lunes, 4 de agosto de 2014




Nada más llegar a casa cerró las ventanas. Fue un acto instintivo. No obstante esa vez se quedó un momento pensando por qué lo hacía. Le gustaba sentirse aislado, quizá. O protegido.

El mundo es hiriente, pensaba, mierda pura.

Su tedioso trabajo, la vigilancia de su jefe, la brutal soledad que le ha arrastrado toda su vida. Cada jornada lo sumía en un peligroso estado de excitación, con los nervios a flor de piel. No era cansancio físico lo que experimentaba, sino agotamiento psicológico, existencial.

Acababa el día siempre irritado y de muy mal humor, profundamente frustrado.

Tal vez por ello lo primero que hacía, al llegar a casa, era encerrarse.



Vivía en un segundo piso, con un comedor pequeño y desarreglado. El propietario se lo alquiló advirtiéndole de que lo quería intacto, pues todos los inquilinos anteriores lo habían mantenido así, en perfectas condiciones, tal y como lo decoró su mujer.

No obstante Alonso Sánchez utilizaba el comedor de la casa a modo de estudio, para realizar bocetos de sus proyectos artísticos (usaba enormes rollos de papel continuo, que desplegaba y extendía en las paredes, sujetándolos con grapas).

En ocasiones, hacía a la vez esculturas y dibujos.

En esa época se dedicaba, tal y como le contó a Oriana, a unas extrañas esculturas de madera tallada en forma de bastón, con una pequeña calavera en uno de los extremos. Todavía no se le había ocurrido un título para sus "bastones"; no obstante tenía claro que hacía ese trabajo para "la calle", para camuflarlo entre el inmobiliario urbano, para competir con el lustre publicitario de la ciudad.

Sus referentes eran artistas urbanos como Bleck le Rat y Banksy.

Los artistas de "la calle" eran sus referentes conceptuales; sin embargo, su concepción del arte le llevaba a preferir materiales y procesos tradicionales, como la talla de madera o el barro modelado.

Como artista, pretendía ser una mezcla de Alberto Giacometti y el arte urbano y conceptual.

Alonso Sánchez no se consideraba un tipo especialmente leído; nunca se había preocupado por armarse teóricamente en exceso. Más bien se consideraba un artista intuitivo, pasional, expresionista. Solía subrayar su ingenuidad, su ignorancia, como si fuese una clase de rebeldía.



Cuando llegaba a su casa, en silencio, aislado del mundo, dibujaba y tallaba, tallaba y dibujaba. No se dedicaba a otra cosa. Había hecho ya más de veinte de esos "bastones"; los guardaba apilados en un rincón y seguía tallando.

Había fotografiado algunos lugares en los que pensaba colocar sus esculturas.

Lugares insignificantes en los que lo más seguro es que pasaran desapercibidas; algún barrendero las desmontaría y las tiraría a la basura sin que nadie se diese cuenta. No le importaba.

Dibujaba minuciosamente esos lugares, a partir de las fotografías, y trataba de planificar sobre el dibujo la colocación idónea de cada uno de los bastones; calculando el impacto de las pequeñas calaveras de madera sobre los transeúntes.



Le llamó Pablo al móvil. Alonso Sánchez tenía siempre el teléfono en modo silencio. Sobre todo cuando estaba en casa, trabajando en sus esculturas. Pero esa tarde había dejado el pequeño aparato sobre una mesa y, al recibir la llamada, comenzó a vibrar, encendiéndose, y a desplazarse sigilosamente por el tablero.

Alonso Sánchez se acercó y comprobó que era su amigo Pablo quien llamaba.

Finalmente, descolgó el aparato:

Qué hay, Alonsito, qué haces.

Me entretengo un rato. Ya sabes, con las calaveras que te enseñé.

Pero si son todas iguales, macho. ¿No te aburres?

No seas cabrón. No insistas, que no quiero discutirlo. ¿Qué tal tú?

Oye, hay cena para esta noche en la bocatería de la calle Jesús. ¿Te vienes?

No lo sé, tío. A estas horas no estoy muy de humor. Podrías haber avisado antes.

Joder, macho, éstos me acaban de llamar ahora mismo. Hemos quedado con mucha gente... Viene Paula. Anda, vente.



Alonso Sánchez salía de vez en cuando con un grupo de artistas, el círculo de Pablo; todos ellos pintores de cuadros que se ganaban reputadamente la vida con su trabajo.

Pero su gran amigo era Pablo, al que Alonso Sánchez conocía desde los tiempos, ya remotos, de estudiante universitario. Pablo sabía interpretar el mal carácter y los desaires constantes de Alonso Sánchez. Le dejaba en paz con notable habilidad. El resto de colegas se lo reprochaba.

Alonso Sánchez en efecto tenía fama de arisco; tal vez por ello nadie, excepto Pablo, solía llamarle para salir.



