miércoles, 21 de noviembre de 2012




Gestos repetidos, uno tras de otro, insignificantes, pueriles, como en tierra de nadie. Lugares de tránsito o no lugares. Los ascensores, las escaleras de los edificios visitados a lo largo del día. Las calles, las aceras, las autovías. Javier Morant a veces piensa horrorizado que la mayor parte del tiempo transcurre en esa especie de no lugares o lugares de espera. Esa pérdida de tiempo es la vida misma; la vida deslizándose a su alrededor, imposible de atrapar. Apenas recuerda nada, excepto la espera. La espera de que la espera acabe y llegue otra cosa. Algo verdaderamente satisfactorio o excitante. Que le haga sentir vivo; experimentar la, digamos, ficción de la vida. En una calle por la que siempre pasa hay un cartel que reza: Aprende a vivir. El rostro de un tipo muestra el antes y el después de ese supuesto aprendizaje. Javier Morant imagina su nombre y su rostro en el cartel. "Javier Morant aprende a vivir." La gente deambulando, siguiendo un destino siniestro. ¿Saben vivir todas esas personas?... ¿o simplemente viven? ¿Saben extraer de sus vidas la suficiente excitación para no sentirse fracasadas? Javier Morant opina que es el silencio y la espera lo destacable en la gente común. La espera en todos esos lugares de tránsito, saliendo de sus puestos de trabajo, llegando a sus casas, deambulando, como si existiese un orden en sus vidas. La ilusión del orden, de lo acotado, y su prima hermana, la seguridad que ese orden parece proporcionar. Del trabajo a casa y de casa al trabajo. Con un control absoluto sobre esos escenarios. Cero aventura.

No es capaz de recordarlo con exactitud, pero tal vez era Emil Cioran quien identificaba la ansiedad con la vida. A Javier Morant le gustaría recordar esa cita, un aforismo probablemente. Frente al cartel que reza "Aprende a vivir", se le ocurre enlazar la leyenda con la cita no recordada de Cioran: Aprende a soportar la ansiedad. Y luego se incluye a sí mismo; imagina un cartel con su rostro ridículo y desesperado, y la leyenda: Javier Morant aprende a soportar la ansiedad. Ya basta, se dice. De camino al colegio de Domingo se encuentra con un viejo conocido. Ha engordado mucho; no parece la misma persona. En un instante, como un fogonazo, se reactiva la memoria de su antigua relación. No obstante todo se diluye gracias a la influencia de una melodía conocida, procedente de alguna parte indeterminada, del aparato musical de un coche parado en un semáforo o, tal vez, de alguna vivienda cercana con las ventanas abiertas a pesar de tratarse de una fría tarde a otoño. De pronto, el no lugar por el que transita se llena de referencias imprevistas. El viejo conocido que acaba de ver, cruzándose sus miradas durante una milésima de segundo, sin saludarse y, paradójicamente, volviendo a ensimismarse buceando en sus recuerdos compartidos. Diez segundos después, aquella melodía conocida pero que tarda un rato en identificar. Aquella canción de Joni Mitchell que evoca otras cosas, otros lugares y otras personas, y que borra el resurgimiento incipiente en su voluble memoria de su antigua relación con la persona con la que se acaba de cruzar. Javier Morant opina que nadie como Marcel Proust ha sabido expresar la importancia de los profundos efluvios de la música, de sus efectos mesmerizantes y las variaciones que produce en el estado de ánimo. Proust habla de una "frase musical" como si se tratase de una especie de interruptor cerebral, abriendo puertas y penetrando en oscuras regiones de la memoria. Javier Morant ha tardado en reconocer esa canción que flota en las calles; sin embargo, mucho antes de reconocerla, es decir, mucho antes de que su tonto esnobismo haga un recuento de datos que le permita identificar la voz de esa cantante, Joni Mitchell, un sutil torrente de sensaciones atraviesa su cuerpo. Un mecanismo inconsciente que se activa y le conduce hasta Silvia Serrat y hasta las escaleras de una playa, una noche, una fiesta, el llanto emocionado de ella; probablemente, la consolidación de su amor, el camino de vuelta al coche abrazados y, ya en plena carretera, esa misma canción de Joni Mitchell, como la perfecta banda sonora de aquello que les acababa de ocurrir: las confesiones íntimas, sus debilidades compartidas sellando el deseo de estar juntos, de seguir adelante pese a las enormes diferencias.

Domingo juega con sus compañeros de clase. Una niña salta sobre la cabeza de Domingo produciéndole un ligero hematona. El llanto desesperado. El diminuto escándalo. La fingida alarma de la madre de la niña, que persigue a Domingo y a Javier Morant insistiendo en disculparse. Que la niña se disculpe; que aprenda a disculparse. Vale, vale, le dice Javier Morant. Y se van. Y en el momento de irse Javier Morant piensa en Joni Michell como si fuese un lugar muy remoto, una arcadia, una especie de paraíso perdido.

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