lunes, 27 de mayo de 2013




De los suspiros algo nace
que no es la pena, porque la he abatido
antes de la agonía; el espíritu crece,
olvida y llora:
algo nace, se prueba y sabe bueno,
todo no podía ser desilusión:
tiene que haber, Dios sea loado, una certeza,
si no de bien amar, al menos de no amar,
y esto es verdadero luego de la derrota permanente.

Después de esa lucha que los más débiles conocen,
hay algo más que muerte;
olvida los grandes sufrimientos o seca las heridas,
él sufrirá por mucho tiempo
porque no se arrepiente de abandonar una mujer que espera
por su soldado sucio con saliva de palabras
que derraman una sangre tan ácida.

Si eso bastase, bastaría para calmar el sufrimiento,
arrepentirse cuando se ha consumido
el gozo que en el sol me hizo feliz,
qué feliz fui mientras duró el gozar,
si bastara la vaguedad y las mentiras dulces fueran suficiente,
las frases huecas podrían soportar todo el sufrimiento
y curarme de males.

Si eso bastase: hueso, sangre y nervio,
la mente retorcida, el lomo claramente formado,
que busca a tientas la sustancia bajo el plato del perro,
el hombre debería curarse de su mal.
Pues todo lo que existe para dar yo lo ofrezco:
unas migas, un granero y un cabestro.


miércoles, 22 de mayo de 2013




Félix de Azúa parece haberse liberado. Es capaz de escribir cualquier cosa. Cualquier chorrada, con total desparpajo. Es un liberado ilustrado, refinado y un poco cursi. A veces, tiene gracia. Otras veces es un plasta insoportable. Pero lo que me gusta es que parece haber eliminado cualquier coartada literaria, cualquier artificio. Escribir como si uno hablara, o algo parecido. Sin la (supuesta) densidad que requiere la literatura. Escribir como si no te importara, sin filtros.

Me refiero a sus dos últimos libros: Autobiografía sin vida y Autobiografía de papel. Yo he leído críticas que atacan sus imprecisiones. Y qué más dará si no es riguroso. Ahora escribe sin ataduras, sin (aparente) ambición. (Aunque declara escribir de ese modo para seguir haciendo literatura.)

El problema de este experimento, que vamos a llamar "el experimento Azúa", es que cuando uno se libera sale sin remediarlo el gilipollas que uno lleva dentro. Nos suele pasar a los tímidos cuando creemos haber encontrado un foro en el que poder explayarnos. Nos ponemos a hablar de bobadas y la gente se pone a pensar que calladitos estamos más guapos.

Yo hace tiempo leí una novela de Félix de Azúa. No recuerdo el título. Iba de pijos catalanes que veraneaban en Cadaqués. Creo que la leí por si salía Duchamp. No recuerdo si salía Duchamp.

Aquello era una novela novela. Una cosa de ficción. Lo que el tipo escribe ahora es otra cosa. Dice que es autobiografía, pero sin entrar en intimidades. Habla de los libros que ha leído y de los que ha escrito. De arte, del fin del arte. Sus gustos no son muy originales; por lo que pretende, digamos, hacer un retrato generacional. Hay una lectura con la que estoy de acuerdo: Azúa parece describir un cierto deterioro cultural. El arte, tal y como lo hemos conocido hasta ahora, parece evidente que ha desaparecido casi por completo. Lo mismo pasa con los principales géneros literarios (poesía, novela): se extinguen, desaparecen. Autobiografía sin vida y Autobiografía de papel presentan un recorrido paralelo.

Al llegar a una conclusión tan pesimista (la cultura, tal y como la conocemos, se extingue, si no se ha extinguido ya), digo yo, no es raro que Félix de Azúa se haya liberado por completo. Ya nada hay que perder, ningún hito artístico está ya a nuestro alcance. Podemos decirlo repetidas veces. Y reírnos, como idiotas. Y en ésas está Félix de Azúa.

lunes, 20 de mayo de 2013




Recuerdo una novela titulada Vieja escuela. Lamentablemente no me acuerdo de los detalles. Una especie de concurso en que se incentiva eso que los americanos llaman "escritura creativa". Cada cierto tiempo un escritor conocido va a esa vieja escuela a entrevistarse con los alumnos a propósito del concurso, creo recordar. Todos esperan la llegada de Ernest Hemingway. Al narrador de la novela, un adolescente aspirante a escritor, sin embargo, le impresiona la presencia de otro autor (o autora, no soy capaz de recordarlo, hace ya tiempo que leí esa novela de Tobias Wolff). No recuerdo el nombre de ese otro autor, ni siquiera sé si ese otro autor es un personaje inventado o no. Recuerdo que lo que le impresiona al joven narrador es la contundencia de las opiniones de ese otro autor, su, digamos, implacabilidad. El joven narrador de alguna forma encumbra a ese otro autor hasta que es capaz de comprender, por contraste, que la verdadera grandeza del hombre reside en sus flaquezas (en la honestidad con que se enfrenta a ellas) y no tanto en sus seguridades. (El alcoholismo de Hemingway, sus enormes contradiccions, frente a la dureza y el unilateralismo de ese otro autor.) Huelga decir que ese otro autor simboliza la inflexibilidad, la firmeza, la inclemencia y la severidad del mundo nazi.

