domingo, 14 de febrero de 2016




James Salter es un escritor norteamericano. A pesar de leerlos traducidos al castellano (tal vez a causa de ello), a los escritores norteamericanos se les nota un algo. Una norteamericanidad o lo que sea.

Yo creo que hay dos grandes escuelas norteamericanas. Dos grandes ramas; en un sentido tradicional. Por un lado, Hemingway y su estilo periodístico, taquigráfico y tosco. Por otro, Faulkner y la frase enrevesada, opaca. Ambas escuelas tienen un mismo aroma; el mismo tufo norteamericano.

Salter es un escritor muy posterior a Hemingway y Faulkner. Es unas tres décadas más joven que aquellos. Sin embargo, curiosamente, escribe como si perteneciese a aquella generación. Es como una versión rezagada de la Generación Perdida; lejos de las veleidades modernas de los escritores de su propia generación. Salter es, en ese sentido, un escritor cercano a John Cheever o Richard Yates. Es decir, un escritor de formas clásicas; más preocupado por ahondar en la carcoma de las relaciones sociales y sentimentales que en alardear de cualquier clase de novedades estilísticas.

A mí Salter me parece excelente. Me gusta mucho su Juego y distracción.

Hay en esa novela un elemento curioso. Una pequeña desviación del punto de vista. El narrador en todo momento está contando cosas que no debería saber; acerca de la intimidad de una pareja de personajes que aparentemente son sólo amigos suyos (él, norteamericano, ella, francesa). En ningún momento se evidencia que ninguno de los dos cuente o haya contado al narrador nada que tenga que ver con su intimidad. Esto resta, como es evidente, verosimilitud al relato.

La novela es, en efecto, el relato de un idilio. Podría haber sido resuelto mediante el punto de vista del narrador omnisciente. Sin embargo, Salter prefiere integrar a su narrador (un norteamericano en una zona rural francesa) dentro del relato. Como una especie de personaje secundario; una clase de observador. Alguien que nos cuenta el idilio desde fuera.

El recurso del narrador omnisciente hubiese convertido la novela en un relato amoroso, romántico, con una cierta carga sexual; pero demasiado convencional. Esta pequeña desviación del punto de vista introduce una disonancia, un elemento inexplicable (que nunca se resuelve a lo largo de la novela) y que hace la novela más interesante, a mi modo de ver. El narrador dice, en un momento dado, que está inventándoselo todo.

La carga sexual resulta insignificante, comparada con la que exhiben otros escritores contemporáneos. Como Henry Miller, por ejemplo.

Siempre me acuerdo de un pasaje del Quadern gris, de Josep Pla, en el que se produce una desviación del punto de vista similar. En una entrada del diario, Pla, que nunca enmascara su punto de vista (a pesar de que nunca entra en intimidades suyas), narra el encuentro sexual de una pareja que practica el coito en una pequeña embarcación de madera en el mar. Supuestamente, el escritor, Pla, lo ha estado viendo todo desde la playa. Al leerlo, uno no puede dejar de pensar que el encuentro de la pareja ha sido contado con tanto detalle que es imposible que el narrador, Pla, no haya estado allí, dentro de aquella barca de madera. Siempre he pensado que el pudoroso escritor catalán sintió la necesidad de contar aquel coito glorioso y no supo hacerlo de otra manera, como si le hubiese ocurrido a otra persona.

En mi opinión, toda la novela de James Salter, Juego y distracción, está estructurada de la misma manera.

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