jueves, 26 de mayo de 2016




No tengo perro. Nunca he tenido perro. No sabría tener perro. Ni siquiera sé qué significa tener un perro, ser dueño de algo así. Pero si tengo que elegir entre perros y gatos me quedo con los perros. No todos, claro. Prefiero a los gatos si los perros son de esos musculados y fieros, que tienen que viajar por las calles atados y bien atados, porque si no son un peligro público. Tampoco me gustan los perros lanudos, repeinados, llenos de florituras. Los gatos son mucho más homogéneos, más iguales entre ellos. Con los perros y su increíble variedad uno anda un poco desorientado. Al mismo tiempo, la variedad explica el enorme éxito de los perros. Pues los amos de perros al parecer pretenden que los animales se parezcan a ellos, sean musculados y fieros como ellos, repeinados y llenos de florituras como ellos. Los gatos no se adaptan tanto al gusto de sus amos. Es el amo, por tanto, el que tiene que querer ser gato e imitar sus modos felinos. El animal no va a hacer ningún esfuerzo en sentido contrario.

A mí me gustan los perros normales, si es que se puede decir así. Los perros sin ninguna particularidad. Sin raza.

El perro es el animal perdido por autonomasia. Los otros animales parecen muy seguros de su categoría animal. El perro ha perdido esa seguridad animal. Se sabe en un territorio híbrido, lejos de su origen animal y, por tanto, absolutamente supeditado a la voluntad de su amo. El perro nos conmueve con su mirada extraviada; en la que se trasluce una clase de consciencia de la pérdida del origen natural.

Hombre y perro comparten el mismo destino; la misma clase de extravío. A algunos hombres les gusta sentirse perros. Para ellos, el perro representa su sagrada fragilidad. Sentirse perro es una manera de estar en el mundo. Como sentirse irremediablemente solo y, sin embargo, buscar en todo momento la compañía del otro.

Por un lado está Juan Perro, el artista antes conocido como Santiago Auserón. Por otro, el escritor logroñés Juan Martínez de Mingo y su magnífica novela titulada El perro de Dostoievski. No va de perros; pero casi.


1 comentario:

  1. A mí también me gustan los perros 'normales', como la mía, una podenca muy bastarda o mezclada. El antropomorfismo, es decir, el atribuir a los animales intenciones y propósitos humanos, es una forma de presuntuosa ignorancia (la contraria en cambio es sensatísima: atribuir a los humanos comportamientos animales, pues es lo que somos, aunque no sólo). Los gatos no son ni egoístas ni altivos, ni los perros indignos lamedores de la mano que les golpea o leales maravillosos. Son perros y gatos que, como mamíferos, animales neurológicamente superiores, han sido capaces de aprender a vivir con nosotros, y a eso lo llamamos domesticación. Quién busque un compañero para múltiples actividades, que no un esclavo, tenderá a tener un perro, pero quién busque compartir piso que se haga con un gato. Ambos hacen mucha compañía, aunque de manera muy distinta. Perro o gato dicen más de lo que es su dueño que lo que su dueño suele poder decir sensatamente de ellos. A mí me gustan los dos, a su modo ambos me parecen admirables, y sobre todo me gustan que sean tan distintos. Y encima cazan ratones o defienden la casa. Nosotros les proporcionamos comida y alojamiento y pretendemos que sean lo que no son. Por cierto, odio el término 'mascota', que parece equipararlos con un geranio.


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