domingo, 10 de marzo de 2013






La historia de Sixto Rodríguez bien podría haber sido la de un Nick Drake chicano, si se hubiese volado la tapa de los sesos encima de un escenario, deprimido y fracasado, como auguraba la leyenda. No obstante, al parecer, el tipo asumió con naturalidad la falta de éxito, eligiendo seguir con una vida normal, de hombre trabajador, padre de tres hijas, con esos aires de personaje etéreo que nunca llegó a perder. Yo, la verdad, después de haber visto el documental sobre su curiosa existencia, habiendo buscado en internet su rastro, su nombre, sus conciertos... todavía no tengo claro que no sea un personaje inventado.

Sus canciones tienen el brillo de los mejores grupos de folk-pop de finales de los sesenta. Canta con un deje parecido al de Dylan. Que no triunfara entonces se comprende si uno se fija en su aspecto y en su nombre. En efecto, que alguien quisiese en aquella época lanzar al mercado a un jipi mejicano apodado, sencillamente, Rodríguez, resulta increíble. Los jipis norteamericanos iban de desprejuiciosos e integradores, pero todos eran rubios de lánguidas melenas. El prejuicio racial, fuertemente enraizado, no podía derribarse tan fácilmente. El mercado de finales de los sesenta estaba preparado para recibir con todos los honores a un canadiense con cara de aguilucho o a un judío de Minnesota, pero no al hijo de unos inmigrantes mejicanos crecido en los suburbios de Detroit. Por muy elegante que resultase la poderosa aura de misterio que desprendía. Rodríguez se retiró silenciosamente dejando, como Drake, dos discos completos y uno a medio cocer.

Sin embargo, su feliz ostracismo se parece más al de los flamantes cubanos de Buena Vista Social Club. El Sixto Rodríguez de hoy no lamenta nada, no envidia los laureles de otros; asume, divertido, la chispa que prendió de manera inesperada en la lejana Sudáfrica y, al igual que los músicos afrocubanos del Club Buenavista, se entrega a sus viejas canciones con una naturalidad pasmosa.


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