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martes, 15 de noviembre de 2016




Kent Haruf representaría, digamos, la normalidad. Si es que se puede hablar de algo así sin caer en el prejuicio burgués o estético, o racial, o de clase, o cualquier otro prejuicio. Haruf representaría, dentro del ámbito literario, algo similar a lo que Alexander Payne representa en el cine. Ambos construyen historias de clase media norteamericana. Historias en las que apenas sucede nada. Existe un vaivén emocional. Una pequeña sacudida, como la que cualquiera de nosotros podríamos sufrir en un momento cualquiera de nuestra vida. Luego, la normalidad se restaura. Sin estridencias; como si Haruf y Payne quisiesen corroborar con sus historias que todo sigue y nada importa.

A mí, en ocasiones, esta ecuación me ha parecido imbatible. La gente normal, las personas corrientes, o lo corriente que hay en la gente, en definitiva, son el motivo que más merece la pena tener en cuenta. A Kent Haruf no se le acusará nunca de capturar el Zeitgeist de una época. El Zeitgeist está en los elegidos, en las élites representativas. Haruf busca en la vulgaridad de la gente la sustancia de sus relatos.

He acabado Nosotros en la noche con una ligera desazón. Como cuando descubro una nueva arruga en el rostro de mi padre. Como cuando pienso en lo que ha sido su vida.

¿Por qué Haruf se empeñó en dejar acabado este libro cuando su propia vida se estaba acabando? Por inercia, supongo. Pero, ¿tiene algún significado que esta historia haya sido la última?

Coincide con el breve disco que ha dejado Leonard Cohen antes de morir, You Want It Darker. Lo mismo de siempre, pero un poco más lento, un poco más oscuro.

Me gusta algo que he leído no sé dónde sobre Cohen. Al principio de su carrera se decía que sus canciones eran canciones para quitarse la vida; esto es, para escuchar el día que uno decide suicidarse. En el resumen final de su carrera, sin embargo, su mérito consiste en haber sabido modular la tristeza. Haberla ordenado, de alguna manera. Haberla sometido a una clase de análisis, con una empatía profunda y casi mística.

martes, 25 de noviembre de 2014




Profe de instituto, tenis televisado, pizza por teléfono, Lou Reed por aquí, Leonard Cohen por allá, por la noche un porrito y una película de Jim Jarmusch: el retrato perfecto del modernillo de esta primera mitad del siglo XXI.

lunes, 24 de marzo de 2014




En efecto, Devuélveme mi noche rota -título que nos remite a Leonard Cohen- es un cúmulo de recuerdos escritos sin seguir una pauta temporal o temática, a modo de pequeños cortocircuitos sensoriales, a veces producidos por un álbum musical, otras a una circunstancia que le lleva a rememorar un momento que le conduce al acompañamiento musical correspondiente.

Como todo libro de relatos -y este lo es, al fin y al cabo- el equlibrio no es constante. Se advierte cierta inconsistencia narrativa en las primeras páginas, que hubieran merecido un repaso estilístico para darle algo más de unidad al conjunto, roto en su propia estructura y cuyas piezas no siempre resultan fáciles de encajar. Sin embargo, superados los primeros baches, y ya sumergidos en el particular mundo de este profesor de secundaria, logra hacernos partícipes de pasajes autobiográficos entre los que destacan sus peripecias adolescentes o las anécdotas con su pareja, Silvina. Es en las reflexiones pesimistas respecto a la vida nómada y solitaria que ha de llevar, obligado por su profesión, cuando se aprecian los destellos más afortunados de su narrativa. La afinidad con una generación insatisfecha por la falta de valores, volcada en el trabajo y refugiada en un aislamiento no siempre deseado, provoca que el libro pueda encontrar su público más cercano entre lectores de la generación del autor.

Si la música es la excusa -y Morand no olvida hacer valoraciones sobre mucha de la citada en el libro-, finalmente lo importante es la propia vida. Esta obra primera, con buenos aciertos y, sí, también errores, es una representación textual en bruto, sin artificios. Un reflejo honesto de quien ha decidido exponerse a través del ejercicio literario.


http://viajeaitaca.net/devuelveme-mi-noche-rota/

miércoles, 1 de mayo de 2013




Escritores que cantan, cantantes que escriben.

Proliferan los cantantes que escriben. La industria editorial los reclama. Buenos músicos a los que se persigue y se les encarga su novela o sus memórias para que, de esa manera, se produzca una especie de trasferencia de la música pop a la literatura, aprovechando el tirón que tienen con sus fans. Que un tipo escriba buenos textos para sus canciones no significa que sepa escribir una buena novela. Antonio Luque cuenta que se le ofreció escribir su novela mucho antes de atisbar el resultado.

Bob Dylan siempre se dice que es un firme candidato a Premio Nobel de literatura. Sus memorias son de puta madre, pero su novela, Tarántula, es infumable. Su prestigio le empuja a aventurarse en territorios experimentales ya muy trillados, enroscando el contenido hasta hacerlo ininteligible, como si la ininteligibilidad fuese su objetivo. Como si alguien le hubiese dicho: Hazlo raro y retorcido y te dirán que es bueno. No repitió la experiencia, que yo sepa.

Antonio Luque dice, no sin sorna, que prefiere ser recordado como un escritor que canta. Su novela, Exitus, está llena de esos chascarrillos suyos, silepsis, aliteraciones y otros juegos ingeniosos con el lenguaje. En corto, resultan graciosos; pero en una novela relativamente larga como la suya todos estos juegos entorpecen la lectura. Cansan, agotan. Y resultan ilógicos en un texto de corte realista. Digamos que no pega bien la textura del lenguaje con las cualidades narrativas del texto. Yo no he podido acabar de leer esa novela.

