jueves, 18 de septiembre de 2014




Los niños juegan felices en las calles. La ciudad es perfectamente apta para caminar por las aceras. Subir y bajar escalones en la intimidad de las casas. Leer mensajes de telefonía móvil, distraída o atentamente. Mirar muy arriba, siguiendo el vuelo de las águilas, los halcones, las gaviotas, los mirlos, las libélulas. Dar saltitos, hip, hop, como en una comedia infantil. Despertarse pronto o tarde. Asistir a los conciertos pop. Y, después, a la salida de cada uno de esos conciertos, fumar distraídamente y seguir con la mirada el humo azul entre los trazos salvajes de los árboles. Agacharse y atarse los zapatos como si se acabase el mundo. Ah, la vida como un continuo atarse los zapatos. Y regresar, aguantando la mirada del monstruoso animal, como en una bufonada dramática, al estómago de la ballena. Se regresa siempre a un refugio oscuro y mullido.

El semblante rígido, casi asfixiado. ¿Qué hay aquí, qué buscar?, dice alguien. En los pliegues intestinales del animal todo es hervor y todo es salvaje. Uno ha de andarse con ojo. Explorar con el tacto el tejido viscoso. Oler los perfumes ácidos, la podredumbre. Los cadáveres vivientes como parte de una nueva vecindad, una nueva esperanza. Peces revolucionarios intentando asaltar con sus lenguas mugrientas los pelos de mis piernas. Nada escapa al folclore intestinal. Mi amigo el cadáver A me cuenta su historia. Perdió un ojo en una guerra y le dejó su mujer. A partir de ahí se dedicó a cultivar almendras. Las vendía en sobres clandestinos. Luego viajó a Alcocéber y encontró un veneno ideal. El veneno definitivo.

Las ballenas a veces mugen como las vacas. Nadie parece haberse dado cuenta. Uno a veces cree poder descifrar sus mugidos. Son como cantos de sirenas acatarradas. Luego las ballenas callan y todo se olvida; como si los mugidos hubiesen sido una parte importante del sueño. Mi amigo el cadaver A no se queja, nunca. Cero espectáculo, dice. Seamos consecuentes. Estamos aquí para construir algo. Hacer algo con nuestras propias manos. Componer poco a poco, día a día, una obra. Algo que sirva a quienes vengan después. Seamos célebres en ese sentido. Reproduzcamos los mugidos olvidados de las ballenas como parte de un nuevo plan. Busquemos su origen ancestral, su significado último. Seamos listos, dice mi amigo el cadáver A. Pensemos en nuestros hijos.

Yo le hablo entonces de mis hijos. Tengo dos. El mayor, Duncan, juega al fúlbol en las aceras. El pequeño, Viriato, dice no conocer a su madre. Son mi alegría y mi desgracia. Siempre llevo conmigo sus dibujos.

Mi amigo el cadaver B dice ser capaz de apreciar los dibujos de mis hijos. Duncan es un dibujante minucioso, muy aseado. Viriato, al contrario, parece que dibuja con descuido, como quien no quiere la cosa. La belleza infantil de los dibujos de mis hijos es indiferente a nuestras miradas.

¿Qué hacer?, dice mi amigo el cadáver C. Bajamos por una de las muchas escaleras intestinales, buscando una estancia más cómoda. El calor es asfixiante. Apenas puedo doblar mis rodillas. Los peces revolucionarios beben un líquido anaranjado que mana de mis testículos. ¿Zumo de naranja? ¿Con o sin pulpa? Empieza entonces la aventura del zumo de naranja.

Mi amigo el cadáver D dice que es capaz de sudar aguardiente. Mi amigo el cadáver E sabe hacer cócteles. Que empiece la fiesta, dice mi amigo el cadáver F. ¿Alguien puede decirme su nombre?, grito, desesperado. Lorenzo, dice mi amigo el cadáver B. Abelino, dice mi amigo el cadáver C. Los demás, callan.

Yo me llamo Jacobo Morteruelo. ¿Habéis oído? ¡Jacobo Morteruelo!

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