Un artículo en algún diario online que todavía ofrece literatura gratuita advierte de la homogeneización de la crítica cultural. No hay independencia, no existe apenas el disenso. Al contrario, existe una mena de consenso mundial en torno a productos como Lux, de Rosalía, o Sirat, de Oliver Laxe.
Si la crítica ha perdido vigencia y sentido (crítico), el gusto de la gente viene determinado por el artilugio, la máquina, el algoritmo. ¿Cómo conformarse con ello? Al adolescente que tengo en casa le cuesta entender que haya habido otra cosa. El algoritmo le manda canciones y él las consume, sin más.
Buscaba yo las cosas de un músico antiguo, Jandek. Y tras la segunda tonadilla, el algoritmo me envía un resorte estruendoso del grupo musical The Residents. Qué tendrá que ver Jandek con The Residents. Quisiera ponerle cara al algoritmo para poder preguntarle qué asociación de ideas le ha llevado de uno a lo otro, por qué se le ha ocurrido esta recomendación. ¿Es por el anonimato de los músicos? ¿Han compartido una época, un ambiente musical? ¿Han coincidido en algún concierto?
Pero el algoritmo calla. Va a la suya. Impone un criterio que a veces es obvio, a veces misterioso. Como en una cárcel, uno no puede dejar de imaginar alguna maniobra para poder escapar.
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