Nuestra maltrecha escuela (la de aquí y ahora, la que pretende arreglar el ministro Wert) desde hace años ha tratado de alejarse de todos esos modos severos, inflexibles e inclementes. Había que entender al alumno, sus necesidades educativas particulares, su diversidad. Era un empeño muy difícil. Imposible, en la mayoría de los casos. Requiere de un siempre precario equilibrio entre las necesidades del alumno y las exigencias del profesor; que suele desembocar en un esfuerzo bastante importante por parte del profesor. El modelo era mejorable. Pero no creo que nadie quiera volver a lo de antes.

Lo de antes es una educación centralizada, rígida, basada en, digamos, los méritos numéricos de unos exámenes impuestos desde fuera. No creo que haya profesores favorables a delegar la evaluación de sus alumnos en las rígidas imposiciones de una prueba única y externa; cuando desde siempre se nos ha dicho que la evaluación es un proceso, un proceso de convivencia con el alumno y de observación de su trabajo. Lo procedimental midiendo su importancia junto a lo conceptual y lo actitudinal. Vale que haya un procedimiento selectivo para los que aspiran a entrar en la universidad; pero, ¿es necesario que exista algo parecido en las etapas anteriores?

Se bautiza la nueva ley como "de calidad". Se pretende paliar con ella el enorme fracaso escolar, al parecer muy superior al de nuestros vecinos europeos. Y para ello se incrementan las trabas y se restan recursos. Muy bien, fenomenal. Por lo visto creen que los alumnos que no son capaces de superar las pruebas actuales, que les plantean sus propios profesores, serán capaces de superar una reválida. La supuesta "calidad" también se incrementará potenciando una asignatura como Religión. Para colmo, alegan que no hay en todo ello un componente ideológico.

Las susodichas reválidas son una forma de homogeneizar contenidos. Nada que ver con la "calidad".

Hay toda una obsesión por homogeneizarnos, por someternos a un control centralizado, por parte de aquellos supuestos defensores de la libertad.

Actualmente, los equipos directivos de los centros educativos son elegidos por los miembros de la comunidad educativa (de cada centro; es decir, cada centro elige a su director). La nueva ley "de calidad" pretende que los equipos directivos sean impuestos "desde fuera", por los gobiernos. Sin duda, controlando "desde fuera" a los directores se incrementará la calidad educativa. Al mismo tiempo, los nuevos directores, impuestos "desde fuera", al parecer, tendrán la capacidad (inédita hasta ahora) de seleccionar parte de la plantilla de profesores que trabajarán en el centro que dirigen. Todo atado y bien atado; el control "central" extendiendo sus tentáculos, imponiendo leyes, normas, directores, reválidas, sin tener en cuenta las necesidades locales e individuales (ellos, adalides del individualismo).

Son tiempos de hipocresía, en los que se nos trata con eufemismos (calidad, austeridad, libertad). En los que se nos engaña para imponernos medidas inclementes, dolorosamente severas. Tiempos oscuros en los que somos gobernados por una pandilla de cínicos nazis, que para colmo se atreven a llamar "nazis" a quienes les estorban.

martes, 14 de mayo de 2013

Lo mismo ocurre con un perro, con una pantera o con una cigarra. Leda decía: “Ya no soy libre para suicidarme desde que me he comprado un cisne”.

La muerte es un sacramento del que sólo son dignos los más puros: muchos hombres se deshacen, pero pocos hombres mueren.

No puede construirse una felicidad sino sobre los cimientos de una desesperación. Creo que voy a ponerme a construir.

Que no se acuse a nadie de mi vida.

No soporté bien la felicidad. Falta de costumbre. En tus brazos, lo único que yo podía hacer era morir.

Existe un plan general para el universo. Sólo salimos en los momentos sublimes.

En el avión, cerca de ti, ya no le tengo miedo al peligro. Uno sólo muere cuando está solo.

Existe entre nosotros algo mejor que un amor: una complicidad.










