domingo, 25 de mayo de 2014




El agricultor vivía en una pequeña casa unifamiliar. Planta baja y un primer piso; en las afueras de la localidad de Alfafar, muy cerca del campo. El agricultor tenía tres hijos y una hija. El pequeño, soltero, aún vivía en casa; a pesar de que apenas se le veía, siempre encerrado en su cuarto o afuera, con los amigos. El hijo pequeño no trabajaba. La chica, casada, acababa de tener su primer hijo. El siguiente, el mediano, era un bala perdida, un tipo muy vicioso; se casó y tuvo un hijo que ya tenía siete u ocho años, pero se pasaba las noches de bar en bar, bebiendo solo o con quien fuera. Al hijo mediano también le gustaba la cocaína. Se hablaba en el pueblo de los vicios del hijo mediano del agricultor; no obstante el padre decía no saber nada. El niño, como llamaba el agricultor a su hijo mediano, decía que no, que no se ponía nunca de coca, que lo suyo era el coñac y el güisqui. El agricultor ya no se sentía capaz de discutir con él cara a cara; al fin y al cabo, el niño era todo un hombre y se ponía muy burro cuando perdía los nervios. El hijo mayor se le mató en un accidente de tráfico. Era la pena de la familia. La mujer del agricultor, madre de sus cuatro hijos, no había superado la muerte del mayor, ni la superaría nunca. Esa mujer vivía angustiada, sin ningún remedio. Su tristeza era eterna. Apenas hablaba con nadie. Se atiborraba a pastillas. Dormía todo el día y lo único que solía hacer era prepararles algo de comida al agricultor y a su hijo pequeño, cuando este último andaba por casa. El agricultor y su mujer se habían casado para toda la vida; eso no había quien lo cambiara. Pero ya no se amaban. Apenas se aguantaban unas horas al día, por las noches. El agricultor se pasaba toda la jornada fuera de casa, en el campo; comía allí mismo o en un bar, y volvía al anochecer. El agricultor y la mujer casi siempre cenaban a solas, en silencio, como hipnotizados por el sonido del aparato televisor, que esparcía por toda la casa alegres proclamas publicitarias y, con total desparpajo, como burlándose del silencio sepulcral de sus dos únicos espectadores, un horrible zumbido electrónico (era un viejo aparato), sin que ninguno de ellos se viese afectado. Recogían los platos y fumaban. Siempre fumaban juntos, el agricultor y la mujer. Pero ni siquiera entonces se decían nada. A lo sumo hablaban del hijo pequeño; si estaba o no en la casa, si trabajaba o no en algo. A veces, la mujer anunciaba la visita de su hija: vendría en breve para que vieran al nieto. El hijo mediano, del que todo el mundo opinaba que era un vicioso, aparecía por casa muy de vez en cuando y sin avisar; siempre para pedirles dinero. Luego se enteraban de que andaba desaparecido varios días. Se decía en el pueblo que había sido visto en tal sitio, muy pasado de vueltas y embroncado. Mejor ignorarlo. El agricultor y la mujer fumaban juntos, en silencio siempre, cada uno pensando en lo suyo.