A menudo Alonso Sánchez salía a emborracharse solo, cuando se sentía ofuscado en exceso a causa del aislamiento que se autoimponía y no le salían las cosas. Entonces sentía la necesidad imperiosa de destruir su trabajo y hacerlo desaparecer (fragmentadamente, para que nadie lo pudiera reconstruir) en diversos contenedores de basura.

Bebía y cuando se encontraba con alguno de sus amigos ya estaba demasiado borracho para mostrarse amistoso. En ese caso solía ser agresivo, sarcástico, cruel e insultante. Borracho se trasformaba en alguien odioso. Sus colegas, a excepción de Pablo, cuando lo veían llegar en mal estado solían eludirlo.



Alonso Sánchez llegó tarde a la cena.

Pablo le había reservado un sitio a su lado. Alonso Sánchez se sentó, saludando al personal con un gesto leve de la mano.

Era una mesa grande, circular, con unos quince o veinte comensales.

Alonso Sánchez no conocía a todo el mundo. Tenía a Pablo a su izquierda, lo que significaba una garantía de que no se sentiría demasiado incómodo. No obstante, a su derecha se había sentado un tipo extrañísimo. Larga melena rizada y barba, con un exótico hilo rojo que le recorría la frente sujetándole el flequillo.

Aquel tipo parecía una especie de místico de los años sesenta.

Alonso Sánchez se quedó mirándolo un instante y el tipo le saludó diciendo:

Hola, soy Cuajado, ¿y tú?

Me llamo Alonso.

¿Eres pintor, Alonso?, preguntó el místico.

Más o menos, respondió Alonso.

Alonso Sánchez no pretendía iniciar una conversación sobre arte con aquel tipo; así que se hizo el despistado y, corriendo el riesgo de quedar como un maleducado, se giró hacia Pablo.

¿Quién es el tipo éste?, le preguntó a su amigo.

No lo sé, contestó Pablo. Creo que es un amigo de Olga.

(Olga era la galerista de Pablo. Una cincuentona borracha que tenía la extraña teoría de que las artes plásticas estaban íntimamente relacionadas con la magia y la parapsicología.)

Olga había convencido a Pablo de la conveniencia de adoptar un sobrenombre que adornase su obra artística. Pablo, socarrón, había elegido Devendra, el nombre de un conocido cantante folk que Olga no conocía. A Olga el nombre artístico de Pablo le parecía estupendo y muy original. De manera que siempre que Olga tenía que presentarle a un posible comprador parecía regodearse. Ella siempre decía que el pintor no es más original que su nombre.

Pablo Devendra, una estrella en ciernes.

Pablo nunca había querido revelarle a su galerista el origen de su nombre artístico. No obstante, cuando él y Alonso Sánchez lo hablaban, les divertía que Olga lo ignorase. Para ellos era irónico firmar con ese ridículo nombre.

Les parecía que, a pesar del éxito, Pablo no se acababa de tomar en serio.



Cuajado resultó ser el vidente de Olga. El tipo que solía leerle el futuro. Decía tener poderes paranormales.

A medida que Alonso Sánchez se iba emborrachando le entraban ganas de burlarse de los poderes del vidente.

Intentó encontrar un aliado en Pablo. Pero Pablo, a pesar de ser un escéptico, extrañamente, respetaba mucho esos temas y, sobre todo, se veía obligado a respetar, al menos públicamente, cualquiera de las opiniones de Olga, su galerista, por absurda que fuera.



A la derecha de Cuajado se había sentado Paula. Alonso Sánchez conoció a Paula anteriormente, en otra de las cenas organizadas por el artista Pablo Devendra y su rutilante galerista.

A Alonso Sánchez le gustó Paula desde el principio. Parecía una tía sensata que andaba tan perdida como él, en aquel ambiente de quiromantes y pintores.

Paula era profesora en un instituto de secundaria.



Alonso Sánchez y Paula se pusieron a hablar con total naturalidad, sin tener en cuenta la presencia de Cuajado. Paula le contó a Alonso Sánchez que estaba ese año dando clases a un grupo muy difícil de alumnos. De "diversificación", dijo. Lo que más le costaba, prosiguió, era motivar a esos alumnos totalmente desmotivados y encontrar ella misma una motivación para seguir, día a día, con el trabajo docente.

Cuajado adoptó, de pronto, una postura hierática, impasible, mirando fijamente un punto al frente, como si estuviera ido.

Entonces Paula quiso introducir a Cuajado en la conversación, preguntándole por sus adivinaciones.

Cuajado soltó una retahíla de cosas increíbles que había adivinado, premoniciones que le venían a la mente de súbito e, inclusive, alguna curación milagrosa.

Olga, desde el otro extremo de la mesa, aseveró que Cuajado era un genio, un ser dotado de poderes extraordinarios.

Cuajado pareció estirarse sobre su asiento, alargó el cuello como una jirafa y volvió a adoptar aquella pose mística de antes, como si no fuera con él la cosa.

Alonso Sánchez dijo entonces que él no creía en todas esas gilipolleces.

