miércoles, 29 de abril de 2015

7

Al día siguiente, por los pasillos del Congreso de los Diputados, Alberto Garzón parecía esconderse de la gente. Andaba cabizbajo, con aire abatido.

Para él era uno de esos días fatídicos. Últimamente, tenía pocos. Había aprendido a prevenirlos. Se iba conociendo ya, con los años. Por lo tanto, sabía reaccionar, disimular de la mejor manera posible esta tendencia suya al desánimo.

Una vez, no hace mucho, hizo un examen de conciencia profundo. Un hombre de izquierdas no puede dejarse deprimir. No sirve de nada. Andar lamentándose de uno mismo significa hacer demasiado caso a las cosas del ego. La individualidad es una insignificancia. Lo que importa es sumar, para una buena causa, saber situarse dentro del colectivo adecuado. Lo único que se le exige al individuo es elegir. A o B, blanco o negro. No hay lugar para el gris.

Pero, qué pasa cuando todo falla. Cuando todo parece desplomarse frente a uno. La percepción, de pronto, un día cualquiera, no es clara. Las ideas flotan en su cabeza, inconexas, sin su habitual coherencia, la que es capaz de darle él, Alberto Garzón, persona, ser humano, ente individual.

Su psiquiatra dice que la culpa es de la química del cerebro. En ocasiones se ve alterada, por cualquier causa (la alimentación, tal vez; o a causa de los ritmos vitales, simplemente), de modo que todo en la cabeza parece desdibujarse.

Se conoce. Sabe que en esas circunstancias debe intervenir poco, pasar desaprecibido. No obstante, cómo hacerlo si en los últimos tiempos la gente del partido se empeña en catapultarlo a primera línea. ¿No se dan cuenta de que apenas tiene treinta años?

El edificio del Congreso de los Diputados puede convertirse en un laberinto angustioso, en esas circunstancias. Escaleras, pasillos, puertas cerradas, puertas abiertas, gente reunida, conspirando, enredando, urdiendo planes para manipular las cosas, para manejar la opinión de la gente en su favor. ¿Cómo sobrevivir a todo ese juego de ficciones? ¿Por qué formar parte de ello? En realidad, cuanto más se adentra uno y acepta el juego, sus reglas, sus códigos, más se aleja del sentimiento original, de lo que le llevó a elegir la política. La necesidad imperiosa de que las cosas cambien parece diluirse cuando uno debe dedicarse a interpretar los gestos para tratar de averiguar lo que de verdad pretende la gente. Uno encuentra en el camino demasiadas trampas. Esquivarlas puede llegar a convertirse en un fin en sí mismo. Las cosas podrían llegar a ser muy sencillas. Pero no, nadie está dispuesto a que así sean.

¿A qué viene esa sonrisita de Fátima Báñez? ¿Por qué se hace la simpática, precisamente con él, la puta ministra de Trabajo? No recuerda haber cruzado con ella ni media palabra.

Ha olvidado tomarse el citalopram. No sabe qué hacer. ¿Volver a casa? No puede. Debe reunirse con Libertad Martínez y José Luis Centella. A ver qué quieren que haga ahora. Desnudarse en público, pasearse por la Gran Vía enseñando las pelotas. Cualquier cosa con tal de llamar la atención. Necesita un par de cafés.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.