Salvador Dalí se pasó el tiempo hablando de Velázquez. Por lo visto, la idea de su bigotillo le vino del pintor barroco, amén de, como dijo, los agudos adornos en las alas de algunas mariposas. Estrella de Diego dice que el ampurdanés, pese a su inicial adscripción a la vanguardia, siempre quiso emular a los maestros clásicos.
Sin embargo, esos signos que imitaban el aspecto de Velázquez, media melena y bigote respingón, en la imagen de Dalí funcionaron más como parodia que como homenaje.
Hace tiempo descubrí como epifanía que Picasso, en realidad, fue un dibujante humorístico; tan cercano a la caricatura infantil como a la pintura clásica. Parodia de una actividad que, como luego diría Miró (matar la pintura), había que derribar en sus presupuestos tradicionales. En el caso de Dalí la función paródica se expresa en el perfil creado de sí mismo.
Marcel Duchamp fue el epítome de la postmodernidad. Picasso lo fue, quizá, de la moderidad, en lo factual, es decir, en lo productivo. Dalí añade como antecedente, la creación de un perfil de artista para la sociedad de consumo; fue, quizá, el primer artista estrella. Tomó para ello la máscara del pintor barroco, clásico. Pero condujo esa imagen hasta el extremo contrario. Del severo realismo hasta la hipertrofia imaginativa; de la flema velazqueña hasta la histeria daliniana; de la discreta humanidad hasta un histriónico teatro de la crueldad.
Quizá este hecho me hizo odiar al dibujante catalán. Sin resaltar sus logros, fundamentalmente humorísticos.
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