lunes, 24 de febrero de 2025

John Coplans y yo mismo

Uno tiene ya cierta edad y muchos años adquiriendo libros,  por temporadas de manera compulsiva,  como enfermedad,  como manía.  Gran parte acaba siendo desechable. Sin embargo,  hay un estante dedicado a monografías de artistas que han significado algo importante para mí,  una especie de guía,  puntos de anclaje,  momentos de verdad,  lo que sea.  La mayoría son obviedades; artistas que gustan a todo el mundo.  Ayer,  después de ver un viejo capítulo de Expediente X, no sé por qué,  cogí un libro de ese estante para volverlo a hojear,  después de,  probablemente,  dos décadas sin abrirlo.  No soy capaz de recordar dónde lo adquirí.  Normalmente me acuerdo.  Ese libro permanece ahí desde hace muchos años,  discretamente.  Algo me hizo guardarlo entre monografías del barroco español,  junto a un catálogo de esculturas de Cy Twombly,  junto a Gerhard Richter y Blinky Palermo... un viejo libro de fotografías de John Coplans. 


Pocos fotógrafos en ese estante.  Fotógrafos que se popularizaron en los años noventa y uno todavía es capaz de alinear con las imágenes de la pintura tradicional a las que siempre se vuelve. Thomas Struth, Sharon Lockhart. ¿Qué hace un fotógrafo como Coplans en ese estante? 


John Coplans fue un crítico de arte que,  a la edad de cincuenta y ocho años comenzó a fotografiarse desnudo.  Se fotografió desnudo hasta más allá de sus ochenta años.  


Muchas imágenes muestran fragmentos de su cuerpo.  Manos,  pies,  el torso en extrañas posturas.  Hay una intención estética que,  recuerdo,  en algunos momentos me solía irritar.  


En las fotografías de Coplans encuentro,  a su vez, una voluntad metafísica.  El cuerpo es siempre una masa oscura,  grisácea,  sobre fondo blanco.  Esa cualidad atemporal ya no se encuentra.  Cualquier producto cultural,  ahora,  se satura de referencias dispares; como temiendo aburrir al público.  En un artículo leí que el público actual es mucho más sofisticado que hace veinte años,  pide más a todo aquello que consume, ha visto demasiado, no se conforma con un aliño simple.  El artículo concluye,  con no poca ingenuidad, que el público actual ha perdido definitivamente la inocencia. Las imágenes con voluntad atemporal provocan incredulidad en el público actual. Bruce Nauman se ha quedado antiguo. Gerhard Richter es un pintor demasiado serio. 


Ayer busqué información sobre Coplans.  El titular de un artículo que no pude leer reza que John Coplans era el menos narcisista de los fotógrafos obsesionados con el autorretrato.  


Cuando adquirí ese libro yo era bastante joven.  Mi cuerpo no se parecía al que allí aparece fotografiado.  Recuerdo buscar referencias del Coplans joven.  Tuvo cierta notoriedad.  Inclusive,  Andy Warhol le hizo uno de sus coloridos retratos.  No obstante, sus fotografías de desnudo,  su obsesión por autorretratarse,  empieza cuando él mismo ya se ve viejo,  con arrugas, flacideces y sobrepeso.  Como una provocación a la, entonces incipiente,  cultura de lo juvenil,  de la tersura de las pieles jóvenes,  de la belleza de los cuerpos en forma.  


La obra de John Coplans,  en el momento actual, en los tiempos de Instagram, todavía contrasta más.  Hay una ternura insondable en las observaciones que el fotógrafo hace de sí mismo.  


Encuentro alguna correlación entre los autorretratos de Coplans y los cuadros de Francis Bacon.  ¿Fue Bacon un referente para Coplans? No obstante en las masas de pintura carnal de Bacon se adivina un fondo violento; una tensión destructiva.  Las imágenes de Coplans respetan enormemente el objeto fotografiado.  Hay un juego de posiciones coquetas.  Se pretende,  a mi modo de ver,  encontrar belleza donde nadie la ve.  Al fin y al cabo,  ese era uno de los objetivos del arte,  ¿no? Enseñarnos a ver lo que no hemos visto nunca.  


Mi cuerpo ya se va asemejando al de las fotografías de John Coplans.  En un recorrido curioso,  mientras el libro ha permanecido en el estante,  discreto,  silencioso,  mi propio cuerpo lo ha ido alcanzando.  








 

martes, 18 de febrero de 2025

Post Malone y Kurt Cobain

Llegamos tarde a Nirvana,  por medio minuto.  Las buenas críticas de la,  entonces,  prensa especializada no bastaron. Los discos de Nirvana coexistían con propuestas de la música popular más sofisticadas,  que alimentaban mejor,  quizá,  una altivez de la que no es fácil desembarazarse; como My Bloody Valentine o Sonic Youth.  Adquirí los discos de Nirvana a destiempo,  como solía ocurrirme.  Aprendiendo a destiempo a valorar la figura de Cobain como la punta de lanza de multiples propuestas populares que,  mucho antes,  tenía bien asimiladas.  


