martes, 23 de enero de 2018







Hablando con un vecino en un parque, mientras los niños destrozaban sus patinentes. El vecino me decía que nunca le dará su voto a un partido como Compromís porque no está de acuerdo con su política lingüística. En realidad el argumento no era tan elaborado: el vecino decía que la lengua que su hijo estudia en el colegio no es valenciano sino catalán. El vecino y yo hablábamos un valenciano de pueblo porque los dos somos de pueblo. De hecho, el vecino empezó a hablar conmigo en valenciano cuando averiguó que yo soy de pueblo. El valenciano nos proporcionaba una deliciosa intimidad, en una ambiente de capital en el que todo el mundo habla en castellano.

Entonces fue cuando el vecino se atrevió a confesarme sus prejuicios lingüísticos. Y a vomitarme todos esos argumentos que uno ha escuchado desde que se pretendió normalizar la lengua valenciana en las escuelas. Intenté explicarle que una cosa es la lengua coloquial y otra la norma lingüística. Pero empezaba a ponerme mala cara y desistí. Prefiero llevarme bien con mis vecinos. Al final le di la razón en el hecho de que yo nunca digo "ànec" para referirme a un pato, aún en valenciano suelo decir "pato" y no "ànec". Con eso le bastó: había ganado, su argumento era más fuerte y, por tanto, Compromís seguía sin merecer su voto.

Más tarde, en una comida con un conocido que milita en Podemos, volvió a salir el tema de los prejuicios en política. El podemita decía estar harto de los prejuicios entre correligionarios, incluso. Decía que esta clase de prejuicios está impidiendo, en efecto, que la izquierda en este país esté en condiciones de alcanzar un consenso más amplio y, por tanto, pueda conseguir la mayoría.

Me recordó un libro que estoy leyendo sobre el Doctor Atl, el famoso pintor revolucionario mexicano, y su obsesión por las grandes panorámicas. En esencia, el Doctor Atl era un romántico. Sin que su romanticismo le impidiera contribuir a la causa revolucionaria.


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