martes, 7 de enero de 2014




El fuego, oyes, se empieza a apagar.
En los ángulos las sombras se agitan.
Y ya no hay modo de poderlas señalar,
de gritarles que se queden quietas.
Cierran filas, se han puesto a formar.
No, esta hueste no atiende a las palabras.
Silenciosa avanza desde cualquier rincón
y yo de pronto ocupo el centro.
Más altas cada vez, signos de exclamación,
las explosiones de sombras se elevan.
La noche arruga el pliego hasta la barbilla,
en lo alto, cada vez más densa.
Se han esfumado las agujas del reloj.
Y éste no se ve, ni se oye siquiera.
Y aquí no ha quedado más que el brillo del ojo,
inmóvil, detenido. Detenido.
El fuego se apagó. Lo oyes: se apagó.
El humo ardiente sobrevuela la techumbre.
Mas no huye de la vista este centelleo.
O, mejor dicho, el ojo no abandona las tinieblas.

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