lunes, 29 de mayo de 2017




Hay quien le declara la guerra al plástico. Como forma de naturismo. Eliminar los residuos plásticos, contaminantes. Eliminar los recipientes de plástico que puedan estar en contacto con nuestros alimentos. El plástico se degrada, dicen. Provoca cáncer. El cáncer focaliza nuestros pecados.

Algunos declaran la guerra al aceite de palma. A los colorantes y conservantes. A las vacunas.

Un conocido se alimenta de manera exclusiva de los supermercados naturistas. El otro día me lo encontré corriendo en plena calle y... descalzo. Iba corriendo sobre el pavimento sin calzado, con los pies desnudos. Estuve a punto de pararlo y de decirle que pisar el asfalto de las calles podría provocarle cáncer en la planta de los pies.

Vivimos de pura suerte. Aunque queramos organizar nuestras vidas. Aunque pensemos que lo tenemos todo bajo control.

Hay tantas cosas a las que declarar la guerra que algunos empeños resultan banales.

Los toros, por ejemplo, merecen ser erradicados. Sin embargo, hay otras muchas situaciones indignas; de manera que defender de un modo excesivamente efusivo la erradicación de los toros puede resultar, a mi modo de ver, banal.





Un alumno me pregunta qué prefiero que sean mis hijos. No sé qué contestar. Mis alumnos de dibujo quieren ser ingenieros; ellos esperan, supongo, que yo diga que quiero que mis hijos sean ingenieros.

Tardo en contestar. Se produce una cierta expectación. No sé, digo, lo que ellos quieran... con tal de que no sean sacerdotes o militares...

Me doy cuenta, y así lo digo, que todo está desprestigiado. Absolutamente todo.

Tampoco me gustaría que se dedicasen a la política. Digo esto y no sé muy bien por qué.

Se crea un pequeño debate entre ellos. Se espera que yo intervenga. No me apetece intervenir. ¿A qué puede uno dedicar su vida de manera más digna?, parece ser la cuestión. Ellos, mis alumnos, están en esa tesitura. Lo tienen todo por delante. Por un momento, pienso que no me producen ninguna envidia.

Finalmente, digo, con un tono asquerosamente conciliador, que me gustaría que mis hijos fueran felices dedicándose a lo que sea, siempre que no hagan daño a nadie.

Ya en casa, vuelvo a esta última idiotez: ¿es posible no hacer daño a nadie? Todos los días, cuando emprendo las acciones más nímias causo pequeños perjuicios. (Al comprar determinados alimentos, al usar determinada ropa, al conectar el ordenador o el teléfono móvil, no digamos al poner en marcha mi automóvil.)





Hay una novela titulada La vegetariana. Trata de una mujer que progresivamente se va desconectando del mundo. Empieza dejando de comer carne. Comer carne implica asumir una clase de violencia. No renuncia a la carne por salud, sino como acto simbólico. La carne es solamente el principio. La protagonista quiere llegar a vivir como una planta. No producir ninguna acción para no producir ningún daño.





Cuando comencé a pintar cuadros elegí la pintura acrílica. Elegí el acrílico porque se disuelve con agua. Quería pintar con agua. Que mis dibujos fuesen, como reza el título del libro de Joseph Brodsky, marcas de agua. Nada más.

Suelo usar el acrílico como si fuera acuarela, muy aguado. Me permite pintar de este modo sobre soportes distintos, rígidos, no solamente sobre papel.

Pero el acrílico es látex. Es plástico. Participa de está dinámica perversa en la que el mundo anda inmerso. Causa un perjuicio. Quizá merece ser eliminado.

No voy a ponerme a correr descalzo. Pero probablemente estoy pintando mis últimos acrílicos.

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