miércoles, 28 de diciembre de 2011


A S. le han regalado un libro de Ramón Palomar y ella me lo ha regalado a mí; por no tirarlo, supongo, a la basura.

Ramón Palomar es el Boris Izaguirre de la Comunidad Valenciana. Uno de esos personajes mediáticos que valen un poco para todo y se mueven con notable habilidad colaborando en radios, periódicos y televisiones; y, además, escriben. A Izaguirre le publica una gran editorial de tirada internacional; a Palomar, no obstante, una editorial pequeña, valenciana y arruinada.

Son personajes que caen bien; manejan como nadie la ironía; quedan fenomenal en cualquier lado, esto es, saben estar, sonreír, intervenir, meter baza sin hacer daño a nadie; su inocuidad es lo que les permite sobrevivir, los mantiene a flote, los hace simpáticos.

El lenguaje (hablado) es su soporte; y la escritura una parte, una parcela, un territorio, uno más, en que ponerlo de manifiesto. Escriben como hablan; son lo que son, sin grandes aspiraciones, sin necesidad de lastrarse con engorrosas cargas de profundidad. Mantenerse a flote exige saber estar en el mercado de la apariencia; con un puntito de calidad y cierto aire intelectualoide.

El libro de Palomar son sus artículos periodísticos, su columna semanal en un periódico rancio valenciano; fatalmente editados por la editorial arruinada. Algunos son muy buenos, a mi modo de ver. Apuntes cotidianos del personaje-Palomar, escritos con elegancia e ironía, con ese aire de pijo-macarra que se gasta. Con esa mirada un poco desencantada que se le adivina en las fotos:

Cosa extraña en mí, egoísta recalcitrante, ando atento y sensible ante los escasos rastros de dignidad emergiendo a mi vera porque en estos tiempos indignos donde triunfa el fulgor de la hipocresía más devastadora uno se agarra a lo que puede. Eso, por una parte; y luego por otra, pues hombre, que la lluvia y el frío siempre ayudan a componer ciertos estados de ánimo, para que nos vamos a engañar...

Atravesaba bajo la luz grasienta de las farolas una solitaria avenida. Sorteaba los charcos sin ninguna gracia mientras añoraba mi gabardina. Entonces, cuando procuraba que no se me mojase el clandestino pitillo que me acompañaba, descubrí a un tipo apalancado en un cajero automático como si este fuese el nuevo refugio o la nueva caverna del hombre moderno. Pensé que, en cierto modo, era como regresar a la cueva, sólo que ahora nuestra covacha se regía gracias a la electricidad y a los chismes aparatosos que nos distraen del cielo estrellado. Observé que ese hombre mostraba intacta su pulcritud. Su mochila de fortuna conservaba un orden admirable, firme. Su manta perfectamente plegada parecía decirme que ese era el estado de su cabeza pese a la desgracia de vivir sin techo. Una radio a su lado con la antena inclinada susurraba su información vivaracha. Nuestras miradas se cruzaron durante una milésima de segundo. Aparté la vista rápido porque no quería que interpretase mal mi radiografía: ni pretendía molestar su intimidad ni censurar su desventura ni apiadarme en plan caridad barata. Pero durante esa milésima de segundo percibí la enorme dignidad que manaba de ese hombre despojado de toda la morralla que nos rodea. Me impresionó. La indestructible dignidad que destilaba aquella actitud y esos ojos quizá es lo único que nos queda cuando nos han robado todo lo demás.

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