El último Beckett fue el primero; o de los primeros. (Cuando se publican las obras completas de alguien uno no se explica cómo se las apañan los recopiladores; esto es, cómo saben que eso que publican es todo lo que hay, todo lo que hizo el autor; cómo saber que no hay algo oculto o semidestruido, una carta a un amigo que contenga un poema revelador, un dibujo regalado a un desconocido y perdido en cualquier parte, una seminovela semiolvidada, yo qué sé.) No me ha quedado claro si Samuel Beckett quiso o no publicar póstumamente Sueño con mujeres que ni fu ni fa. Hay reseñistas que han dicho recientemente que sí, que Beckett dejó la orden de publicarlo y que no quiso hacerlo en vida porque es un libro demasiado autobiográfico. Otros dicen recientemente que no, que el tipo no quiso publicarlo porque se trata de una especie de experimento juvenil al que no le daba especial importancia (y sin embargo, guardó en un cajón durante toda su vida). El libro se vende como la primera novela del genio; la primera cosa, rechazada por las editoriales inglesas e irlandesas de la época. No sabemos a qué atenernos. No obstante echando un vistazo al texto queda claro: ese libro no es estrictamente de Beckett; tal vez lo escribiera él, sin embargo no es suyo, no lo parece, no tiene el aspecto de sus textos posteriores y por los que se le conoce. En las muestras antológicas de pintores modernos suelen poner un par de cuadros de la llamada primera etapa, de pintor joven que aún no sabe por dónde tirar e imita sin prejuicios a sus referentes inmediatos. Tengo en casa un catálogo de Mark Rothko en el que las primeras reproducciones recuerdan descaradamente a Picasso o Miró. Por qué no destruyó Rothko esos primeros cuadros. Por qué destruirlos, sin embargo. Esas primeras obras son como las fotos de niño, en las que el rostro todavía no ha adquirido la expresión y los rasgos adultos, definitorios, que acompañan al individuo para mal o para bien durante el resto de la vida. Inocencia y mímesis. Eso hay en Sueño con mujeres que ni fu ni fa. No se concretan aún el silencio y la monocromía beckettianos. El texto aparece puntuado convencionalmente, seccionado en cortos párrafos y el tono, al leerlo, aun sin ser un lector experimentado, recuerda a Joyce, con aquellas humoradas de burgués ilustrado y aquellos jueguecitos graciosetes con el idioma (no obstante desconfiemos leyendo traducciones de autores como éstos, imposibles de traducir). No es Beckett aún; es un muy buen imitador de Joyce. Los grandes artistas se distinguen porque supieron discernir qué o a quién imitar y consiguieron, ya en un primer momento, estar a la altura.
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