jueves, 5 de enero de 2012



Los Reyes me han regalado un par de diminutas esculturas de aire africano. No soy capaz de calibrar su autenticidad. Nos las ha vendido un tipo de aspecto africano, de hecho, negro como el carbón. Una representa un hombre y la otra una mujer. No se podían comprar por separado. Quince euros las dos. Son de madera tallada, de un realismo sintético, poco cubistas; a mi modo de ver, de una belleza extraordinaria. Extraordinariamente ordinaria, para ser más exactos. Arte anónimo, o artesanía, me da igual. No las hubiese comprado si hubiesen sido muy caras, por supuesto. Nunca he comprado arte. Mi padre nunca ha comprado naranjas. El negro que vende esas esculturas tal vez las haya tallado él mismo, no lo sé. S. no ha querido regatearle; posiblemente nos las hubiese dado por diez euros. Una miseria. El pedazo de madera pulimentada ya vale ese dinero. No sé muy bien por qué estoy escribiendo esto. Estoy contento. Me gustan esas figuritas. Desconozco el arte africano en profundidad. Me interesa su arcaísmo, su sintetismo formal. Su ingenuidad. El carácter anónimo. Lo mismo dan los clics de Playmóbil. Pero algo enfrenta la banalidad de un juguete occidental con cierto sentimiento atávico que creo ver, a pesar de todo, en esas pequeñas representaciones africanas (sean o no verdaderamente africanas). Siento una necesidad de creer en algo y la he reducido a eso: la representación arcaica del hombre.

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