Se produjo en ese momento una discusión en aquel variopinto grupo de comensales, sobre la conveniencia de creer o no creer en lo paranormal, sobre si la experiencia sensible es suficiente para colmar nuestras vidas o el ser humano necesita más, sobre si las ciencias tienen un límite y las paraciencias son superpoderosas.

Paula callaba extrañamente; Alonso Sánchez la miraba de reojo, mientras articulaba un discurso hiperbólico sobre la imposibilidad de la parapsicología y la idiotez de la videncia.

Olga se puso tan borracha que se meo encima.

Vamos a ver, dijo Alonso Sánchez dirigiéndose a Cuajado, todo lo alto y claro que pudo para que los allí presentes se enterasen, ¿cómo es que no has sido capaz de predecir que algo así iba a suceder?, refiriéndose por supuesto a la meada de Olga.



Al salir del restaurante todos se agruparon, para concertar el lugar donde irían a tomar la primera copa. Paula y Alonso Sánchez permanecían juntos, como amparándose.

Más tarde, ellos dos se perdieron por las calles de la ciudad. Nunca llegaron al lugar concertado con el resto del grupo.

Deseaban estar solos.

Alonso Sánchez comenzó la romántica andadura exhibiendo malditismo y desencanto, como si fueran armas de seducción. Retomaron en privado lo discutido durante la cena en torno a las paraciencias.

La ciencia siempre me ha decepcionado, dijo Alonso Sánchez, pero la solución no es la parapsicología; me parece ridícula en todas sus acepciones.

Paula sonreía y callaba.

La noche era fresca y suave. Se adentraron en las calles al azar, caminando sin rumbo y al ritmo pausado que sugería la conversación.

Alonso Sánchez siguió un rato largo con su perorata. Dijo que siempre le había interesado lo irracional, el surrealismo, el mundo de la imaginación; pero con una mínima calidad.

El esoterismo es una fantasía de calidad ínfima, dijo Alonso Sánchez.

De pronto, Paula intervino: Pero a veces se producen coincidencias increíbles.

En ocasiones, dijo Paula, parece existir una puerta que comunica el mundo material con el espiritual.

A Alonso Sánchez, Paula, hasta ese momento, le había parecido perfecta. Alonso Sánchez se imaginaba saliendo con ella toda la vida. Era discreta y tenía un aire dulce. Su rostro expresaba inteligencia, profundidad.

Evolucionaron en la conversación y en la noche.

Entraron en algunos bares. Tomaron copas. No echaron de menos al resto del grupo. Se estaban montando una fiesta alternativa, privada, íntima.

Hablaron de libros malditos, raros. Paula estaba leyendo Stone Junction, de Jim Dodge. A ella le entusiasmaba este escritor.

Alonso Sánchez no lo conocía.

El libro habla de magia y de la consecución de la piedra filosofal, dijo Paula.

Alonso Sánchez sonrió, perplejo.

Pasaron por el bar donde habían quedado, ya hace rato, con el grupo de la cena. No quisieron entrar. Continuaron hacia otro sitio.

A Alonso Sánchez le interesaba la poesía; sobre todo los simbolistas franceses clásicos, Baudelaire y Rimbaud, y los surrealistas, Breton, Elouard, Jabes. No tenía tiempo de leer otra cosa.

Alonso Sánchez dijo que no entendía que le gente perdiese el tiempo leyendo cosas actuales, cuando la literatura tradicional es tan rica y de tanta calidad.

Y dale con la puta "calidad", dijo Paula.

A ella, en cambio, le gustaba dejarse guiar por las modas, sin prejuicios esnobs; leyó una reseña sobre Jim Dodge en una revista de tendencias y desde entonces es una fan incondicional.

A Olga también le gusta Jim Dodge, dijo Paula.

¿Y tú qué tienes que ver con Olga?, le preguntó Alonso Sánchez, cada vez más contrariado.

Somos amigas, dijo Paula, nos conocemos desde hace ya años.

¿Cómo puedes ser amiga de esa pirada?, dijo un prejuicioso Alonso Sánchez, casi enfadado.

Empecé a salir con ella cuando me separé de mi ex, dijo Paula. No creo que sea mucho mejor tu amigo Devendra, añadió ella.

Claro, dijo Alonso Sánchez, soy un idiota.

(Paula es genial, el contrapunto perfecto para mí, pensó Alonso Sánchez, intentando convencerse de algo, aunque no sabía muy bien de qué.)

Se bebieron una luna líquida al compás de la noche. Se besaron. Hablaron de sus ex, del amor y el sexo, el tedio, la convivencia, sus trabajos.

Bebieron más alcohol.

Entonces ella contó que Cuajado le había dicho que saldría con un artista, un escultor.

¿Cómo?, saltó Alonso Sánchez. ¿Qué Cuajado te ha dicho qué?

Mi próximo novio será un escultor, como tú; es buenísimo el hijoputa, dijo Paula. Sin darse cuenta de que Alonso Sánchez cambiaba de expresión.

De pronto, un abismo insalvable se había abierto entre ellos dos.

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