domingo, 8 de julio de 2012



La final de Wimbledon de este dos mil doce ha sido un nuevo partido de tenis memorable. Multitud de tensiones en juego, personales, nacionales, mundiales, conviviendo en una misma cancha diminuta, limitada, reglada; como en su punto de ebullición. Singularidades, psicologías y estilos diversos; en este caso, casi acoplables, como los de una pareja de ballet clásico. Andy Murray, el jugador abstracto, etéreo, envolvente, flotante. Roger Federer, el tenista compacto, saturado, equilibrado, preciso. Por vez primera en mucho tiempo me la refanfinfla quien gane. No obstante, me enrabieta que un jugador como Murray tenga que asumir el rol de tenista de segunda, de perdedor eterno de las grandes finales. Hoy ha tenido la oportunidad de superar ese miedo y ha sucumbido, vigilado de cerca por aquel robot infrahumano llamado Ivan Lendl. El genio más frágil del circuito, el más humano, entrenado por el tipo más frío y sistemático de la historia del tenis. Quizá en algún momento, el débil Murray se creyó robotizado, insensible, trasferido de poder, capaz de superar la presión de las miradas esperanzadas de un país, un reino, la reina madre, su puta madre. Cuando lo que su tenis requiere es saberse liberar, individualizarse, perder su importancia. Porque Murray, sin presión, es un jugador eterno, de una gracilidad fantástica, llena de sutilezas, de detalles, de paciencia y filigrana. Tal vez si no hubiera sido Federer, o si Federer no se hubiese visto obligado a romper, de nuevo, una nueva barrera, otra marca, otro número. Ganar siete veces Wimbledon, como Sampras, hacerlo con más de treinta años, diecisiete "grandes", más que nadie, y ser, de nuevo, el primero de la lista. Casi nada. Pero ha tenido que ser a costa de un tenista excelso como Murray, a costa de un tenis de belleza irrepetible; frágil, sensible, como lo son todas las cosas verdaderamente bellas, pero sobre lo que uno siempre espera que se haga un poco de justicia y se le reconozca un triunfo, un título, lo que sea. Andy Murray nuca será un dominador del circuito, no será un tenista regular o implacable. Está condenado a saberse capaz de ganar a cualquiera cuando se sienta inspirado y libre de responsabilidades y tensiones; y, tal vez, a soportar el estigma de fallar siempre en las grandes citas, cuando más difícil es equilibrar ese juego suyo repleto exquisiteces y sutilidades. Lendl no creo que haga de Andy Murray un nuevo Lendl, un segundón aupado a primera línea a base de método y dieta estricta, a base de mecanizar el juego. Tal vez me equivoque.


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