lunes, 14 de octubre de 2013




Voy descubriendo, a medida que envejezco, que todo lo que se supone que «me pasa» es lo que ya cuando era adolescente «me pasaba», pero multiplicado por un factor que aumenta en perpetua progresión aritmética.

Me sienta mal la gente. Al final, como al principio, es la puñetera gente la que me descoloca, descompensa, descompone, desbarata, desespera y sienta mal.

No soporto a nadie, o casi nadie; mi entorno circundante, con sus honrosas pero ay qué raras excepciones, me parece imbécil, gilipollas, pura filfa y sucedáneo, una pérdida atroz y surrealista de los minutos, las horas, los días, las semanas y los años de mi quién sabe si única existencia terrenal.

Nadie escucha. Nadie deja hablar. No hay quien meta una palabra ni de canto, ni aun cuando es capaz de reunir la energía necesaria para acometer la ardua y asquerosa tentativa, en esta dislocada babel del vacío lengüeteo. Es una permanente ofensiva de sofocación discursiva y gestual; un tragicómico zafarrancho de esperpéntica película de terror; un constante «aquí te pillo, aquí te mato» del más inane y vacuo blablablá.

Con regodeo. Con recochineo. Con paradójicamente puteadora sofisticación, que casi hace pensar en diabólicos procesos de adiestramiento previo: «Vas a aguantarme hasta la asfixia, hijo de puta, porque he venido aquí a largar mi rollo y no voy a soltarte hasta que me haya despachado».

4 comentarios:

  1. Sobran los adjetivos pero la argumentación es bastante certera. (Y sí, claro: un moderno con problemas existenciales, etc.)

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  2. "El infierno son los otros". J.P. Sartre

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  3. Para defenderme de estos ataques tengo la coraza de Aquiles forjada por Vulcano.
    El peligro soy yo: que se defienda cada cual como pueda. ¡Faltaría más!.

    Cariños.

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