viernes, 4 de enero de 2013




Leer es poner una pantalla entre uno y los acontecimientos. Poner distancia, como se suele decir. Escribir es rubricar esa pantalla, afianzarla. Animado por Ebbinghaus, Javier Morant ha intentado escribir. Luego, ha eliminado todo lo escrito. Decenas de comienzos. Mi nombre es Javier Morant y vivo en una ciudad desierta... (¿Desea eliminar este documento? Aceptar.) Una mañana, una muchacha entró en el cuarto de baño y se encontró el cadaver de una amiga de la infancia... ¿Qué gilipolleces digo? ¿Para qué montar un numerito como éste? (¿Desea eliminar este documento? Aceptar.) El niño se bebía su baso de leche matutino, entonces el padre, enternecido, acariciaba su carita con fruición... ¿Qué significa eso de "acariciar con fruición"? Yo nunca he hecho eso, piensa Javier Morant. Lo que escriba no puede estar tan alejado de mi vida; no me sirve. No puede servirme un enmascaramiento demasiado complicado, piensa. Vuelve a intentarlo: En la tele, los anuncios dan la medida del deseo presente y futuro; la mujer se acerca al hombre y se acarician con fruición... Y dale con la puta "fruición". (¿Desea eliminar este documento? Aceptar, aceptar y aceptar.) A la mierda con todo. Le basta con la pantalla que supone la lectura. La lectura es honesta. La escritura es mentirosa. La escritura es siempre un intento de autoafianzarse a costa de deformar la realidad, al prójimo y deformarse a uno mismo. Construir un embuste y creérselo, a ver si cuela en un (posible) lector. No es para él (al fin y al cabo, un observador distanciado de la realidad; alguien que nunca ha querido intervenir en ella y, mucho menos, deformarla). Cuando lee, en efecto, Javier Morant juega a desenmascarar al escritor, descifrar sus imposturas. Javier Morant desmenuza el barroquismo de un verso, o de una prosa, jugando a descubrir al autor. (El autor, casi siempre, juega a vestirse con la escritura. Hay autores que, sin embargo, se desnudan. Cuando Javier Morant no es capaz de desvestir a un autor que, en efecto, se ha desnudado, se produce en él una especie de revelación. Una clase de epifanía. Como cuando un astrólogo descubre una nueva estrella.) Sucede muy pocas veces. Lo normal es que la lectura sea una actividad monótona, aburrida, exploratoria pero no febril, en la que nada se manifiesta sino la voluntad del autor de enmascararse, autoadornarse y cubrirse de retórica tediosa y desesperante: La mañana era angosta y nuestro héroe acariciaba con fruición el lomito de su perro... (¿Desea eliminar este documento? Aceptar.)

En la lectura de Proust, uno siempre espera encontrarse con la clase de epifanías anteriormente mencionadas. No siempre sucede. Proust requiere paciencia. Decenas y más decenas de páginas en las que el lenguaje es solamente una floritura. Un adorno alrededor de la contaminada mirada del autor. Un deambular sin rumbo aparente. Hasta que sucede. Entonces, todo cobra sentido. La espera ha merecido la pena. Y, como un drogadicto, Javier Morant sigue leyendo hasta la madrugada en busca de una nueva revelación; otra idea u otra frase, algo que despeje sus dudas y ponga en orden su vida, con todos sus elementos dispares: Silvia Serrat y Domingo, la autoescuela, Ebbinghaus, Marta, su puta madre. ¿Por qué todo ha de tener un equilibrio tan difícil?

A veces, Javier Morant se siente al borde de la locura; por eso busca desesperadamente la claridad en sus lecturas. Sus lecturas son como un rezo. Repetirse mentalmente las verdades de otro, para ver si iluminan algo. Leer se parece a mirar sin ser visto.

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