Yo estoy agonizando y ella
se ha dado cuenta. Sudas mucho,
dice; debe ser un mal augurio.
No es normal, añade. Pero yo
siempre sudo. He sudado siempre
igual. No es nuevo este sudor.

¿Es verdad que estamos involucionando?
Alguien lanza esta pregunta
como si fuese posible contestarla.

Y luego la veo a ella caminar despacio
tan embarazada, trasportando esa enorme
barriga casi con displicencia.
No podemos permitirnos dejarnos
llevar por el pesimismo.
Debemos inventarnos
una nueva carcajada. Algo.
Cualquier cosa.

Haz cosas, do things, reza una canción.

La gente no sabe qué hacer.
Involucionamos haciendo cosas
que no sabemos a dónde nos llevarán.
Es el rasgo primordial de nuestra
manera de ser modernos: la inconsciencia.

domingo, 12 de mayo de 2013




Yourcenar tiene una belleza fría. En algunas fotografías, inclusive, su belleza resulta estatuaria. En otras, su piel blanca y acartonada por la edad le da un aspecto vampiresco. Sin yo haberla leído mucho me atrevo a decir que estas cualidades están en su literatura, sobre todo en su prosa.

Yourcenar es una escritora analítica. Escribe para comprender, para abarcar. De manera que, aun hablando sobre ella misma, sobre su propia vida, la escritora se refugia en una distancia fría, escrutadora, pero antisentimental. El resultado tiene un extraño equilibrio, como de cosa inmanente o metafísica. Nada que ver con el delirio sentimental de Marcel Proust. Uno lee a Proust e imagina al escritor al borde de la neurastenia, enfermo y frágil, incapaz de estar-en-el-mundo. Proust sufre su soledad. Yourcenar, al contrario, la requiere.

Youcenar cauteriza el mundo. De pronto, las figuras se vuelven sombras y entre sombras se mueven, en ese claroscuro que hace eterno el clasicismo. Ya sé por qué no ha eclipsado Yourcenar a otros, en importancia. (Otros, como Proust o Musil, o Thomas Mann.) Yourcenar no entra necesariamente en la modernidad. Lo suyo es la sustancia pétrea del clasicismo, su equilibrio y su, digamos, objetividad.

Yourcenar no está dispuesta a ceder terreno a las deformidades subjetivas de la modernidad. Ocupa un puesto similar al del escultor Aristide Maillol, que aun en pleno siglo XX se permite obviar los avances formales de otros.

La utopia del clasicismo es el equilibrio de la objetividad. El clasicismo actúa como si la objetividad fuera posible. Por eso Yourcenar escribe sobre su vida como si ella no hubiese estado allí. Escribe sin emociones aparentes sobre lo visto y oído, como un testigo sin vida, sin opiniones.

viernes, 10 de mayo de 2013






Cuerpo llevando el alma, siempre vanamente
Vuelvo a pensar en ti y te vuelvo a olvidar;
Corazón infinito en el cáliz naciente;
Boca que busca el nuevo verbo de besar.

Mares de navegar, fuentes para beber;
Trigo y vino ritual en la mesa mezclados;
Refugio de dulzura el vago adormecer;
Tierra que se despliega en los pasos alados.

Aire que me llenas de espacio y de equilibrio;
Nervios por donde viaja el cóncavo delirio;
Mirada interrumpida en el vasto universo.

Cuerpo, compañero, juntos nos moriremos.
No puedo no querer la sombra que tenemos,
No apresar con ella el resplandor de un verso.

domingo, 5 de mayo de 2013






Ni ampararse del día bajo el árbol de nieblas,
Ni morder el verano en las frutas dormido,
Ni besar en los labios lentos de tinieblas
Al muerto evaporado y vano de haber sido.

Ni penetrar el centro del álgebra frío,
Ni en el vacío clavar la máscara infinita.
Ni sembrar el olvido en el glorioso río
Y derramar la nada en la tumba bendita.

Ni rozar, Amor mío, tu boca entregada,
Ni su deseo quemar sin la llama esperada,
Ni arrastrar en el cuerpo rendido la herida.

Ni rezar con las manos juntas de la pena,
Pero traer consigo en la noche serena
El hondo corazón donde sangró la vida.

miércoles, 1 de mayo de 2013




Escritores que cantan, cantantes que escriben.

Proliferan los cantantes que escriben. La industria editorial los reclama. Buenos músicos a los que se persigue y se les encarga su novela o sus memórias para que, de esa manera, se produzca una especie de trasferencia de la música pop a la literatura, aprovechando el tirón que tienen con sus fans. Que un tipo escriba buenos textos para sus canciones no significa que sepa escribir una buena novela. Antonio Luque cuenta que se le ofreció escribir su novela mucho antes de atisbar el resultado.