No conozco la novela de Lou Reed; tal vez aún no la haya escrito. La novela de Tom Waits la escribieron otros: los Bukowski o Carver.

Yo a veces he discutido con mi madre sobre la importancia de los libros frente a las películas. Mi madre dice siempre que los libros son mejores porque cuentan más cosas, cabe más en ellos. Tiburón es mejor en libro que en el cine, dice ella. Mi madre me hizo leer el libro y me gustó. Pero yo le dije que aunque el libro sea mejor la película, en ese caso concreto, es mucho más importante.

Los cantantes son mucho más importantes.

Nick Cave sabe escribir novelas. Sabe mantener el pulso en un texto de largo recorrido. Me gustó leer La muerte de Bunny Munro. Encuentro ciertas concomitancias con la literatura de Cormac McCarthy. Sin embargo, como es evidente, Cave no alcanza a McCarthy. El escritor, McCarthy, tiene en su medio mucha más riqueza, más matices, más recursos. En el caso de Nick Cave se cumple de nuevo la regla: el cantante es mucho más importante que el escritor. A pesar de que, como decía mi madre, en la novela se cuenten más cosas que en una canción.

Algo parecido sucede con Steve Earle, otro cantante que se pone a escribir a la manera de Cormac McCarthy. Recuerdo que leí una entrevista en la que el cantante, al verse comparado con McCarthy, se puso a criticar los finales pesimistas del escritor. Pues eso: Steve Earle escritor es un Cormac McCarthy con finales felices.

Bruce Springsteen no se ha atrevido con los libros, que yo sepa. El cantante es más importante.

Johnny Cash escribe áspero, como canta. Pero sus memorias, Man in Black, no impactan como la presencia del cantante y su voz.

Leí en alguna parte que le han pagado muchos millones a Keith Richards por firmar sus memorias. Yo creo que el guitarrista ni siquiera habrá escrito ese libro titulado escuetamente Vida.

El mejor, de entre todos los cantantes-escritores, tal vez sea Leonard Cohen. Tal vez sea el único que se acerque a la fórmula del escritor de oficio que circunstancialmente se pone a cantar. A pesar de que esa circunstancia le de fama e importancia y acabe siendo un oficio. De hecho, creo que Cohen comenzó como poeta e hizo un primer disco sublime sin apenas saber tocar una guitarra acústica. Absolutamente recomendables, a mi modo de ver, todos sus poemarios y una novelita libertina titulada El juego favorito.

El indie-rock es una especie de intelectualización del rock. Una forma de elevarlo de estatus, de convertirlo en alta cultura, elitista, para iniciados. No es raro que sus estrellas pretendan rubricar su posición gracias al medio literario. Bill Callahan, Michael Paul Hinson y Willy Vlautin escriben sus novelas. Yo no he leído ninguna.

Los últimos, los más recientes que yo me he encontrado en las librerías: el francés Dominique Ané y el norteamericano Dean Wareham. Ambos, autores de Regresar y Postales negras, respectivamente. Yo creo que estos dos son ejemplos más que dignos de cantantes que, en un momento dado, se inmiscuyen en un territorio que no es el suyo; sin falsas pretensiones y sin obviar su realidad de cantantes, de estrellas de la canción popular. Como el Dylan de Crónicas, Ané y Wareham se limitan a sumergirse en sus recuerdos y a tratar de escribir con honestidad sobre lo que ellos conocen bien, sin coartadas de falsa pompa literaria. En los límites de ese territorio acotado por su propia biografía y el contexto de la música popular ganan enteros. Se hacen únicos, imprescindibles.

jueves, 15 de marzo de 2012

No sé si el mundo ha mentido
Yo he mentido
Yo no sé si el mundo ha conspirado contra el amor
Yo he conspirado contra el amor
El clima de tortura no constituye ningún consuelo
Yo he torturado
Aunque no hubiera existido la nube en forma de hongo
habría odiado
Escuchadme
Yo habría hecho las mismas cosas
aunque no existiera la muerte
Me niego a que se me sujete como a un borracho
bajo el frío grifo de los hechos
Yo rechazo la coartada universal
Como un ninfomaníaco que ata a un millar
en una extraña hermandad
Yo espero
que cada uno de vosotros confiese





El último disco de Leonard Cohen contiene cortes en los que el bardo canadiense recuerda a Tom Waits. En el último disco Matt Elliott recuerda en algunos fragmentos a Leonard Cohen. Todo esto es un poco confuso. Generalmente estos trasvases se producen en los primeros discos, cuando las personalidades no son aún muy fuertes y las propuestas se arriman las unas a las otras para ganar confianza. Leonard Cohen tiene un vozarrón grave y cálido que con la avanzada edad parece rompérsele, al igual que el chorro de voz histérica y rota de Waits. Además, en el último disco Cohen se acerca al blues cabaretero de los primeros discos de Waits. Todo es un poco confuso. ¿Dónde está el dandy atildado de siempre, el vividor perfumado, el crooner tecno-pop de I'm your man? Parece viejo y cansado, mostrando una extraña derrota, en una ruina que no es sólo económica, sino moral. Tom Waits es como un caballo desbocado que cuando se calma aparenta, inclusive, una cierta elegancia. Hace años parecía imposible que Cohen y Waits se entendieran; es decir, que ocupasen un mismo espacio artístico o cantautoril. ¿Y Elliott? ¿De dónde viene este tipo? Desde su drum and bass tabernero, balcánico, oscuro y en tierra de nadie, parece pretender acercarse a los cantautores clásicos, de voz grave y aliento cálido. Los lamentos de Matt Elliott, en efecto, pierden modernidad y ganan distinción, prestancia y clasicismo. Todo se ajusta en ese pequeño club de hombres ilustres, severos y elegantes.
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