jueves, 23 de octubre de 2014




Yo me tomo un café. La textura del café me remite a la piel de la ballena, a sus órganos vitales y a lo pringoso de su grasa cuando uno cae atrapado en ella. La grasa es en efecto como barro pegajoso y maloliente. A menudo, cuando pasa un rato uno se da cuenta de que no hay nada que hacer, que ha de permanecer sí o sí en esta situación de manera indefinida, hasta que se cumpla la voluntad del animal. Se produce entonces una especie de relajamiento. Uno puede sentirse muy a gusto a pesar del horror de verse atrapado y ahogado en la grasa de la ballena. Uno extiende los brazos y acaricia a veces a los amigos cadáveres; que extienden sus extremidades buscando a su vez algo o a alguien. Regocijándonos todos en la propia grasa, tal vez alimentándonos de ella.

El café y la ballena son una misma cosa indisoluble. El café es como una puerta astral que permite ahogarse en la ballena, penetrarla; como por arte de magia. O como parte de un ritual desconocido y ancestral. (¿Habrá alguien en algún lugar del mundo practicando algún conjuro mágico que me afecte directamente a mí y me conduzca, por error, tal vez, al estómago del animal?)

Yo he pensado en mis dos hijos. En algún momento he pensado que imaginármelos sería como abrir otra puerta, de acceso a otra cosa. Una puerta de salida. Lo lamentable, como ya he mencionado varias veces, es que nada más entrar en el cuerpo de la ballena se produce una especie de efecto burbuja. Ya nada existe fuera de la ballena. Es decir, nada parece existir. Sino el propio aprisionamiento. Es decir, uno en esa situación ni siquiera se plantea que haya posibilidad de escapatoria. El encierro en el interior del cuerpo monstruoso tiene sentido en sí mismo. Ese monstruo da coherencia a las cosas. Cualquier forma de vida podría interpretarse precisamente por el hecho de verse en el interior de la ballena. Vivir la vida tiene sentido como modo de permanecer dentro; arropado por la grasa animal y circulando por los intestinos como si fuesen pasadizos secretos. Es decir, como si los intestinos de la ballena fuesen portadores de una verdad importante, algo propio y descifrable, verdadero. Algo descubrible en la piel, en la grasa y la carne.

Me he imaginado esta vez a mis hijos rubios, gorditos y sonrosados. En el interior de la ballena, como digo, soy incapaz de recordarlos según su aspecto auténtico. Por eso me veo obligado a imaginármelos. Cada vez yo imagino a mis hijos de una manera: a veces más pecosos; otras veces, con la piel muy lisa y blanca. O con los cabellos rizados. U otras veces lisos. Muy morenos o muy rubios. Da igual. Son ellos. Lo sé. De manera que siempre tengo esperanzas de atinar con el aspecto real de mis hijos. Al fin y al cabo, uno cree que existe alguna posibilidad, aunque sea remota, de que dentro del azar que supone imaginar de manera aleatoria sus rostros, sus ojitos, sus barbillas y sus cabecitas, esté percibiendo, aunque sea con la imaginación, sus verdaderos rostros. A veces pienso, inclusive, que debe haber alguna región del subconsciente que permanezca inalterada al introducirme en la ballena. Algo de mi memoria ha de quedar protegido y, tal vez, apelando a ese algo yo logre reproducir en el interior del animal monstruoso los verdaderos rostros de mis dos hijos. No puedo haberlos perdido completamente, ni siquiera en ese ambiente nefasto; ya que, y tal vez esto no lo he contado todavía, cuando yo salgo de la ballena los recupero de inmediato. Vuelvo a acordarme de ellos, vuelvo a comprender su realidad, como si nada.

Por ese motivo bebo el café con miedo. Y no sólo el café me tiene atemorizado. Cualquier otra cosa también. Cualquier acción, por inocua que parezca, puede catapultarme al interior de la ballena. Tal es el sentimiento de inseguridad que me produce casi cualquier cosa. Abrir una ventana, por ejemplo. O encender el ordenador. La pantalla oscura, palpitante, me absorbe en ocasiones de un modo hipnótico. Anula toda fuerza de voluntad. Y yo me dejo arrastrar hacia esa otra oscuridad. Del negro centelleante de la pantalla del ordenador, de ese negro frío, paso a la ceguera total de sentirme envuelto por la grasa animal de la ballena. Su oscuridad palpitante, cálida. Reconfortante a veces.

4 comentarios:

  1. La paranoia como forma de introspección (vale igualmente para la anterior entrada )

    Saludos, autista

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  2. Lo malo sea que a la paranoia le siga el querer salir.
    A mí nunca me saludas: no me quieres y yo sí te quiero a ti, chiquitín.

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  3. hola, Valeria... por qué es malo querer salir

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