En cierto modo, celebro que todo haya pasado.  Aunque no sin un gramo de nostalgia adolescente.  Hoy,  quien vive engañado por los medios,  por montañas de prejuicios,  por las modas... es mi hijo mayor.  Me cuesta mucho llegar a él,  contrastar aquello que entra en mis parámetros caducos con todo el espectro de novedades que le llegan a él a través de las más o menos malintencionadas redes sociales en las que anda sumergido tres o cuatro horas todos los días.  Mi papel de represor,  la verdad,  no me gusta; me provoca no pocas ansiedades.  Tampoco vivo bien la distancia que,  poco a poco,  nos va separando cada vez más; por mucho que entienda,  como se suele decir,  que es ley de vida.  


En el paradigma de estos tiempos voy a situar a un tonadillero llamado Post Malone; venido de la cultura del trap que tanto gusta a mi hijo mayor.  Recuerdo que en una conversación tenida con el chaval sobre el tema (esas tonadas que,  ahora,  son para él tan importantes) me dijo,  exhibiendo una altivez que en estos momentos le pertenece por derecho propio,  que en mis usos y costumbres de juventud yo estaba mucho más cerca de mi propio padre que él lo está ahora de mí mismo.  Pensé entonces en las concomitancias probables entre las tonadillas de Julio Iglesias,  el favorito de mi padre,  y Jesus And Mary Chain. Me defendí.  Y él contraatacó: los Beatles son rock,  como lo que tú siempre andas oyendo. 


Recientemente ha habido una reunión del trapero Post Malone con la antigua formación de Nirvana,  como homenaje nostálgico.  El trapero,  nuevo epíteto de la desidia y la toxicidad adolescente, empuña una guitarra y canta con cierta templanza Smell Like Teen Spirit.  No sé si aprovechar el evento para intentar,  de nuevo,  una cierta reconciliación.  Quizá haya que esperar algunos años...

sábado, 8 de febrero de 2025











 









 

Las realidades

Me gusta el mundo clásico porque supone una especie de guía.  El mundo,  en su imaginario,  se ha vuelto realmente extraño; muy farragoso de manejar.  Cuesta mucho desentrañar una verdad que pertenezca al ámbito de la sensatez; que no sea una broma macabra o cínica,  dispuesta a caer por el vertedero de las redes sociales como una ocurrencia compartida. 


Más allá,  me preocupa lo difícil que es entender la realidad de la gente.  Sus motivaciones e ideales, lo que les hace levantarse cada día y ponerse en marcha.  Da la sensación,  muchas veces,  que el único motor es la inercia. 


Detrás de la inercia hay un vacío oscuro,  un movimiento fantasmal de extraños designios. 


Una conversación banal,  en una oficina.  Una mujer,  trabajadora allí,  inicia la típica conversación de estos días sobre la llegada de Trump al poder,  sobre su alianza con el magnate Musk, y las consecuencias que podría haber,  en el mundo,  en general,  a nivel bélico y económico.  Allí,  en esa oficina,  hay un recién llegado,  un joven veinteañero,  principiante en el trabajo,  acabados los estudios universitarios unos meses atrás.  El veinteañero zanja la conversación con ímpetu,  dejando a todos perplejos: Trump traerá la paz al mundo,  pronuncia con vehemencia. 


A mí me lo cuentan.  Elucubramos sin entender.  Las redes sociales ejercen algún efecto alucinógeno o distorsionador de la realidad.  Hasta el punto de que haya alguien que,  suficientemente informado en los sucesos del mundo,  sea capaz de afirmar,  sin ironía,  que Trump traerá la paz al mundo. 

viernes, 7 de febrero de 2025


 

Chomsky y Foucault

Alguien que lo ha llamado el debate del siglo.  Como dos púgiles los pensadores son presentados ante una audiencia y para las cámaras.  Como dos estrellas del pensamiento,  prematuramente icónicas en una televisión holandesa en los años sesenta.  El rotundo filósofo francés,  enemigo de generalismos y de categorías absolutas,  enfrentado a un norteamericano de maneras tímidas,  que parece un poco apocado,  sabiéndose quizá, de antemano, perdedor en este debate.


Se discute sobre la naturaleza humana.  Acaso sobre si existe una posibilidad para esa naturaleza.  Las posturas son irreconciliables.  En todo momento,  Chomsky apela a la existencia de una base esencial,  que uniría a todos los seres humanos,  y sobre la que construir y renovar la convivencia.  Un principio de bondad que nos ha de servir de guía y sin el que nos abandonaríamos a la tiranía.  En ese principio se justifican las acciones de Chomsky de desobediencia civil. Ese principio sustenta,  también,  la etiqueta que el pensador americano enarbola durante el debate: el anarquismo sindicalista. 


Foucault observa los razonamientos de Chomsky con cierto desdén.  Su postura es historicista,  no esencialista.  El concepto mismo de naturaleza humana hay que buscarlo en la historia.  No se puede hallar fuera del tiempo.  Cualquier forma de revolución obedece a los intereses de una clase social concreta,  un grupo determinado en un tiempo histórico determinado.  No hay una bondad inmanente a la que apelar.  Hay  un problema que se resuelve una vez. 

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