miércoles, 7 de diciembre de 2011
El grupo musical Wilco ocupa un puesto similar al del escritor Jonathan Franzen. Clasicismo trufado de modernidad asumida, o algo por el estilo. Son como yernos ideales. Cultos, elegantes y con criterio, ocupando estratégicamente una posición central, equidistante de los excesos. Es decir, lo más cerca posible de todas las posiciones extremas, en permanente equilibrio, igual que la melenita imposible de Jeff Tweedy, lider del grupo musical popular Wilco. La perfección postmoderna es equidistante respecto de posiciones contradictorias. No es narrativa y no es ensayo. Dista lo mismo de la poesía que de la lista de la compra. Es pop y noise al mismo tiempo. Se sitúa a medio camino entre la electrónica de corte casero y la pastoral del folk. En el justo medio que separa el espectáculo y la integridad; o entre el compromiso y lo comercial. Te vendes y te salvaguardas. Tienes una intimidad a flor de piel a la par que una máscara. Todo es cuestión de posicionamiento. De querer ocupar ese centro estratégico y asumir el simbolismo de la postura equidistante. Dominar todas las facetas del juego sin destacar esencialmente en ninguna. Como sucede con el fútbol de Pep Guardiola o el tenis de Roger Federer, yernos ideales también.
Si algo hay que reprocharles a Wilco, tanto como a Jonathan Franzen, consecuencia de su centralismo exacerbado, es no mear nunca fuera del tiesto. Ellos son los mejores en el compedio de todas las cosas, sin tener una tara concreta a destacar. Porque las posiciones excéntricas suponen una tara o varias; es decir, carencias, desigualdades, asimetrías y disfraces. El turbante de David Foster Wallace es la marca de su postura excéntrica; la punta del hiperbólico iceberg, como el pareo del pintor Julian Schnabel. Jonathan Franzen, al contrario, exhibe carygrantismo; elegancia supina y gafitas reglamentarias, modernas y asumidas. Jeff Tweedy probó hacerse el tarado con sus legendarios dolores de cabeza; dolores blandos, de yerno doliente, pero igualmente ideal, un poco ingenuos y potentemente respetables. No funcionaron; ahora dice que ya no le duele el cabolo, se le ha curado, sus dolores no eran tan crónicos al fin y al cabo. Ya nada nos dicen las taras del alcoholismo y la drogadicción. Demasiado asumidas en los artistas. No hay ya taras que simbolicen nada; todas ocupan posturas tópicas, manidas. El infierno que proporciona una tara actual ya no sirve sino como parodia de un infierno anterior, uno cualquiera; es decir, como impostura.
La perfección postmoderna es no obstante un poco incómoda. Como cualquier otro asunto de hoy mismo esa perfección padece un cierto desprestigio. Es cuestionada por todas partes. Hay una incoherencia, como digo, en ese distanciarse de manera equidistante de todos los excesos posibles. Ese juego de fondo, casi perfecto, de Roger Federer, que no sirve sino para esperar el ataque en el momento justo, sin cometer locuras, sin precipitarse. El globo defensivo al igual que la volea baja; todo perfectamente calibrado. El solo de guitarra cuando ya la melodía comienza a agotarse. En ocasiones esa perfección equidistante no puede cuajarlo todo; entonces se recurre a la fragmentación, un trozo así y otro asá; un pedazo documental y otro ficción. La elegancia postmoderna del fragmento.
La amistad entre Jonathan Franzen y David Foster Wallace es sintomática; de su competitividad y de la vigilancia estratégica de sus posturas vitales y artísticas. Es, en cierto sentido, una amistad compensatoria. Los buenos amigos, como los hermanos, nunca se estorban; ocupan de manera natural posturas diferenciadas y se acostumbran a crecer en ese atrincheramiento. Franzen, en un momento dado, se afianza en su tendencia al centro, en la mesura de sus propuestas; mientras Foster Wallace emprende una fuga hiperbólica y excéntrica, simbolizada por su curioso turbante. La amistad de estos dos se parece a una hipotética amistad entre los cineastas John Ford y Orson Welles, por ejemplo; aquellos gloriosos directores de películas tendrían mucho que decirse, sin duda, aunque no creo que fuesen amigos. No siempre funciona la amistad entre alguien de tendencias austeras y alguien que tiende a la desmesura. Los pintores Diego Velázquez y Pablo Rubens convivieron en la corte de Felipe IV, sin necesidad de hacerse amigos.
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