jueves, 10 de enero de 2013




Proust se funde con lo cotidiano. Es igual de aburrido que la puta vida cotidiana. Proust es, curiosamente, rutinario y epifánico a la vez. Te mata y te da vida. Te indica que todo carece de importancia y, al mismo tiempo, te permite exaltar tranquilamente esa nadería que es estar vivo; moverse por las mañanas, atravesar como buenamente se puede las tardes, emborracharse al mediodía y tratar de dormir por las noches. Con unos y con otros. Da igual. Eso es Proust. El vacío. El vacío sin trascendencia, antiexistencialista. Al fin y al cabo, el nihilismo, el existencialismo, son una clase de histeria. Proust los supera. Se inflama de banalidad. Y, de vez en cuando, te da a entender que lo ha comprendido todo, que serenamente lo ha comprendido todo.

Por todo ello, Proust es, más que cualquier otra cosa, una lectura que acompaña. Una tarde cualquiera. Invierno o verano. O primavera. Una quietud borrosa en las arboledas. Cierto silencio en las calles; como en las vísperas de los grandes acontecimientos. No obstante, de grandes nada. Parece que se anuncia algo. Pero solamente lo parece. Javier Morant se cruza en plena calle con un viejo conocido; un pintor. Es un pintor fracasado o semifracasado. Vecino suyo. Hace poco lo entrevistaron en uno de esos programas culturales que de vez en cuando emiten las televisiones autonómicas. El tipo decía que hay que seguir pintando. Lo dijo así como asumiendo su fracaso. A pesar de todo, hay que seguir. Dejarlo sería, en cierto modo, multiplicar el fracaso.

Y ahora, después de meses sin verle (Javier Morant llegó a pensar que el pintor había muerto o se había suicidado), se vuelven a cruzar por la calle. El pintor parece alegrarse de verle; no obstante, apenas le dispensa un saludo indolente, desganado, melancólico. Si se hubiese parado a hablar con él (si el pintor se hubiese dignado), tal vez Javier Morant le hubiese preguntado: ¿Qué tal le va la vida?, o algo por el estilo. Javier Morant lo recuerda un poco más joven, siempre acompañado de una rubia muy sexy, tal vez extranjera. Una rubia que probablemente sería su mujer o su novia. A saber. ¿Dónde estará ella ahora? Javier Morant no recuerda el nombre del pintor. Algunos vecinos solían referirse a él como el Gato. Decían que ése era el apodo de juventud del pintor. Silvia Serrat, en cambio, lo bautizó de otra manera. Con esa malicia que la caracteriza Silvia Serrat se refería al viejo pintor como el Capitán Pollotriste. Javier Morant nunca le preguntó por qué. De manera que, al llegar a casa, Javier Morant le dijo a Silvia Serrat: Me he cruzado con el Capitán Pollotriste. ¿Ah, sí?, dijo ella, mostrando una total indiferencia. ¿Y cómo está? Parece derrotado, como siempre. Pero mucho más viejo.

Cualquier día nos enteraremos de que ha muerto, dijo Silvia Serrat. ¿Y qué?, dijo Javier Morant. ¿Cómo que "y qué"?, dijo ella. Nada, dijo Javier Morant.

2 comentarios:

  1. ...que serenamente y SENSATAMENTE lo ha comprendido todo. La sutil importancia de un hombre cuyo gran enseñanza estriba en no concederle a casi nada demasiada importancia.

    Un abrazo, Javier.

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