sábado, 3 de septiembre de 2011


A. Un tipo pinta un cuadro junto al Museo Reina Sofía. Se trata de un enorme lienzo que tiene amarrado a un robusto caballete de madera. El tipo pinta de espaldas a la fachada del museo una escena del natural: farola, calle, perspectiva y estación de tren al fondo. Pinta rápido, con soltura. Todos los que entran al museo lo pueden ver. Los que suben en el ascensor que recorre la fachada del museo lo pueden ver pintar. De hecho, el tipo (un tipo joven, de menos de treinta años) parece que los esté provocando. Como si quisiera desafiar al museo y todo lo que representa: la modernidad, la contemporaneidad, el fin del arte y las vanguardias. La pintura del natural, es decir, de caballete, completamente tradicional, reaccionaria, frente a la gran institución oficial de la modernidad de la ciudad de Madrid. No creo que ese tipo quiera exhibirse para que todo el mundo vea lo bien que lo hace. No pinta especialmente bien; tampoco lo hace mal. Está retando al museo con su impresionismo; con ese paisajismo de siempre, antiguo y banal.

B. El tipo del Reina Sofía me recuerda a Antonio López, cuando López se pone en la calle a pintar sus paisajes urbanos realistas, minuciosos. Les diferencia la actitud. El joven del Reina Sofía parece airado o nervioso, un tanto orgulloso. López, por lo que le hemos visto en los vídeos, tiene siempre esa actitud humilde, de trabajador manual, de zapatero o remendón. También les diferencia el estilo, el trazo. El joven del Reina Sofía pinta, como digo, igual que los pintores impresionistas, sin medir, con el trazo amplio e intuitivo. López, al contrario, marca el lienzo con pequeños signos que parecen querer cercar las distancias, los tonos y, como él mismo dice, la luz.

C. Yo creo que Antonio López ha logrado con todo ello una rara modernidad. Pero Antonio López ha alcanzado su especial modernidad por el camino contrario, esto es, el de las prácticas reaccionarias y el caballete. Y no como otros pintores, apelando a la fotografía, copiándola o interpretándola (como si la fotografía fuese un nexo con la modernidad que les permite seguir haciendo lo de siempre); Antonio López pinta sin apoyos, sin coartadas, como siempre se ha hecho sólo que más lento. Yo creo que Antonio López llega a la modernidad (al estadio de lo novedoso, lo singular o lo excepcional) gracias a su extraordinaria lentitud. Es el tiempo lo que le diferencia. El tiempo marcado en la imagen, como parte de ella, de la labor de hacerla físicamente y de su permanencia. A mí me recuerda a una obra de un artista conceptual llamado Douglas Gordon que reflexiona, precisamente, sobre el tiempo en la imagen. Este artista juega a ralentizar un filme tradicional (Psicosis, de Alfred Hitchcock); de manera que hace durar veinticuatro horas un audiovisual que en su exhibición normal apenas dura una hora y media o dos horas. El filme es el mismo; no obstante el ralentí le confiere extrañeza, excepcionalidad y modernidad. Antonio López es también un pintor al ralentí. Es decir, lo que Douglas Gordon hace con el cine el pintor López lo hace con la pintura. La lentitud aplasta, deforma y moderniza.

En la muestra de Antonio López del Museo Thyssen-Bornemisza ríos de hombres y mujeres viejos, muy viejos, se apiñan en la cola para entrar. El ralentí de la vida, decididamente antimoderno, se adivina en sus rostros. Van a ver con toda crudeza su propia ranciedad, tal vez la de todos. Salen satisfechos. Han visto el símbolo de su misma lentitud y lo erigen monarca del tiempo. Antonio López se aleja, despacio, pero a paso firme, por la estrecha senda que le queda como único resquicio a la modernidad. Se sabe raro y clásico.

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