No le contó el agricultor a su mujer que por la mañana había visto a una puta mamársela a uno. El agricultor llevaba ya rato pulverizando las hierbas, cuidando los tomates y observando a ratos la amenaza del viento y las nubes. Oyó algo, un coche grande, de esos familiares. Se arrimó al polígono, cerca del descampado, como otras veces, esperando verle las piernas a la puta y la cabeza al putero a través de las ventanillas y el parabrisas. Pero esta vez estaban fuera del coche, los dos; la chica, de rodillas, mamaba aquella pequeña polla; el tipo, grueso y trajeado, pero con los pantalones bajados hasta las rodillas, la tenía agarrada por el cuello y la dirigía. El agricultor se quedó mirando un rato, entre indignado y ligeramente excitado. El putero ponía cara de perro rabioso. Miraba a la chica con fiereza mientras manejaba la cabeza, adentro y afuera. Luego la tumbó sobre el capó del coche y se la folló, poniendo la misma cara de depravado. Agazapado en los límites del huerto, el agricultor no distinguía el rostro de la chica, tumbada y recibiendo la polla del tipo. El agricultor quería verla. La cara de ella se lo diría todo. Pero el escorzo de su hermoso cuerpo le ocultaba el rostro y el agricultor sólo podía verle la mata de cabello, moviéndose al ritmo de los empellones del tipo que se la estaba follando. Entonces, el tipo se tumbó sobre la puta y le dijo algo. El agricultor no pudo oírlo. La puta cambió de posición, sumisa, y el tipo la empujó contra el suelo, a cuatro patas. Luego se la metió por el culo. Ella le gritaba: ¡Cabrón, mi ropa! El agricultor pudo escucharlo bien claro. Podía ver, desde su posición, agazapado en una esquina del huerto, la ropa de ella esparcida por el descampado, entre escombros y restos de basura. La chica, de hecho, estaba casi totalmente desnuda; el culo en alto, recibiendo. Ahora sí se le veía la cara. Parecía asustada. El agricultor interpretaba la expresión de miedo de la puta, mientras ella gemía. Luego el tipo tuvo su orgasmo y se retiró. La chica recogió del suelo la ropa y se fueron. Desaparecieron, calle abajo. El agricultor siguió entonces con su trabajo. Por la noche, fumando a solas con su mujer, no contó nada. Ambos guardaban silencio, absortos bajo el humo de sus cigarros. El agricultor revivió, mientras fumaba, aquella escena que había presenciado por la mañana. La niña iría el viernes por la tarde, con el nieto, le dijo la mujer. Bien, dijo el agricultor, procuraré estar. Una luz cenital iluminaba sus cabezas, envolviéndolos en una clase de misterio. Asfixiándose mientras se aproximaban al final de sus vidas. Tristemente aislados del mundo. Eran como dos espectros viviendo de sus malos recuerdos y sin esperanza. Cuando acabaron sus cigarros, la mujer tiró la ceniza a la basura y los dos durmieron.

Oriana volvió a su puesto junto a la gasolinera un poco agitada y con el rostro desencajado. Cuando se metió en la gasolinera cogió un Red Bull y un paquete de rosquilletas integrales; pasó por caja a pagar y Alonso Sánchez le preguntó qué le sucedía. Nada, le dijo Oriana, pero no volvió a salir al exterior, se quedó allí, como esperando algo de Alonso Sánchez, un nuevo comentario, algo que la consolara. Alonso Sánchez no le dijo nada; entonces, Oriana le propuso algo: ¿Sales un rato, a fumar un cigarro? Vale, dijo Alonso Sánchez, pero nos quedamos cerca de la puerta, porque si viene un cliente voy a tener que volver rápido.

El día era lluvioso. Al frente, a menos de treinta metros, la autovía emitía un rugido sónico. Los alrededores de la gasolinera, las calles del polígono y las entradas y salidas a la autovía, constituían un paisaje absolutamente impersonal, poderosamente alienante. Nada en ese sitio apaciguaba la mirada. Uno se daba cuenta de ello cuando de pronto cesaba cualquier actividad y se veía obligado a mirar alrededor. Oriana y Alonso Sánchez se apoyaron en un ventanal, junto a la puerta de la estación de servicio, y dejaron que rugiera la autovía, absorbidos por el paisaje desapacible.

¿Qué te ha ocurrido?, le preguntó Alonso Sánchez a Oriana.

Un hijo de puta me la ha metido por el culo y después no quería pagarme el servicio extra. Me ha arrastrado por el suelo. Se lo he contado a Jean Carlo y no ha hecho nada. Jean Carlo me ha cogido los cuarenta euros y ha dicho que ya me estaba bien. Se supone que me tiene que proteger; lo tenía a mano y le ha faltado decirle adiós, buenos días, al hijoputa. Yo lo hubiese matado allí mismo. Me ha tratado como si fuese un animal.

Ya, dijo Alonso Sánchez. Entonces, no pronunció nada más. Ni siquiera se atrevía a mirarla. Le hubiese querido decir algo, para consolarla. Imaginó que la rodeaba con los brazos y la arrullaba; pero no lo hizo. Algo se lo impedía.

