se llama Oriana). Por lo pronto, para él supone un aliciente a la hora de afrontar una nueva jornada de trabajo. A la salida suele estar ella por los alrededores, cuando no ha subido al coche de alguno de sus clientes. Si la ve, se saludan y, en ocasiones, se sientan en el bordillo de una acera para fumar un cigarro. Es el momento más agradable del día. Oriana es dulce. Parece indefensa, afligida. Le resulta inverosímil que una puta sepa de libros. Que ella hable de Onetti de esa manera, con cierta autoridad. Tal vez algún día se atreva a hablarle abiertamente de sus esculturas. De su relación con sus esculturas. De lo que espera lograr con sus esculturas. Alonso Sánchez se detiene a pensar. Ni siquiera él es consciente de lo que espera lograr con sus esculturas. No sabría decir si realmente desea mostrarlas. Alonso Sánchez piensa que si supiera a ciencia cierta que pueden interesar a alguien, no le importaría mostrarlas. En ese caso no le dolería tanto exponerlas. Pero no es así. No existe el medio ambiente ideal para sus esculturas. No soporta la incertidumbre que suscitan. Las hace en cierto modo porque tiene que hacerlas; porque no puede evitar hacerlas. Si esas esculturas no ocupasen un lugar central en su vida, todo se derrumbaría. Eso piensa Alonso Sánchez, el Capitán Pollotriste. Vuelve a su solitaria casa y se ve de nuevo rodeado de sus calaveras o, como él las llama, sus bastones. Ya ha acumulado muchos de esos bastones. Ha de empezar a pensar qué hacer con ellos.

De pronto, le asalta de nuevo un pensamiento sobre Oriana. ¿Estará en peligro? ¿Estará siendo maltratada? ¿Se habrá acercado a él para que le ayude? No puede ser. Ni siquiera le ha insinuado tener una relación sexual. Su interés por él parece de otra naturaleza. En cierto modo, piensa Alonso Sánchez, el Capitán Pollotriste, ambos se han reconocido. Son en alguna medida iguales. Están, en efecto, igualmente atrapados. Se calman, el uno al otro. Se hacen compañía, aunque sea cinco minutos al día. Cuando él sale de la estación de servicio siempre espera verla, encontrarse con ella, fumarse el último cigarro de la jornada con ella. Luego se va a su casa y siente una enorme tristeza cuando ella agita el brazo para despedirse. ¿Qué le resta a ella? ¿Qué clase de vejaciones tendrá que soportar antes de que pueda largarse a descansar? Alonso Sánchez piensa que ni siquera sabe dónde vive Oriana, en qué parte de la ciudad, con quién. No sabe nada. Sin embargo, no puede dejar de pensar en un gesto que ella hace. Una mueca sutil, como una media sonrisa. Oriana busca con esa mueca la aprobación de él, cuando están hablando de algo concreto. Ella parece asentir. Mira de medio lado, como con timidez. Pero hay más; esa especie de sonrisita invita a algo y, a la vez, esconde algo. Alonso Sánchez, el Capitán Pollotriste, cree que necesita protegerse de Oriana. Lo cree en serio.
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