Bob Dylan siempre se dice que es un firme candidato a Premio Nobel de literatura. Sus memorias son de puta madre, pero su novela, Tarántula, es infumable. Su prestigio le empuja a aventurarse en territorios experimentales ya muy trillados, enroscando el contenido hasta hacerlo ininteligible, como si la ininteligibilidad fuese su objetivo. Como si alguien le hubiese dicho: Hazlo raro y retorcido y te dirán que es bueno. No repitió la experiencia, que yo sepa.

Antonio Luque dice, no sin sorna, que prefiere ser recordado como un escritor que canta. Su novela, Exitus, está llena de esos chascarrillos suyos, silepsis, aliteraciones y otros juegos ingeniosos con el lenguaje. En corto, resultan graciosos; pero en una novela relativamente larga como la suya todos estos juegos entorpecen la lectura. Cansan, agotan. Y resultan ilógicos en un texto de corte realista. Digamos que no pega bien la textura del lenguaje con las cualidades narrativas del texto. Yo no he podido acabar de leer esa novela.

No conozco la novela de Lou Reed; tal vez aún no la haya escrito. La novela de Tom Waits la escribieron otros: los Bukowski o Carver.

Yo a veces he discutido con mi madre sobre la importancia de los libros frente a las películas. Mi madre dice siempre que los libros son mejores porque cuentan más cosas, cabe más en ellos. Tiburón es mejor en libro que en el cine, dice ella. Mi madre me hizo leer el libro y me gustó. Pero yo le dije que aunque el libro sea mejor la película, en ese caso concreto, es mucho más importante.

Los cantantes son mucho más importantes.

Nick Cave sabe escribir novelas. Sabe mantener el pulso en un texto de largo recorrido. Me gustó leer La muerte de Bunny Munro. Encuentro ciertas concomitancias con la literatura de Cormac McCarthy. Sin embargo, como es evidente, Cave no alcanza a McCarthy. El escritor, McCarthy, tiene en su medio mucha más riqueza, más matices, más recursos. En el caso de Nick Cave se cumple de nuevo la regla: el cantante es mucho más importante que el escritor. A pesar de que, como decía mi madre, en la novela se cuenten más cosas que en una canción.

Algo parecido sucede con Steve Earle, otro cantante que se pone a escribir a la manera de Cormac McCarthy. Recuerdo que leí una entrevista en la que el cantante, al verse comparado con McCarthy, se puso a criticar los finales pesimistas del escritor. Pues eso: Steve Earle escritor es un Cormac McCarthy con finales felices.

Bruce Springsteen no se ha atrevido con los libros, que yo sepa. El cantante es más importante.

Johnny Cash escribe áspero, como canta. Pero sus memorias, Man in Black, no impactan como la presencia del cantante y su voz.

Leí en alguna parte que le han pagado muchos millones a Keith Richards por firmar sus memorias. Yo creo que el guitarrista ni siquiera habrá escrito ese libro titulado escuetamente Vida.

El mejor, de entre todos los cantantes-escritores, tal vez sea Leonard Cohen. Tal vez sea el único que se acerque a la fórmula del escritor de oficio que circunstancialmente se pone a cantar. A pesar de que esa circunstancia le de fama e importancia y acabe siendo un oficio. De hecho, creo que Cohen comenzó como poeta e hizo un primer disco sublime sin apenas saber tocar una guitarra acústica. Absolutamente recomendables, a mi modo de ver, todos sus poemarios y una novelita libertina titulada El juego favorito.

El indie-rock es una especie de intelectualización del rock. Una forma de elevarlo de estatus, de convertirlo en alta cultura, elitista, para iniciados. No es raro que sus estrellas pretendan rubricar su posición gracias al medio literario. Bill Callahan, Michael Paul Hinson y Willy Vlautin escriben sus novelas. Yo no he leído ninguna.

Los últimos, los más recientes que yo me he encontrado en las librerías: el francés Dominique Ané y el norteamericano Dean Wareham. Ambos, autores de Regresar y Postales negras, respectivamente. Yo creo que estos dos son ejemplos más que dignos de cantantes que, en un momento dado, se inmiscuyen en un territorio que no es el suyo; sin falsas pretensiones y sin obviar su realidad de cantantes, de estrellas de la canción popular. Como el Dylan de Crónicas, Ané y Wareham se limitan a sumergirse en sus recuerdos y a tratar de escribir con honestidad sobre lo que ellos conocen bien, sin coartadas de falsa pompa literaria. En los límites de ese territorio acotado por su propia biografía y el contexto de la música popular ganan enteros. Se hacen únicos, imprescindibles.
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