Cualquier día apareceré muerta en alguna cuneta y no le importará a nadie, dijo Oriana.

No digas eso, dijo Alonso Sánchez. Lo que tú tendrías que hacer es salirte de ahí, cuanto antes. Podrías encontrar curro de cualquier cosa; de camarera, limpiando, lo que sea.

Tú lo ves muy fácil. Me tienen cogida por los güevos; les debo mucha pasta, conocen a mi familia... Además, tú no sabes lo que sería capaz de hacer conmigo Jean Carlo. Cuando llegué aquí me hizo mucho daño; él y sus amigos. Le temo demasiado para largarme. Debería convencerse él, para dejarme ir. O que alguien le convenciese a él.

Alonso Sánchez se quedó callado. Oriana nunca le había contado tanto. El tal Jean Carlo algunas veces había entrado en la estación de servicio; acompañando a veces a las chicas. Era un tipo muy serio; con un punto tímido, huidizo. Conducía un lujoso BMW de color morado, con un gran alerón coronando la puerta trasera, la del maletero. Alonso Sánchez a veces veía a las putas como si fuesen un grupo de turistas alrededor de Jean Carlo, alegres y despreocupadas. No se había parado a pensar demasiado en ellas. Se exhibían en las calles del polígono, pavoneándose como si fuesen maniquís. Alonso Sánchez sabía que la vida de ellas tenía que ser complicada, incluso muy dura; pero no se sentía afectado, quizá porque las putas no le hacían ver el peligro que las circundaba. Las putas son como los mendigos. Su oscuridad es inconmensurable y la gente es consciente de ello; pero en el escaparate de las calles su expresión es superficial y todo el mundo pasa de largo sin sentirse afectado. Si uno se acerca demasiado la oscuridad parece aspirarlo. Se siente entonces el vértigo de la marginalidad y la reacción inmediata es alejarse y volver a cubrir al ser marginal con una pátina de superficialidad, amable y decorativa, inclusive. Alonso Sánchez sintió ese mismo vértigo tras el relato de Oriana. Pensó que no conocía nada de ese mundo salvajemente degradado. Se sintió, de pronto, cobarde, mezquino. Apagó el cigarro que se habían fumado a medias, pisoteándolo exageradamente; como poniendo un punto y aparte en la conversación. O como una forma de decirle algo a ella sin necesidad de hablarle.

No vale la pena que te agobie con mi vida. ¿Qué tal tú, artista?, le preguntó Oriana.

He colgado una de mis esculturas, en una plaza en las afueras de la ciudad, dijo Alonso Sánchez.

¿Colgado? ¿Dónde?, preguntó Oriana.

En la plaza de los cines Albatros, cerca de la salida norte de la ciudad, respondió Alonso Sánchez.

¿La has colgado en una pared?, dijo Oriana.

¿He dicho “colgado”? Me refería a que la he colocado en un lugar de la plaza. En realidad, como te dije, las esculturas que estoy haciendo ahora se clavan al suelo, como estacas.

¿Sólo has puesto una? Creí que habías hecho varias, dijo Oriana.

Sí, dijo Alonso Sánchez, pero tengo que pensarme bien dónde las pongo; he de calcular el efecto en el entorno, algo que me resulta muy difícil.

Ya, por eso has elegido un lugar en las afueras; para causar un impacto total.

Si vas a ser cínica, me largo. No sabes lo importante que son para mí esas cosas. Por las esculturas aguanto este curro de mierda; son todo lo que tengo.

En ese momento una furgoneta se detuvo junto al surtidor número dos de la gasolinera. Alonso Sánchez dijo: Me voy para dentro. Oriana se quedó, observando a los tipos que iban en el interior del vehículo. Alonso Sánchez ya no podía oírlo cuando ella dijo: Perdona el comentario.

2 comentarios:

  1. Un relato estupendo con algunas metáforas excelentes. Se siente el ambiente, el agujero negro atractor de la depravación, la angustia y la fealdad. Está muy bien, José

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